jueves, 14 de noviembre de 2019

Rituales




Soy consciente de que últimamente abordo mucho este tema visto desde distintos ángulos. Podría pensar que es por miedo, por inseguridad, por estar más cerca del final que del principio o por muchas otras variables parecidas.

Converso conmigo, me miro de frente, desde el interior, y sí, es posible que estos motivos sean los detonantes de mis pensamientos más recientes. Podrían serlo si no me hubieran acompañado siempre.

Desde la infancia he sabido que aquello que consideramos nuestro puede desaparecer de un plumazo, y esto me hacía valorar lo que tenía. Es probable, no lo niego, que este sentimiento provenga de haber sido una niña de posguerra. No tan próxima a ella como para sufrir las carencias materiales de los que la padecieron en primera persona, pero sí alcanzada por los torpedos de los que la habían vivido, en un recuerdo casi constante de mis primeros años.

Se me inculcó a machamartillo, sin imposiciones, que había que cuidar los alimentos que tomábamos, aprovechando la última miga. Cuando el pan caía al suelo se le daba un beso, se sacudía un poco y a la mesa. Bien es verdad que los suelos estaban limpios como patenas.

Se escurrían las botellas hasta que no quedaba una gota. Con el residual de los fritos, se fabricaba jabón. Dábamos gracias todos los días por los alimentos qué íbamos a tomar. En casa invariablemente había un pequeño almacén de comida “por lo que pudiera pasar”. Me enseñaron a pelar pegadito el cuchillo a la piel sacándola fina como el celofán para retirar la menor cantidad de pulpa o carne de los frutos. Escuché incontables historias sobre la conversión de un jardín en huerto para sobrevivir, o cómo hacer un guiso sabroso con mondas de patata.  Oí hablar estremecida de los niños más débiles que habían muerto de hambre.

Nadie fue mezquino conmigo, al contrario, disfrutábamos de lo que teníamos al cien por cien: “Porque nunca se sabe qué nos depara el mañana” y había que aprovechar cada segundo a nuestra disposición.

De ahí, creo, este mirar desde el ahora, agradecida con lo que tengo. Despertando con la ilusión de que todo esté igual, que continúe el orden establecido, que se repitan los rituales en esta cadena de cosas por hacer. Desde los más mecánicos del aseo personal, compras, limpieza de la casa, paseos por la ciudad, hasta los extraordinarios que a menudo me regala la vida. Todos se convierten en un gran éxito.

Quizás porque en mi cabeza, muy proclive a llenarse de imágenes, se alternan lo que ven mis ojos con las otras realidades que suceden en paralelo y que nos muestra esa caja de verter negatividad desde los cuatro puntos del orbe. Guerras, muertes, cataclismos climáticos, desapariciones, torturas, en un anuncio continuo de la perversión del Planeta.

Curiosamente les debo a ellos, los agoreros de la vida, junto a las vivencias que me transmitieron en la niñez, este estrenar cada día, éste disfrutar en la dulce cotidianidad. Rutinas que parece que nadie es capaz de cambiar y por las cuales mucha gente se desespera, yo las disfruto como un tesoro incalculable,  que no inagotable.

Al mismo tiempo me gusta la aventura y exprimo cada acontecimiento hasta el máximo.

Soy aventurera por naturaleza y cambio el universo a mi alcance. Busco caminos diferentes, nuevas experiencias, supero retos y me entronco con los caminos de la tierra buceando en sus rincones.

Una vez más en esta mañana que para muchos sería rutinaria, sosa, parecida a la de ayer y a la de mañana, aletea una sonrisa en mis labios y deambulo por la casa inmersa en estas tareas repetidas con la alegría de saber que nada ha cambiado. Que la vida continúa su marcha sosegada y uniforme. Que de nuevo mis ojos contemplan la luz, mis manos abarcan el mundo y mi corazón late alegre dándole gracias a la vida, como decía Alberto Cortez, por haberme dado tanto.