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jueves, 5 de agosto de 2021

El poder de los años

 


Me siento poderosa al cumplir años. Es como pasar a una etapa distinta en el juego de la existencia. Juego de encuentros y desencuentros. De certidumbres y pasión. De esperanzas y sueños.

Me siento fuerte por haber vivido las fases que me han traído hasta aquí a través de esas mujeres que dejaron de ser yo.

¿Qué le diría a la niña que retozaba despreocupada con la vida por delante? ¿Qué le contaría a la adolescente que se abría al amor como una granada madura? ¿Qué le revelaría a la joven que se embarcó en un proyecto febril y aventurero para quedarse después estancada en un mundo opaco de silencios? ¿De qué le informaría a la hembra en sazón que decidió abrir la puerta y partirse el pecho en una partida que al final quedó en nada? ¿Qué le diría a esa madre brava que se reconstruyó tantas veces basándose en la experiencia de las que la habían precedido?

Peldaños cada una de ellas. Eslabones. Pasos que me han traído hasta el presente hermoso que disfruto. Por eso me siente poderosa. Con el correr del tiempo soy consciente de mi avance.

Me sienta bien cumplir años y ascender a una nueva escala en un nivel avanzado de mi videojuego personal. Tableros móviles donde se sortean obstáculos o recoges flores, donde monstruos volátiles lanzan estrellas que te revientan en la cara desdibujando los objetivos. En otras, surgen bolas que se destruyen, estallan y forman un universo multicolor. Ocasionalmente retrocedes y caes quedándote enganchado en repeticiones sucesivas hasta que, una vez aprendida la lección, superas el escollo y alcanzas la meta.

Y qué fácil resulta, si insistes en el empeño, hacerlo de principio a fin. Sin estrés, sin presión, sin agobio, resuelves uno a uno los enigmas, esta vez sí, disfrutando plenamente de cada situación que se te presenta.

Ahora, desde esta plataforma de mis setenta años me siento dichosa. Un sentimiento que quizás no sea compartido, o quizás sí. Para algunos los años son un freno. Yo me construyo, me deconstruyo y me vuelvo a construir en esta recreación singular, en esta oportunidad única que me brinda la aventura de vivir.

¿Qué le diría la anciana del futuro a esta dama que camina por Recoletos descubriendo la caricia del sol con el alma abierta, el corazón alborotado y la pujanza de la sangre corriendo por sus venas?

Es muy diferente sentirse poderosa a empoderada. Esa palabreja que se utiliza tanto últimamente. Hay una diferencia abismal. Una mujer poderosa se ha hecho a sí misma, la fuerza emana de ella. No necesita de nadie que la aúpe ni la encumbre. No necesita que alguien le diga que forma parte de un movimiento especial. El individuo puede ser bizarro en sí mismo. Sin estigmas. Sin consignas. Sin supuestas ayudas que los abanderados de la causa utilizan, en muchos casos, para auparse a la hegemonía y alcanzar así un dominio que utilizan solamente en su provecho. Poder político, mercantil, dictatorial, ejercido contra los intereses de las personas que se supone tendrían que estar sirviendo.

Esa es la gran diferencia. Yo me siento y soy poderosa. Nadie tiene que encumbrarme a ningún estado ni lugar. Lo que he hecho hasta aquí y lo que he conseguido, se lo debo a mis manos, a mi cerebro, a mi esfuerzo y a lo que he recibido de mis ancestros. Generaciones predecesoras de sus días que me han legado sus genes. Que me han transmitido con sus vivencias, su proximidad, su esfuerzo, su lucha, su dedicación, sus derrotas y triunfos, sus caídas y resurgimientos, que lo que somos y obtenemos lo hacemos por nosotros mismos. Nuestras ganas son el motor y nuestra cabeza la nave que nos ayuda a transitar por la Tierra.

Por eso hoy sonrío al mundo y levanto la mirada al cielo con el orgullo de haber llegado hasta aquí, feliz con mis sentimientos. Dueña de todo y de nada abarco radiante la proyección de esta mujer que continúa afianzando bases para seguir creciendo.



viernes, 5 de marzo de 2021

El mal ajeno


Me sorprende el comienzo del año reflexionando sobre un asunto que me ha intranquilizado por desconcertante. Una pregunta me ronda y da vueltas dentro de mi cabeza sin que pueda despegarme de ella. ¿Por qué la mayoría de las personas se alegran del mal ajeno? ¿Qué réditos perciben de esa satisfacción generada por la desgracia del otro?

No aparece gratuitamente esta pregunta en mi cabeza, ni me ronda por casualidad. Simplemente he escuchado a alguien muy cercano a mí alegrarse de las desgracias que le sucedían a un pariente desaparecido hace algunos años y que ha recurrido a ellos en estos días de soledades y lejanías para acercarse, más que nada para poder contarles su desamparo, sus heridas, sus desconsuelos.

Yo admito, hasta ahí llego, que sí alguien nos abandonó, o nos abandonamos mutuamente porque no existía entendimiento. Si alguna de estas personas que no han querido saber nada de nosotros durante años hace acto de presencia para que le sirvamos de paño de lágrimas, o como confidente porque ningún otro oído presta atención a sus palabras. Si alguien se ha arrinconado y se ha convertido en una isla. Cuando decide aparecer unilateralmente, comprendo, que no es preciso atenderla. Incluso se puede inventar una excusa para colgar y seguir en la posición anterior sin deterioro de la tranquilidad espiritual que nos ha acompañado durante el tiempo que no ha existido en nuestras vidas.

Esto suele pasar con la familia, a veces. Hermanos, hijos, padres, que por no escogidos no tienen por qué congeniar y convertirse en compañeros de vida. En el momento que la causa familiar de convivencia desaparece, cada uno toma su rumbo y los caminos se dispersan.

Más difícil es concebir que se atienda la llamada, se oigan las tribulaciones por las cuales está pasando esa persona, quizás con lazos de sangre, esos que no marcan ni determinan pero que dejan huella en nuestras vidas. Como digo, si alguien presta oídos, responde y acepta las confidencias, después, está en todo su derecho de seguir indiferente al reclamo que lanzan ahora por conveniencia.

Mi desconcierto es, cuando, además, se produce un sentimiento de alegría por el mal ajeno. Alegrarse del mal ajeno, algo que no entra en mi manera de pensar-sentir-ser. Jamás he tenido ese sentimiento tan miserable. ¿Cómo es posible nutrir la alegría de uno con el dolor de otro? ¿Cómo se puede basar la satisfacción propia en las desdichas ajenas?

Después de la perplejidad sólo me ha quedado una sensación de vergüenza mezclado con el desencanto que resta puntos al saldo de los valores humanos en general y a la persona que me ha contado la anécdota riendo satisfecha, en particular.

Cada jornada se aprenden insólitas lecciones que invariablemente, si sabemos descubrirlo, aportan mayor conocimiento y nuevas herramientas para enfrentarnos a la extraordinaria y contradictoria aventura de vivir.

 


domingo, 5 de abril de 2020

Todo en la vida nos prepara para el paso siguiente


Hoy tengo que escribir sobre lo que no quiero, hoy se me desgarra el alma en cada trazo.

No quiero ser altavoz de lo que sucede, ni multiplicar en mi voz tanta desgracia, resuena en mi interior cada sollozo, lloro cada pérdida, cada despedida sin nadie que pueda dar consuelo o acompañar en sus últimas horas a los muertos. 

Peleo junto a los que a costa de su exposición, mantienen el motor del país en ralentí, trabajando a destajo en hospitales, supermercados, centros de alimentación, cultivos, servicios de limpieza, cadenas de transmisión, repartidores, policías, laboratorios, investigadores, militares, fuerzas de seguridad, industrias, carreteras, voluntarios que acuden allá dónde se les necesita. Todo por el bien común. Jugándosela en su apoyo a los días de encierro solidario. Sin ellos no sería posible.

Los políticos son un capítulo aparte. Se equivocan, aciertan, manipulan, engañan por nuestro bien (dicen), y para colmo, se pelean entre ellos. Desbordados por su propia imprevisión andan como títeres desmochados buscando la panacea. Ojalá esto sirviera para unir al mundo, porque de normal, cada uno va por su cuenta.

Se multiplican las escenas en mi cabeza y el alma se anega de pena. Nada puedo hacer, sino permanecer entera librando mi propia batalla, aislada. Es mi humilde contribución a la gran tarea que hoy asume el orbe. Mantenerme sana, en casa, sin dar más trabajo a los sanitarios ni más preocupaciones a los que me quieren.

Debo alejar los malos pensamientos, los que no favorecen a nadie, los que se cuelan sin querer en el entendimiento. Los que merman las fuerzas, los que atacan al sistema inmune bajando nuestras defensas.

Ahora toca ser más fuertes que nunca, más fríos, más distantes. No podemos extrapolar el sufrimiento magnificando lo que ocurre, por mucho que nos duela. Lo que está sucediendo, por sí mismo, es más que suficiente. Ahora es el momento de poner distancias, y saber que lo que sobrevenga, va a pasar, con nuestra aquiescencia, o sin ella.

Nuestro mejor aporte a esta contienda, es mantenernos a salvo, de cuerpo, corazón y mente. Nuestras armas, la alegría. Parece mentira, decir alegría en este momento suena a ofensa. Pero no, es la mejor manera de honrar a los fallecidos y de apoyar a los vivos, que día a día se entregan a fondo, dejándose en ello la piel, arriesgando su propia inmunidad para salvar todas las vidas posibles.

La mejor defensa es traer la alegría a nuestras casas y junto a ella, la esperanza y la fe. Fe en la humanidad, en la especie humana que todo lo supera, y cantar y reír a carcajadas con cualquier simpleza y bailar como peonzas locas y resurgir cada día con fuerzas nuevas. Abrir los ojos al mañana acumulando energía para sofocar el dolor y la rabia, la impotencia, la tristeza. 

Hoy, todos somos uno en este cuerpo gigante que es la Tierra, luchando a brazo partido contra el enemigo sin rostro que vulnera la seguridad de nuestro planeta.







jueves, 14 de noviembre de 2019

Rituales




Soy consciente de que últimamente abordo mucho este tema visto desde distintos ángulos. Podría pensar que es por miedo, por inseguridad, por estar más cerca del final que del principio o por muchas otras variables parecidas.

Converso conmigo, me miro de frente, desde el interior, y sí, es posible que estos motivos sean los detonantes de mis pensamientos más recientes. Podrían serlo si no me hubieran acompañado siempre.

Desde la infancia he sabido que aquello que consideramos nuestro puede desaparecer de un plumazo, y esto me hacía valorar lo que tenía. Es probable, no lo niego, que este sentimiento provenga de haber sido una niña de posguerra. No tan próxima a ella como para sufrir las carencias materiales de los que la padecieron en primera persona, pero sí alcanzada por los torpedos de los que la habían vivido, en un recuerdo casi constante de mis primeros años.

Se me inculcó a machamartillo, sin imposiciones, que había que cuidar los alimentos que tomábamos, aprovechando la última miga. Cuando el pan caía al suelo se le daba un beso, se sacudía un poco y a la mesa. Bien es verdad que los suelos estaban limpios como patenas.

Se escurrían las botellas hasta que no quedaba una gota. Con el residual de los fritos, se fabricaba jabón. Dábamos gracias todos los días por los alimentos qué íbamos a tomar. En casa invariablemente había un pequeño almacén de comida “por lo que pudiera pasar”. Me enseñaron a pelar pegadito el cuchillo a la piel sacándola fina como el celofán para retirar la menor cantidad de pulpa o carne de los frutos. Escuché incontables historias sobre la conversión de un jardín en huerto para sobrevivir, o cómo hacer un guiso sabroso con mondas de patata.  Oí hablar estremecida de los niños más débiles que habían muerto de hambre.

Nadie fue mezquino conmigo, al contrario, disfrutábamos de lo que teníamos al cien por cien: “Porque nunca se sabe qué nos depara el mañana” y había que aprovechar cada segundo a nuestra disposición.

De ahí, creo, este mirar desde el ahora, agradecida con lo que tengo. Despertando con la ilusión de que todo esté igual, que continúe el orden establecido, que se repitan los rituales en esta cadena de cosas por hacer. Desde los más mecánicos del aseo personal, compras, limpieza de la casa, paseos por la ciudad, hasta los extraordinarios que a menudo me regala la vida. Todos se convierten en un gran éxito.

Quizás porque en mi cabeza, muy proclive a llenarse de imágenes, se alternan lo que ven mis ojos con las otras realidades que suceden en paralelo y que nos muestra esa caja de verter negatividad desde los cuatro puntos del orbe. Guerras, muertes, cataclismos climáticos, desapariciones, torturas, en un anuncio continuo de la perversión del Planeta.

Curiosamente les debo a ellos, los agoreros de la vida, junto a las vivencias que me transmitieron en la niñez, este estrenar cada día, éste disfrutar en la dulce cotidianidad. Rutinas que parece que nadie es capaz de cambiar y por las cuales mucha gente se desespera, yo las disfruto como un tesoro incalculable,  que no inagotable.

Al mismo tiempo me gusta la aventura y exprimo cada acontecimiento hasta el máximo.

Soy aventurera por naturaleza y cambio el universo a mi alcance. Busco caminos diferentes, nuevas experiencias, supero retos y me entronco con los caminos de la tierra buceando en sus rincones.

Una vez más en esta mañana que para muchos sería rutinaria, sosa, parecida a la de ayer y a la de mañana, aletea una sonrisa en mis labios y deambulo por la casa inmersa en estas tareas repetidas con la alegría de saber que nada ha cambiado. Que la vida continúa su marcha sosegada y uniforme. Que de nuevo mis ojos contemplan la luz, mis manos abarcan el mundo y mi corazón late alegre dándole gracias a la vida, como decía Alberto Cortez, por haberme dado tanto.



martes, 13 de agosto de 2019

Toma de conciencia



Desde niños nos hablan de la muerte como algo presente, fiel compañera de vida. Nosotros escuchamos, o no, inmersos en el universo ingenuo que vivimos a plena intensidad.

En el comienzo es algo impreciso, a no ser que nos toque muy de cerca. Aunque está presente en el cine, en la naturaleza, en la literatura, incluso en los dibujos animados o en las series infantiles.

Con el paso del calendario la descubrimos próxima, en algún compañero de colegio o algún amigo de juventud, alguien de nuestra misma edad que por lógica no debería estar en “su lista”.  Tomamos conciencia entonces de que es un hecho. Forma parte de la realidad. Y la sentimos cercana. Existe. Es.

Hablan de ella en la Prensa, en las Noticias, en Televisión, en la Radio. A menudo se ceban. Relatan infatigables los sucesos desdichados que asolan el Planeta por muy lejos que sucedan o muy escondido que esté el lugar. Atentados, accidentes, asesinatos, catástrofes de todo tipo que enumeran en su recuento diario. Contabilizan el número de muertes convirtiéndolas en cifras abstractas que usualmente, salvo morbosas intervenciones añadidas, no suelen tener rostro. Algunas veces deciden repetirlas en cascada, incansablemente, como un regalo desolador impreso en la retina del alma. 

Nos alertan de que nos vamos aproximando, por estadística. Lo repiten obstinados tasando el periodo de permanencia y el coste para la Sociedad. Los años de supervivencia les salen muy caros. ¡Caramba! Pero no autorizan la Eutanasia. Incongruentes y vacíos de propósitos se dan de tortas con sus propias consignas. Así funciona el Poder.

No obstante, no sólo es lo que dicen, sino lo que ocurre alrededor. La vemos rondar a los que más queremos. Palpamos cómo los cerca, cómo se vuelven vulnerables, cómo enferman y desaparecen, inevitablemente.

El tiempo es riguroso, la naturaleza también. Ninguno desacelera su cadencia.

Nos repetimos que es parte del proceso, tratando de normalizar una situación ineludible. Al fin y al cabo todo tiene fecha de caducidad y lo sabemos.

Aun así nos cuesta enfrentarnos al sufrimiento de los que queremos, a  su pérdida. Nos cuesta superar su marcha. Uno tras otro salen del tablero de juego en un desfile alterno. Peones, torres, caballos, alfiles, reyes, reinas... ¿Van a retomar la partida desde cero...? ¿En otro Cosmos paralelo? ¿En otra Galaxia...? Quién sabe...

Mientras tanto, en nuestro pequeño mundo, algo se marchita y algo nuevo nace cada día.

La rueda, implacable, no cesa, y la vida prosigue su marcha indiferente. Como debe ser.

Quedarse para siempre sería aburrido y frustrante. O al menos, a mí me lo parece.



martes, 21 de mayo de 2019

Temporalidad



Todo es provisional, nada hay permanente en esta vida. Cada ser nace, crece, se desarrolla, muere y desaparece.

Y este hecho, el único cierto, lejos de ser razón de quebranto, si lo miramos con una perspectiva de buen gestor, nos enseñará a sacarle el máximo partido a esta especie de aventura que llamamos vida.

Si somos conscientes de esta realidad innegable, sabedores de que lo que disfrutamos es transitorio, sabremos valorar y cuidar aquello que conforma nuestro mundo.

Lo haremos de la misma manera que el niño que posee un solo juguete. Igual que el coleccionista preserva su número especial del cómic o el sello de una serie extraordinaria. De la misma manera que se protege un cuadro, una obra de arte o una joya.

Le daremos a cada segundo un trato singular, como al amigo que llega a visitarnos por unas horas con el cual nos volcamos sin escatimar esfuerzos. De igual manera, si somos conscientes de la no permanencia, habremos alcanzado el gran triunfo.

Valorarnos y valorar como verdaderos tesoros a cada uno de los que queremos. Qué mayor importancia podemos darles sino entender que todo, absolutamente todo es transitorio. Que algún día miraremos hacia atrás añorando los momentos pasados malgastados con indiferencia.

¿Por qué hay que esperar a cortar el último trocito del jamón para darnos cuenta de lo rico que estaba? ¿Por qué disfrutamos de la vida cuando le ponen fecha de caducidad? ¿Por qué hemos de dejar que los hijos crezcan para añorar sus abrazos infantiles y su confianza ciega en nosotros? ¿Por qué hay que contemplar la botella vacía para reconocer la calidad del vino?

Si tomamos distancia y nos concienciamos de lo efímero de las cosas, será el nuestro un nuevo despertar y cada hecho se convertirá en un acontecimiento extraordinario. Porque realmente nuestro día a día es excepcional. Desde que abrimos los ojos y nuestro cuerpo responde como una máquina perfecta al cariño y la presencia de nuestros seres queridos. Desde el milagro de la convivencia en paz, a que todos los días funcione el engranaje que mueve nuestra sociedad... Somos seres afortunados que disfrutamos de una cantidad ingente de “regalos”. 

Afortunados por haber nacido, en el reparto de esta lotería loca de la vida, en una situación familiar, en un país y una sociedad que nos da mucho más de lo que somos capaces de cuantificar.

Saber que todo en un intervalo más o menos largo cambia o desaparece, nos hará valorar al profesor que sabe transmitir sus conocimientos, el abrazo cálido, la sonrisa compañera que alienta nuestras horas. Incluso en los malos momentos existen razones para dar gracias por lo que poseemos, por lo que sentimos, por lo que vivimos.

Porque todo pasa y desaparece y no siempre estaré aquí, hoy quiero regalaros la mejor de mis sonrisas, la comunión del pensamiento, la entrega generosa, la luz que se expande en cada mirada, el brillo de los amaneceres, el último suspiro que aquieta la noche y este momento único e irrepetible en el cual converso de corazón a corazón con cada uno de vosotros.