Ramona cruza la calle, son cerca de la una de la madrugada. Recorre con la vista los balcones. El edificio centenario esboza lo que algún día fue.
En uno de ellos, nítida, una silueta se recorta contra el haz de luz que surge del interior. En el perfil del rostro se distingue el cilindro humeante.
Andrés aspira con una mezcla de deleite, angustia y culpa la sustancia que envenena su cuerpo, que invade sus pulmones, incapaz de resistirse a la atracción, a la dependencia. Una más de las que dominan su vida.
De nada sirvió el aviso, el susto, las noches peleando entre la vida y la muerte. De nada sirvió sentirse al borde del abismo. De nada sirvieron las promesas trémulas que esgrimieron sus labios al saberse en peligro. El diagnóstico fue claro. Después del infarto agudo que a punto estuvo de costarle la vida, todos los médicos coincidieron en que había llegado al límite, si seguía fumando, su vida no valía un euro.
En un principio, como casi siempre, las intenciones eran reales, al menos en su imaginación. Se lo debía a Ramona y a su hija. El mismo motivo que le había llevado a buscar un falso estímulo debía ser el que le hiciera apartarse ahora de la sustancia nociva que minaba su salud. Si no por él, debía hacerlo por ellas.
Así lo pensó mientras estaba en la UCI cableado e incapaz. Así lo decidió en los primeros días de su recuperación, cuando empezaba a reconocerse, a ser capaz de dirigir sus pasos, cuando pudo controlar su cuerpo.
Después, todos esos propósitos se diluyeron en un entramado de falsas excusas, de auto engaños, de mentiras que se contaba a sí mismo. Y volvió a caer sin sopesar los riesgos. Sin importarle el mañana ni la gente que dependía de él.
Quiere disfrutar de su momento, sin más. El humo del cigarrillo impregna sus pulmones, atenaza su respiración. Los ojos ausentes columpian la mirada dejando que la sensación de abandono se apodere de él. Algo semejante a un tambor resuena en su pecho. Un ritmo asincrónico que rompe el latido. Andrés no es consciente de lo que está pasando. Algún vago recuerdo acude a la mente enajenada que deja de percibir la realidad para internarse en el limbo oscuro que le envuelve.
Ramona sube los peldaños de las escaleras angostas de dos en dos. Trata de salvar la situación una vez más. Se siente incapaz de encajar un nuevo golpe. Confía en que sus ojos la hayan engañado, que no hayan visto el cuerpo desmadejado de Andrés desplomándose hacia la barandilla.
Cuando está alcanzando el rellano que da acceso a su casa un grito desgarrador, el de su hija, frena en seco su carrera.