El gran decorado, cemento, cristal y
ladrillo esconde el latido que palpita inquietante y felino por las esquinas de
la ciudad. Quien no ha estado nunca ignora la fascinación hipnótica que ejerce
sobre los viandantes que inundan sus calles.
He oído muchas opiniones en contra de
la capital del mundo. Despierta un odio enconado, muchas veces sin motivo,
salvo, la pertenencia a los EE.UU. Rechazados, porque sí. Porque queda bien.
Porque es el adversario a batir como todas las civilizaciones dominantes que
le han precedido.
Plebeya en sus orígenes. Encumbrada a
lo más alto por sus habitantes llegados en oleadas. Fundada por holandeses,
fueron siglos después las hordas de inmigrantes venidas desde Irlanda, Italia,
Alemania, junto a judíos, afroamericanos recién liberados de la esclavitud,
chinos y gentes de todos los lugares que buscaba un futuro mejor, los que
contribuyeron a su crecimiento y expansión. De su desesperación nació el
espíritu fuerte que anida entre sus paredes.
La odia quién no la conoce y la condenan
sin juicio previo, sin argumentos, sin pruebas.
Hay que patear sus pasajes,
adentrarse por sus avenidas, aspirar el olor de las especies que aromatizan la
carne asada en las parrillas, unido al dulzón del maíz que provoca buscar con
urgencia un punto donde sentarse y degustar alguna de las sabrosas viandas que
se ofertan en los puestos callejeros. Corrientes de gente se solazan en la 5ª
Avenida despejada de coches, convertida en amplio paseo que recuerda a
cualquier feria popular de cualquier pueblo del mundo.
Quién la define como inhumana no la
conoce. No ha dejado vagabundear sus zapatos por las calzadas silenciosas,
limpias y recién regadas que brindan su alma blanca al que se adentra por ellas
en la hora temprana del día en que comienza a despertar.
A escasas cuadras del bullicioso
Broadway se abren caminos insospechados para deambular dejándose sorprender por
espacios recoletos que alternan alturas y estilos.
Impresiona, la primera vez que se
visita, las moles inmensas que danzan en puntas disparadas hacia el cielo. El
cuello gira en una posición casi inaceptable, forzando cabeza y retina para
seguir hasta lo más alto las fantasías arquitectónicas que arañan las nubes.
En contraste, la legendaria iglesia
que permanece a su lado con novecientos años de historia. El pequeño
cementerio. El humilde jardín. El banco acogedor. Amable como pocas, abre sus
puertas y te acoge en sus brazos frescos de río.
Asombra descubrir su humanidad. En
las noches de verano palpita la cercanía en Bryan Park, jardín a espaldas de la
Biblioteca Nacional que invita a solazarse en su mullida alfombra, cientos de
personas olvidados del ajetreo diurno juegan en un gigantesco escenario,
hablan, comen y ríen tumbados sobre la hierba o recostados en las sillas que
algunos bajan de sus casas junto a manteles, cestas de merienda y juegos para
compartir. Se mezclan los que hacen equilibrios sobre una cuerda, los que brincan con el aro o los que lanzan una pequeña pelota liviana y controlada que
no molesta a nadie.
A su alrededor, circundando el gran
jardín, los ajedrecistas mueven pieza al ritmo de la noche. Al fondo
la gran pantalla que convierte el terreno en cine para todos cada fin de semana
y que ahora se alza como una bandera blanca de paz y armonía.
No hay que alejarse mucho para
descubrir sus contrastes, tenderetes ambulantes que venden sus frutas y
verduras, donde la tradición y el negocio familiar permanece asentados en cada mostrador.
Las hortalizas verdean sobre las cestas de mimbre. Los tomates escalan en
pirámide hacia el cielo azul y los pimientos rojos y verdes hacen un rondón de
colores junto a las manzanas de piel tersa y amarilla.
Aquellos que esgrimen que es despiadada,
no sabe de la amabilidad de sus gentes. Un día andaba perdida por Harlem
decidiendo si subir al metro o seguir recorriendo las calles para encontrar el Apolo,
teatro desde donde dieron su salto a la fama grandes músicos o escuchar góspel
en los templos abarrotados. Los maniquíes negros me miraban burlones desde los
escaparates. Indecisa como estaba, debía mostrar una imagen tal de desconcierto
que un habitante del barrio se acercó decidido para preguntarme si necesitaba
ayuda. Al principio me sobresalté, había escuchado tantas historias sobre asaltos y violencia que era lógico pensar que el chico grande y
fuerte que venía hacía mí no lo hacía con buenas intenciones. Su sonrisa me
deslumbró junto a su amable oferta de ayuda.
Hay que descubrir el “Camino de la
libertad” que bordea el agua desde el Liberty State Park en Jersey City hasta
Ellis Island. Pisar sus baldosas amarillas poseídos por el espíritu de los
millones de individuos que atravesaron las puertas con la esperanza puesta en el
porvenir.
Oler las flores que pueblan sus
múltiples jardines. Quedarse prendido de sus colores. Encontrar en sus
estanques, como manos abiertas, nenúfares flotando en el vacío del agua, quedar
enganchados del baile al sol de las hojas de sus incontables árboles y
disfrutar de su abrazo de gigante, hospitalario y festivo.
Pasear por las orillas del Hudson en
New Jersey y descubrir uno de los Sky Lines más conocido y bello. Cruzar el
East River por el puente de Brooklyn, adentrarse en sus paseos y perderse en
sus parques para mirar desde la otra orilla una de las urbes más filmada del planeta.
No os dejéis engañar por el gran
decorado, ladrillo, cristal y cemento. En sus arterias trepida la vida, próxima
y gentil, humilde y solidaria, laboral y gozosa. Igual que un caleidoscopio con cada giro de muñeca muestra sus mil caras, desde el Soho al Bronx, desde
Queens a Staten Island.
En el centro, la Gran Manzana, viva,
cercana y jugosa se nos regala como una tentación.
Ciudad abierta, lejos de chovinismos,
de discriminaciones, de tabúes, ofrece su cuerpo gentil con una sonrisa amplia
de bienvenida a todo aquel que olvidado de prejuicios decide, por qué no, darle
una oportunidad.
No era mi destino favorito, viajera
incansable como soy. Ni tan siquiera figuraba en mi lista y ahora quisiera
tener ese teletransportador, aun sin inventar, que me trasladara pulsando un botón para darme una vuelta en la mañana
silenciosa, cautivada por sus encantos, embriagada por el olor que desprende la
hierba mojada con el viento del sur acariciando mi pelo.
Claro que tiene sus zonas peligrosas
como toda metrópoli. Yo he tenido el privilegio de pasear por sus barrios de
noche y de día adentrándome sin desconfianza y he encontrado, tantas veces como
lo he hecho, tranquilidad, sosiego y horizonte. Camino llano y vía expedita
para dirigirme a todas partes.
Sí, no os equivocáis, aunque os
parezca mentira esa ciudad es Nueva York. Tan sólo hay que saber encontrarla,
no hay que escarbar mucho, su corazón late a pie de asfalto en el embrujo de
sus calles.