El
hombre apostado en la acera alza el brazo. Le observo y ejecuto un giro de
ciento ochenta grados. Las ruedas chirrían. Suenan un par de claxon. Protestan
por mi brusca maniobra. ¡A mí qué me importa! Me digo. Cada uno a lo suyo. Paro
a la altura del individuo. Sube apresurado. Abrigo gris. Sombrero encasquetado
hasta las cejas.
—A
Corazón de Jesús, 222. Necesito llegar lo antes posible— casi grita. Saca un
pañuelo y se seca el sudor.
—¿Quiere
que ponga el aire más fuerte?
—No,
no hace falta, usted conduzca.
Detengo
la mirada en sus rasgos. El tipo comienza a emitir una especie de silbido que
le entrecorta la respiración.
—¿Cuánto
tardaremos?
El
GPS me marca veinte minutos.
—Demasiado
tiempo. Acelere. ¡Necesito llegar ya!
Vuelvo
a escrutar su rostro. —¿Usted ha vivido siempre en esta ciudad?
—Siempre, pero... eso ¿a qué viene? Deje de
mirarme y céntrese en conducir.
El
pasajero ha caído en una especie de sopor y su cabeza se bambolea con cada
movimiento del coche. Estudio sus rasgos. Cada vez estoy más seguro. Es él. Sin
duda. ¡Ya te tengo cabrón! Freno bruscamente. El pasajero despierta del letargo
que le ha alejado de la realidad.
—Oiga ¿qué hace? —masculla entrecortado—. Este no es el camino ¿No me escucha?
Necesito llegar al hospital, me estoy asfixiando.
El
pasajero comienza a golpear el cristal de protección sin dejar de resollar.
—¡Tengo
que llegar al hospital! ¿No me oye? ¡Por Dios! ¡Escúcheme!
Paladeo
su desesperación, semejante a la mía cuando reconocí el cadáver de mi hijo en
la morgue. Me recreo en los sonidos, cada vez más débiles, que emite su
garganta. Mis gemidos rebotan aun por las paredes de mi casa a pesar de los
años transcurridos. Miro sus ojos desorbitados. Quiero que su agonía se
prolongue. Apenas respira. No debiste abandonar a mi hijo después de
atropellarlo ¡Maldito seas!
Paro el coche. Bajo y abro su puerta.
¿Por qué? Dice.
Percibo cómo se derrumba. Se arrastra
al exterior con dificultad. Boquea como un pez moribundo.
—¿Por qué? — Un estertor prolongado
estrangula su garganta.
Yo contemplo su larga agonía, me solazo
en ella como en el mejor espectáculo del mundo…
Una sonrisa acude a mi boca y me quedo
allí, de brazos cruzados, acariciado por el tibio sol de la mañana.