miércoles, 5 de mayo de 2021

La Gran Manzana

 


El gran decorado, cemento, cristal y ladrillo esconde el latido que palpita inquietante y felino por las esquinas de la ciudad. Quien no ha estado nunca ignora la fascinación hipnótica que ejerce sobre los viandantes que inundan sus calles.

He oído muchas opiniones en contra de la capital del mundo. Despierta un odio enconado, muchas veces sin motivo, salvo, la pertenencia a los EE.UU. Rechazados, porque sí. Porque queda bien. Porque es el adversario a batir como todas las civilizaciones dominantes que le han precedido.

Plebeya en sus orígenes. Encumbrada a lo más alto por sus habitantes llegados en oleadas. Fundada por holandeses, fueron siglos después las hordas de inmigrantes venidas desde Irlanda, Italia, Alemania, junto a judíos, afroamericanos recién liberados de la esclavitud, chinos y gentes de todos los lugares que buscaba un futuro mejor, los que contribuyeron a su crecimiento y expansión. De su desesperación nació el espíritu fuerte que anida entre sus paredes.

La odia quién no la conoce y la condenan sin juicio previo, sin argumentos, sin pruebas.

Hay que patear sus pasajes, adentrarse por sus avenidas, aspirar el olor de las especies que aromatizan la carne asada en las parrillas, unido al dulzón del maíz que provoca buscar con urgencia un punto donde sentarse y degustar alguna de las sabrosas viandas que se ofertan en los puestos callejeros. Corrientes de gente se solazan en la 5ª Avenida despejada de coches, convertida en amplio paseo que recuerda a cualquier feria popular de cualquier pueblo del mundo.

Quién la define como inhumana no la conoce. No ha dejado vagabundear sus zapatos por las calzadas silenciosas, limpias y recién regadas que brindan su alma blanca al que se adentra por ellas en la hora temprana del día en que comienza a despertar.

A escasas cuadras del bullicioso Broadway se abren caminos insospechados para deambular dejándose sorprender por espacios recoletos que alternan alturas y estilos.

Impresiona, la primera vez que se visita, las moles inmensas que danzan en puntas disparadas hacia el cielo. El cuello gira en una posición casi inaceptable, forzando cabeza y retina para seguir hasta lo más alto las fantasías arquitectónicas que arañan las nubes.

En contraste, la legendaria iglesia que permanece a su lado con novecientos años de historia. El pequeño cementerio. El humilde jardín. El banco acogedor. Amable como pocas, abre sus puertas y te acoge en sus brazos frescos de río.

Asombra descubrir su humanidad. En las noches de verano palpita la cercanía en Bryan Park, jardín a espaldas de la Biblioteca Nacional que invita a solazarse en su mullida alfombra, cientos de personas olvidados del ajetreo diurno juegan en un gigantesco escenario, hablan, comen y ríen tumbados sobre la hierba o recostados en las sillas que algunos bajan de sus casas junto a manteles, cestas de merienda y juegos para compartir. Se mezclan los que hacen equilibrios sobre una cuerda, los que brincan con el aro o los que lanzan una pequeña pelota liviana y controlada que no molesta a nadie.

A su alrededor, circundando el gran jardín, los ajedrecistas mueven pieza al ritmo de la noche. Al fondo la gran pantalla que convierte el terreno en cine para todos cada fin de semana y que ahora se alza como una bandera blanca de paz y armonía.

No hay que alejarse mucho para descubrir sus contrastes, tenderetes ambulantes que venden sus frutas y verduras, donde la tradición y el negocio familiar permanece asentados en cada mostrador. Las hortalizas verdean sobre las cestas de mimbre. Los tomates escalan en pirámide hacia el cielo azul y los pimientos rojos y verdes hacen un rondón de colores junto a las manzanas de piel tersa y amarilla.

Aquellos que esgrimen que es despiadada, no sabe de la amabilidad de sus gentes. Un día andaba perdida por Harlem decidiendo si subir al metro o seguir recorriendo las calles para encontrar el Apolo, teatro desde donde dieron su salto a la fama grandes músicos o escuchar góspel en los templos abarrotados. Los maniquíes negros me miraban burlones desde los escaparates. Indecisa como estaba, debía mostrar una imagen tal de desconcierto que un habitante del barrio se acercó decidido para preguntarme si necesitaba ayuda. Al principio me sobresalté, había escuchado tantas historias sobre asaltos y violencia que era lógico pensar que el chico grande y fuerte que venía hacía mí no lo hacía con buenas intenciones. Su sonrisa me deslumbró junto a su amable oferta de ayuda.

Hay que descubrir el “Camino de la libertad” que bordea el agua desde el Liberty State Park en Jersey City hasta Ellis Island. Pisar sus baldosas amarillas poseídos por el espíritu de los millones de individuos que atravesaron las puertas con la esperanza puesta en el porvenir.

Oler las flores que pueblan sus múltiples jardines. Quedarse prendido de sus colores. Encontrar en sus estanques, como manos abiertas, nenúfares flotando en el vacío del agua, quedar enganchados del baile al sol de las hojas de sus incontables árboles y disfrutar de su abrazo de gigante, hospitalario y festivo.

Pasear por las orillas del Hudson en New Jersey y descubrir uno de los Sky Lines más conocido y bello. Cruzar el East River por el puente de Brooklyn, adentrarse en sus paseos y perderse en sus parques para mirar desde la otra orilla una de las urbes más filmada del planeta.

No os dejéis engañar por el gran decorado, ladrillo, cristal y cemento. En sus arterias trepida la vida, próxima y gentil, humilde y solidaria, laboral y gozosa. Igual que un caleidoscopio con cada giro de muñeca muestra sus mil caras, desde el Soho al Bronx, desde Queens a Staten Island.

En el centro, la Gran Manzana, viva, cercana y jugosa se nos regala como una tentación.

Ciudad abierta, lejos de chovinismos, de discriminaciones, de tabúes, ofrece su cuerpo gentil con una sonrisa amplia de bienvenida a todo aquel que olvidado de prejuicios decide, por qué no, darle una oportunidad.

No era mi destino favorito, viajera incansable como soy. Ni tan siquiera figuraba en mi lista y ahora quisiera tener ese teletransportador, aun sin inventar, que me trasladara pulsando un botón para darme una vuelta en la mañana silenciosa, cautivada por sus encantos, embriagada por el olor que desprende la hierba mojada con el viento del sur acariciando mi pelo.

Claro que tiene sus zonas peligrosas como toda metrópoli. Yo he tenido el privilegio de pasear por sus barrios de noche y de día adentrándome sin desconfianza y he encontrado, tantas veces como lo he hecho, tranquilidad, sosiego y horizonte. Camino llano y vía expedita para dirigirme a todas partes.

Sí, no os equivocáis, aunque os parezca mentira esa ciudad es Nueva York. Tan sólo hay que saber encontrarla, no hay que escarbar mucho, su corazón late a pie de asfalto en el embrujo de sus calles.