En los tragos largos que ha ido
dando a la botella, Antonio encuentra, una vez más, el placer que le producen
los vapores del alcohol. Una satisfacción buscada a conciencia.
Una satisfacción que no encuentra con
nada. Cuando el alcohol penetra en su sangre el cerebro bulle, las ideas se
aclaran y la perspectiva del mundo cambia.
El ánimo exaltado agita su
imaginación y desata su verborrea, ya de por sí proclive y generosa.
"Me siento bien" - Se dice a sí mismo - "Tampoco he
bebido tanto".
Después del café pide un segundo whisky para
seguir la conversación distendida con el amigo que no ve desde hace meses. Casi
siete.
Antonio no necesita excusas para
beber. Aunque siempre busca alguna que lo justifique. Le gusta. Así de simple.
Lleva bebiendo desde su juventud. Y como dice a todo aquel que le quiera oír: “Yo
soy así. Y eso no va a cambiar”
Unas veces bebe como un acto social.
Sus héroes del celuloide lo hacían y él los imita.
Las películas de su época estaban
llenas de protagonistas que exaltaban su hombría a través del cigarrillo pegado
a los labios, las broncas a puñetazos y las borracheras compartidas con el
amigo leal, que sellaban el compromiso hasta la muerte.
Otras veces lo ha hecho hasta caerse,
en soledad, para curar las heridas. Heridas que no sanan por mucho alcohol que
les eche.
La mayoría de las veces, bebe porque
sí. Porque forma parte de sus hábitos y costumbres. Su carta de presentación al
que no le conoce, nadie dirá que no le advirtió, es: “Estoy mayor, tengo disfunción eréctil y soy alcohólico”
El que se acerca a él tendría que
saber que no es una ironía. Aunque en ese momento, sus modales impecables, su
conversación inteligente y su mirada profunda lleve a pensar que es un juego,
es la pura verdad.
El día de después es otra cosa. Con
los años su cuerpo aguanta menos. Alcanza el umbral de la borrachera muy rápido
y en cambio superar la resaca le lleva muchas horas. A veces, días enteros. La
lengua espesa se pega al paladar, el cuerpo no responde y al cerebro embotado
le cuesta pensar.
En esos momentos, a veces, le entra
"la murria" como él la llama. Cosa que no le preocupa. Compañera
vieja de fatigas sabe cómo amansarla. Mitiga sus efectos metiéndose en la cama
todo el tiempo que considera necesario, bebiendo mucha agua y fumando un poco
menos.
Cuando recupera su normalidad se
incorpora de nuevo al mundo, donde, en un breve o largo periodo, dependiendo de
los efectos que le haya causado su última cogorza, vuelve a repetir el
esquema.
Al fin y al cabo, como Antonio dice, la vida es breve y nadie sabe cuál es su último día. ¿Por qué tendría que dejar
de hacer lo que le gusta?
Exultante por la vivencia que acaba
de compartir con su amigo y tras despedirse efusivamente con la promesa de
repetir el encuentro, enfila con pasos bamboleantes la acera mientras escucha y
observa, dentro de su nebulosa, cualquier persona o situación que le propicie la ocasión de intervenir, dándole así la oportunidad de continuar su inagotable cháchara.
La caída se desencadena como una
consecuencia lógica, enfrascado en su monólogo interior no ve la diferencia de
altura en la acera, tropieza y cae estrepitosamente.
Rodeado de la gente que ha acudido en
su ayuda, mira desde el suelo el corro de caras recortadas sobre el cielo azul y piensa,
una vez más.
-Uno de estos días, definitivamente, tengo
que dejar de beber.