viernes, 29 de noviembre de 2013

El sueño entrecortado




Cuando María despojada de vergüenza lanza los brazos al aire y comienza a contonearse lentamente con movimientos lúdico-sensuales la sonrisa amplia asomando imparable, alguien muy cercano le dice entre bromas y veras -¡Vamos! Que tú ya eres una persona mayor-

El reproche se le clava a María en los oídos y el entendimiento y allí se queda rebotando como una pelota loca aunque, no cambia ni un ápice el gesto. En las horas siguientes vuelve a ella la molesta desazón cuando escucha de nuevo en su cabeza -“Tú ya eres mayor”-. Mayor… repite mecánicamente la mente.

¿Mayor? Es cierto que ya no cumple lo cincuenta, y cierto también que la vida le impone límites, pero de ahí a darse por vencida a cortar ella misma sus metas y arrumbarse en un sofá hay una enorme diferencia. Aun así le ha calado más hondo de lo que ella creía la aseveración de Miguel, sabe que en el fondo lo que él quiere es acortar distancia, hacerla a ella mayor para reducir los casi diez años que la lleva, a pesar de ello por la noche cuando la verdad crece extendida en la ineludible cita diaria donde se procesa lo vivido y lo por vivir María analiza lentamente paladeando el regusto verdinegro del silencio.

 Claudica la voluntad en la pendiente resbaladiza del amanecer aún sin luz y avienta el alma sus espantos en conversación íntima con nadie.

Quizás Miguel tiene razón…

María por supuesto conoce que es mayor. ¿Sabes –le dice al vacío- en qué noto que soy una persona mayor? En que me despierto por las noches. Antes cuando niña, cuando joven, mi sueño era plácido, de un tirón, cerraba los ojos y los abría a la mañana siguiente dónde me daba cuenta de que la vida volvía otra vez hecha fuerza convertida en luz empujando con apremio la existencia.  Ahora no, ahora me despierto varias veces y la noche se alarga interminable como el desperezo de un gran gato negro.

Es curioso porque María empezó a ser mayor después de la muerte de su madre, sucedió de golpe, sin previo aviso, sobrevino como todo lo que nos acecha creciendo entre las sombras en espera del momento oportuno para emerger. A pesar de tener cincuenta y tantos largos años, antes de morir su madre María seguía siendo para todo el mundo joven, nadie la llamaba señora cuando iba a los lugares, la llamaban de tú y la trataban como a una… no voy a decir adolescente, pero sí como alguien que todavía no ha traspasado la barrera donde se empieza a llamar de usted a las personas, no en señal de respeto, sino como un signo de senectud, de alejamiento.

Fue justo después de la muerte de su madre que la empezaron a decir señora y a llamarla de usted. Y saltó la barrera.

Acaso fue el cansancio que reflejaba su cara, tal vez era el esfuerzo que tenía que hacer para remontar y vivir el día a día con el dolor de enfrentarse a su pérdida, algún extraño mecanismo actuó en ella de cara al exterior y lo cierto, lo cierto es, que a partir de la muerte de su madre María empezó a ser una señora mayor.

Es como si al desaparecer su madre María hubiera cogido su lugar, ya no había una generación por delante, pasó de improviso a ser “esa” generación, a partir de aquel momento ella estaba en cabeza, estaba en primera fila.

Además de eso su madre le dejó muchas cosas, le dejó la sonrisa que extiende a su alrededor como el halo de luz de un faro en la tormenta, le dejó la extraordinaria comunicación que practicaba sutil con cuantos vivían o simplemente pasaban a su lado, los almendrados ojos color miel ejercían una poderosa fascinación sobre aquel que los posaba con su mirada profunda, hipnótica, al mismo tiempo que asentía con la cabeza acompañando cada gesto con una hermosa sonrisa.

Casi sin darse cuenta ocupó su lugar y empezó a hablar con la gente del barrio y a relacionarse en la calle y a ser reconocida como lo era su madre. Habla a través de su voz, ciñe con sus brazos, mira con sus ojos el viejo barrio que tantas veces la vio pasar…. y ahora es María la que se para con todo aquel que demanda su atención, detecta la solitaria soledad del anciano que desgaja en silencio con la mirada perdida en el ayer sus últimos  días de sol y paseo, orienta con cariño a la invidente que extiende su bastón al aire cual rama pendular que descubre el camino diario y esquivo, deja que se cuelguen de su brazo frágiles y tiernas figuras mientras abre sus oídos para escuchar con una actitud atenta la historia tantas veces repetida en una larga acera de pasos cortos y fatigados.

Se le ha quedado su impronta, acrecentada, crecida con su ausencia, y es María la que ahora transmite cariño y alegría, la que tiene el halo especial que tenía ella y lo desarrolla y cultiva buscando encontrar en su fiel reflejo la tibia caricia del contacto con su madre.

Miguel le ha dicho en un juego dispar intentando destensar el arco que distancia sus edades. - ¡Es que eres mayor! -

María es consciente de que ha vivido unos cuantos años, aunque no se siente por esa razón mayor en el término peyorativo que ha deslizado maliciosamente Miguel en sus oídos, porque sus andares sus movimientos eso que llaman el look no es el de una señora mayor, ni su cuerpo y sobre todo y más que todo la mente y el espíritu y esto se traslada al exterior como en un retrato de Dorian Grey invertido.

El tiempo, fiel aliado en todas las batallas ha pasado desdibujando y aplacando sentimientos y el tiempo que ha pasado desde la muerte de su madre la ha ayudado a recuperarse. Con el paso de los años ha vuelto a ser ella.

Aunque desde que su madre se fue María pasó a ser una “señora”, a pesar de eso conserva y potencia lo que ella le ha dejado, su personalidad limpia e inocente, la lozana tersura de la piel, la frescura del amanecer cuajado de rocío, la fragancia del campo mojado por la lluvia, la ingenuidad que persiste en María a pesar de todo lo vivido, su sencillez, su transparencia, la que su madre tuvo durante toda la vida y que ahora como el mejor de los regalos se lo ha cedido a ella.

Por eso y a pesar de que se despierta por las noches porque su sueño no dura desde que cierra los ojos hasta que los abre consciente entonces de que empieza un nuevo día, recoge y guarda en ella la impronta de juventud, de esperanza, de vida, de alegría, de ilusión, atesora y potencia la ingenuidad alocada que vive junto a esta otra señora mayor que se despierta por las noches.   


                                                   

jueves, 14 de noviembre de 2013

Estampas



El olor a churros taladra la calle estrecha y larga deteniéndose colgado en nubecillas imperceptibles salvo para el olfato que anticipa el gusto de paladear golosamente la masa crujiente.

Al fondo, cubriendo toda la calle el plato blanco y brillante deja apenas un retazo borroso a su alrededor, cielo, paredes de ladrillo, aceras, el trocito de un escaparate dormido. La luna llena que compite con el día aún por llegar marca su huella profunda y deja su rastro en un rielar sin mar sobre el asfalto mojado por el riego de las mangueras noctámbulas. 10 de Enero… “Con la luna de Enero me has comparado, que es la luna llena más grande de todo el año”.

El paisaje diario de su despertar, las primeras imágenes que saltan a sus ojos después de atravesar el oscuro portal que la deposita de golpe en el mundo de la realidad tras una noche liviana de sueños. Al doblar la esquina un aire limpio y amable sacude su pelo refrescándole la cara, la cabeza se yergue altiva al encuentro de la mañana, el paso firme y apresurado, el taconeo resuelto rebota en la calle vacía, pasillo estrecho plateado de luz.

 No puede por menos que sonreír. Sonríe a la vida que se estrena un día más. A la luna que sale a recibirla, constante compañera de sus pasos. Al viento, que impulsa su camino. Las notas de una canción vienen a su cabeza, la tararea bajito, sonriendo ¡¡Tira p’alante, que empujan atrás!!

Mira el reloj y arranca a correr, el autobús está a punto de pasar, atrás quedan el fulgor de la luna el olorcillo a churros y la calle mojada. Sin dejar de correr desemboca en la arteria principal, algunos madrugadores como ella se apresuran hacia el trabajo. En la esquina, frente al quiosco de periódicos la misma mujer pasea al mismo perrillo de todos los días, los dos con aire de fastidio, hace frío para salir a estas horas, pero…qué se le va a hacer, se dicen mutuamente con la mirada mientras arrastran los pies cansinos, no hay otro remedio…

En el vestíbulo del banco, dos mendigos, una pareja que se ha dado calor durante la noche envueltos en cartones los recogen sin mucha premura, los apilan con cuidado en la parte trasera del puesto de la ONCE con la leve esperanza de que hoy no se los tiren y puedan usarlos de nuevo por la noche.

En la fuente que preside la glorieta un hombre se lava la cara, todavía conserva los rasgos de quien ha sido, pronto el paso de los días le absorberá en el torbellino de los sin techo transmutando la expresión de su rostro, sus pies, sus cabellos, sus zapatos, sus ropas, caerá inevitablemente en el remolino que invade y transforma haciendo de un ciudadano decente un mendigo, un desarrapado al que todos esquivan. Por el momento él se atusa el pelo y lava sus manos con energía buscando en el reflejo del agua su normalidad.

Más allá un corredor de fondo entrena ensimismado, como cada día pasa haciendo su ruta un dos un dos, los brazos al compás de las piernas, rítmico, sereno, imperturbable, un dos, un dos se pierde calle abajo.

El director del banco de la esquina llega religiosamente como cada mañana el primero y en mangas de camisa, haga frío o calor llueva o truene es su atuendo habitual, a continuación, escoge entre las distintas llaves la que introducir primero para, paso a paso, abrir la gran puerta que le da acceso al pequeño despacho donde esperará la hora oficial de apertura tomándose quizás un café de máquina mientras hojea los últimos apuntes que dejó ayer pendientes.

El cielo va aclarando, por el Este aparece una voluta rosada que se deshilacha sobre el gris plomizo del amanecer. Los escasos coches que transitan transportan de uno en uno rostros vacíos atados a unas manos que conducen mecánicamente, un bostezo, una mirada lánguida, los ojos fijos en el semáforo ¡verde! y arrancan en un gesto reflejo mirando hacia la nada.

El autobús ofrece a la vista por unos momentos su panza iluminada, dentro, sentado en el mismo lugar el mismo perfil barbudo, la misma chica que da un último retoque a los labios, el muchacho que llega corriendo con el periódico gratuito acabado de coger del montón recién abierto que ofrecen en la parada del metro un par de chavales con gorras naranjas de ojos enrojecidos por el sueño.

El hombre parado en la esquina mira el reloj impaciente y vuelve a escrutar una y otra vez la  arteria vacía, consulta el reloj y hace un gesto de impaciencia, -Todavía no llegan, será que hoy no le recogen……..En ese momento aparece como una exhalación el gran autocar que frena estrepitosamente en la parada, es el vehículo salvador, del frío, de la espera, de la duda, nunca sabe a ciencia cierta si ha llegado a tiempo o habrá pasado justo un  minuto antes de que ella alcanzara el punto de encuentro. Sube y se adentra en el confortable calorcito, en la oscuridad acogedora todos duermen reteniendo el sueño justo hasta el momento de llegar al trabajo.

Lucía se arrebuja en su sitio favorito contemplando a través de los cristales las estampas diarias que se desarrollan ante su vista: la escolar adolescente que pasea al cachorrillo blanco casi de algodón; el ejecutivo que desayuna solitario en la cafetería del hotel; el cartel de Detectives Privados (Nos enteramos de todo y se lo contamos) que siempre llama su atención. ¿Qué tipo de persona, se pregunta, se sentará frente al detective para contarle vete tú a saber qué asunto escabroso por desentrañar?

 Un poco más abajo el gran surtidor, dormida ahora su catarata de agua, les introduce en el paseo del parque. Sus ojos se detienen en los grandes árboles, gigantes del bosque atrapados en la ciudad. En los primorosos jardines dibujados con flores de invierno y verdes setos que se pierden en laberintos inconclusos. En la tropa de jardineros que comienzan su cometido diseminándose por las estrechas sendas cargando rastrillos, empujando carretillas, tirando de las gomas de riego que se desenroscan cual serpientes, ejército eficaz y  desconocido para los que aún deslían a salvo en sus casas el ovillo de los sueños.

Pasan después por la glorieta del Maestro. Otra vez le han tirado pintura sobre la capa, parece que alguien está empeñado en que este pequeño homenaje a los buenos maestros cuente en esa mancha de pintura, que los malos maestros también existen.

La luz va ganando poco a poco terreno a la oscuridad, al llegar al río la temperatura baja de golpe seis grados, es la humedad de la umbría del puente que guarda bajo su sombra el “no pasarán” del tiempo sórdido en el que los madrileños de ambos bandos desangraban sus corazones en la lucha fratricida. Se pierde el recuerdo empujado por la voz que le cuenta - “De pequeño yo venía con mis amigos, nos tirábamos agarrados de una cuerda al agua, el estanque era profundo y no sabíamos nadar, luego soltábamos las manos y braceábamos desesperados hasta agarrarnos, muertos de risa, a los aros de hierro empotrados en la piedra ¡qué bien lo pasábamos!”.

La voz se diluye entre los pinos y las retamas, la alta tapia oculta parte del bosque que de vez en cuando se deja ver a través de las grietas que el paso del tiempo ha arrancado a dentelladas, un gazapillo atraviesa como una exhalación y el autocar sigue impasible su marcha por la gran avenida que conduce a la carretera moteada por los faros de los coches.

 La claridad es ahora dueña del paisaje, no se distinguen las estrellas, la luna cede el paso ocultándose con pereza, el final del viaje se acerca y a lo lejos comienzan a distinguirse los edificios blancos con grandes letras sobre la fachada y las puertas flanqueadas por barreras. La gente se despereza se oye algún que otro bostezo alguna palabra suelta y el rumor de la actividad que comienza. Al bajar del autobús el sol calienta con su tibia lengua al reguero de personas que entrecruzan experiencias, se cuentan cómo les fue el día, hablan de las próximas vacaciones, comparten alguna que otra risa y avanzando se orientan cada uno hacia su puesto.

Un fulgor dorado baña los edificios salpicando de reflejos multicolores los tejados, la humedad de la noche levanta olor a tierra mojada en los prados verdes salpicados de flores de invierno, el cervatillo de bronce da los buenos días, los patos se lanzan en una carrera loca por el césped persiguiendo el amor en una pobre pata que huye despavorida llenando de graznidos el silencio de la mañana y el gatito negro de piel brillante y ojos verdes sale a su encuentro buscando su ración diaria de caricias.


viernes, 1 de noviembre de 2013

Inmersión



Sumergirme, llenarme toda yo del agua sagrada que espanta miserias, el polvo invasor huye en desbandada loca dejando en su abandono respirar la piel a sus anchas, el agua, bendito elemento atronador y efímero pasea su lengua de cristal, me posee con su cálido deslizar adentrándose por todo resquicio, inunda, empuja suave y entra tomando posesión de cada poro de la piel, de cada orificio, penetra en tromba por los túneles negros que abren sus compuertas y el líquido burlesco se cuela de rondón en el baile que acomete el cuerpo zambullido envuelto y poseído en el profundo pozo, inundado de placer.