Una vez más ha llevado su cuerpo al límite en contra del
criterio médico. Nueve meses de larga y metódica espera, aunque esta vez, al contrario
de las anteriores, su embarazo ha transcurrido sin sobresaltos, como si se
hubiera establecido un pacto de no agresión por parte de la criatura que crece
dentro de ella. Las advertencias del riesgo de muerte si volvía a quedarse encinta cayeron en saco roto ante la premura del amor y los años jóvenes que
rompían las esquinas del deseo.
Y una vez más el milagro de la existencia cuajó con
determinación afianzándose en sus entrañas, y ahora, allí está, blanca como la arena del mar, relumbrando entre sus brazos, enganchada a su pecho,
prendida de sus ojos, afianzando el vínculo que establecieron desde que sintió
el primer latido en su vientre.
Lazo indisoluble que persistirá desde entonces y hasta
siempre, abarcando más allá del umbral de la muerte.
La voz que mece su cuna alfombrará su adolescencia,
acompañará años de complicidad y risas, de lágrimas y desconsuelo, de finales y
principios, de aventuras y sueños.
La mujer arrulla a la niña al son de una cadencia que trepida
por la sementera, sudor caliente de julio baña el quicio de la puerta,
recostada en la penumbra, la madre, rumor de noches y alcobas, amamanta a su
pequeña.