jueves, 5 de octubre de 2023

El pasajero

 


El hombre apostado en la acera alza el brazo. Le observo y ejecuto un giro de ciento ochenta grados. Las ruedas chirrían. Suenan un par de claxon. Protestan por mi brusca maniobra. ¡A mí qué me importa! Me digo. Cada uno a lo suyo. Paro a la altura del individuo. Sube apresurado. Abrigo gris. Sombrero encasquetado hasta las cejas.

—A Corazón de Jesús, 222. Necesito llegar lo antes posible— casi grita. Saca un pañuelo y se seca el sudor.

—¿Quiere que ponga el aire más fuerte?

—No, no hace falta, usted conduzca.

Detengo la mirada en sus rasgos. El tipo comienza a emitir una especie de silbido que le entrecorta la respiración.

—¿Cuánto tardaremos?

El GPS me marca veinte minutos.

—Demasiado tiempo. Acelere. ¡Necesito llegar ya!

Vuelvo a escrutar su rostro. —¿Usted ha vivido siempre en esta ciudad?

 —Siempre, pero... eso ¿a qué viene? Deje de mirarme y céntrese en conducir.

El pasajero ha caído en una especie de sopor y su cabeza se bambolea con cada movimiento del coche. Estudio sus rasgos. Cada vez estoy más seguro. Es él. Sin duda. ¡Ya te tengo cabrón! Freno bruscamente. El pasajero despierta del letargo que le ha alejado de la realidad.

—Oiga ¿qué hace? —masculla entrecortado—. Este no es el camino ¿No me escucha? Necesito llegar al hospital, me estoy asfixiando.

El pasajero comienza a golpear el cristal de protección sin dejar de resollar.

¡Tengo que llegar al hospital! ¿No me oye? ¡Por Dios! ¡Escúcheme!

Paladeo su desesperación, semejante a la mía cuando reconocí el cadáver de mi hijo en la morgue. Me recreo en los sonidos, cada vez más débiles, que emite su garganta. Mis gemidos rebotan aun por las paredes de mi casa a pesar de los años transcurridos. Miro sus ojos desorbitados. Quiero que su agonía se prolongue. Apenas respira. No debiste abandonar a mi hijo después de atropellarlo ¡Maldito seas!

         Paro el coche. Bajo y abro su puerta.

         ¿Por qué? Dice.

         Percibo cómo se derrumba. Se arrastra al exterior con dificultad. Boquea como un pez moribundo.

         —¿Por qué? — Un estertor prolongado estrangula su garganta.

         Yo contemplo su larga agonía, me solazo en ella como en el mejor espectáculo del mundo…

         Una sonrisa acude a mi boca y me quedo allí, de brazos cruzados, acariciado por el tibio sol de la mañana.