La mano, pequeña y blanca,
descansa laxa entre los dedos morenos del hombre que viaja a su lado. Los dos,
relajados, se dejan mecer por el suave traqueteo que les imprime el convoy. Es
hermoso contemplar su abandono, el ensamblaje rítmico de los cuerpos, la tranquilidad
amorosa que transmiten, su confianza, su entrega, su armonía.
Nada hay que perturbe el lánguido
reposo. Se saben en buen puerto, a salvo. Son, no cabe duda, la imagen de la
complicidad que dan los años.
Miembros únicos de un club particular, desconectados de todo lo que no sean ellos, transitan en paz.
Conscientes de que el tiempo que les queda por disfrutar es más corto que el
que han vivido, no desperdician en dimes y diretes la generosa oportunidad que
les brinda la existencia.
Compañeros de vida y aventuras,
sufrimientos y alegrías, buenos y malos momentos, han aprendido que cada
instante cuenta, incluido éste, sentados muy juntos en un vagón abarrotado, de
una línea saturada, en un furgón de metro que atraviesa los túneles negros del viejo
Madrid.

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