Adalberto se había pasado el día absorto en el largo proceso que ocupó al animal de
tronco rosado, blando y palpitante, a trasladar su vulnerabilidad a otro reducto
más o menos acogedor.
A
ojos vista se podía apreciar que aunque en algún momento y durante un tiempo
había sido suficiente, ahora se le hacía pequeño.
El bicho estuvo horas tanteando, sopesando y descartando las diferentes
oportunidades de acomodo que encontraba en el círculo que le rodeaba. Incluso
expandió su búsqueda a alguna zona que en principio no parecía accesible a sus
posibilidades. Tozudo y constante tenía muy claro su objetivo y no descartaba
ningún lugar por muy lejos de sus patitas que pudiera estar.
Tanteó
alguno que cubría a priori sus necesidades. Lástima que al acercarse comprobó
que la preciada concha pertenecía a otro. Intentó en un par de veces, alguna
vez le había dado resultado, sacar al propietario con alguna de sus bien probadas
artimañas, pero esta vez no le valieron de nada y tuvo que recular y comenzar
su búsqueda en otra dirección.
Al
final su esfuerzo le fue recompensado, una caracola vacía que descansaba en la
arena le ofreció el refugio deseado. Tras efectuar largas maniobras de
acercamiento consiguió primero extraer su vulnerable torso, no sin provocarse
algún que otro rasponazo por la estrechez de las paredes que hasta ahora le
habían servido de cobijo y a continuación realizó una dificultosa marcha atrás e introdujo
su cola hasta el fondo.
Una
vez acoplado, probó su nueva vivienda en cortos desplazamientos a salvaguarda
de cualquier peligro que pudiera atentar contra su apetitoso apéndice, preservado dentro de su cómoda y refulgente concha nacarada.
Una
voz femenina le sacó de su abstracción.
⁃Adalberto. ¿Cuánto tiempo más piensas pasarte mirando
bobadas? ¿Es que no quieres comer hoy?
⁃¡Ya voy! ¡Ya voy! -Verdad que las mujeres pueden llegar a ser pesadas en su afán por cuidar de uno.
Arrastrando
los pies se dirigió hacia la casa, similar a muchas de la zona.
La bandera en el porche haciendo ostentación de la nacionalidad de los que la
habitaban, el cuidado jardín, la pequeña valla de madera y el garaje para dos o tres coches, uno de los cuales
había pasado a ser de su propiedad.
O lo que es lo mismo, era dueño de su uso y
disfrute, como de todo lo que había en aquella casa. Incluida la dueña que
además velaba por su bienestar físico y emocional cuidando de él como si fuera su
polluelo.
Después
del tiempo en que estuvo sumida en la batalla contra la enfermedad, la derrota
y la pérdida final del esposo, el casi recién llegado supuso para ella el
acceso a la esperanza.
Con
él renacieron los días y las noches sacándola de su letargo. Poco importaba que
no tuviera prácticamente nada, ella tenía de sobra para los dos.
Su
casa era como una preciosa caracola vacía y él había llenado cada rincón
imprimiendo su huella.
Adalberto
llegó hasta la mesa donde le esperaba su nueva mujer, una más en su larga
historia sentimental y depositó un beso liviano en su frente.
Ella le correspondió
con una dulce sonrisa.
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