miércoles, 5 de agosto de 2020

A mi madre


    


Verano, mes de julio. El calor cerca las casas zumbando como un enjambre de abejas. En la penumbra del cuarto, resguardado del resplandor que abrasa los ojos, donde apenas unas horas antes, se ha colado la vida de rondón, caracoleando en el pelo ensortijado de la niña que ha roto la mañana con un grito carmesí, descansa, exhausta, una mujer.

Una vez más ha llevado su cuerpo al límite en contra del criterio médico. Nueve meses de larga y metódica espera, aunque esta vez, al contrario de las anteriores, su embarazo ha transcurrido sin sobresaltos, como si se hubiera establecido un pacto de no agresión por parte de la criatura que crece dentro de ella. Las advertencias del riesgo de muerte si volvía a quedarse encinta cayeron en saco roto ante la premura del amor y los años jóvenes que rompían las esquinas del deseo.

Y una vez más el milagro de la existencia cuajó con determinación afianzándose en sus entrañas, y ahora, allí está, blanca como la arena del mar, relumbrando entre sus brazos, enganchada a su pecho, prendida de sus ojos, afianzando el vínculo que establecieron desde que sintió el primer latido en su vientre.

Lazo indisoluble que persistirá desde entonces y hasta siempre, abarcando más allá del umbral de la muerte.

La voz que mece su cuna alfombrará su adolescencia, acompañará años de complicidad y risas, de lágrimas y desconsuelo, de finales y principios, de aventuras y sueños.

La mujer arrulla a la niña al son de una cadencia que trepida por la sementera, sudor caliente de julio baña el quicio de la puerta, recostada en la penumbra, la madre, rumor de noches y alcobas, amamanta a su pequeña.