En muchas
ocasiones, había sido motivo de discusión la perentoria necesidad que tenía
Gandolfo de ir a su casa los días en los que su fiel y estimada mucama acudía a
su domicilio, dos veces a la semana para ser más exactos.
––Es que no lo entiendes–– decía con voz y gesto alterado––. Yo tengo que ir. Llevo cuatro noches sin
aparecer por casa y se va a encontrar la cama sin deshacer.
Florinda
se quedaba pasmada, pues no entendía tales obligaciones con la persona que
supuestamente estaba para limpiar la casa, no para rendirle cuentas.
Más
de una vez, cuando argumentaba que, si él no estaba, Venancia no iba a tener
nada que hacer, Florinda le repetía que, en una casa y más como la suya, llena
de libros, cientos de adornos, plantas gigantes que acumulan el polvo en sus
grandes hojas de metros de extensión, amén de cachivaches amontonados de
distintas y varias maneras; siempre hay algo que hacer. Estés tú o no.
Para más inri, antes de soltarle un exabrupto sobre la obligación ineludible que tenía
con su asalariada, había puesto mil pretextos para los cuales escogía,
casualmente, los lunes y jueves, coincidiendo con la ida de su estimada y nunca
bien ponderada asistenta.
Comidas
compartidas, días libres pagados además de las vacaciones, cuyas fechas, no
faltaría más, escogía ella de acuerdo a sus intereses. Regalos intercambiados
de sus respectivos viajes. Citas médicas o asuntos propios coincidiendo siempre
con los días en los que trabaja para él, no para los otros domicilios. Faltar
en plena obra, porque mire usted qué casualidad, ella se estaba mudando y le
resultaba imposible ir. Tardar semanas en limpiar unos cristales. No plancha,
la lavadora la quiere poner él. No friega cacharros ni limpia la cocina, porque
si alguien cocina, hay que dejar el lavavajillas puesto y todo recogido.
Inexplicable ¿verdad? A no ser que haya una razón desconocida, el
comportamiento de Gandolfo raya en el absurdo.
Parece
que le estuviera haciendo un favor personal, más que realizando un trabajo bien
remunerado, por el cual le da las gracias encarecidamente en tantas ocasiones y
por tareas tan normales que raya en lo ridículo.
Por
no hablar del día en que estaba Florinda leyendo en el salón y la reclamó a
voces desde el pasillo:
––¡Florinda! ¡Florinda!
que Venancia se va.
Florinda se hizo la sueca y siguió leyendo tranquilamente. Pero allá
vino Gandolfo a exigirle que fuera a despedirla a la puerta. La desconcertada
Florinda no tuvo otra que incorporarse, dejar la lectura y despedir a la
asistenta como si de una visita estimada se tratara.
En otra ocasión Gandolfo le pidió a Florinda que le diera unas
indicaciones a Venancia de su parte ya que él tenía que salir a unos recados.
Florinda no las tenía todas consigo.
––Mejor que no ––le contestó a Gandolfo––. Esta señora es como si fuera
el ama de la casa y no quiero yo meterme a mayores.
Ante la insistencia de él y a
pesar de su reticencia lo hizo, la contestación fue la que esperaba:
––Mire, Gandolfo y yo nos llevamos entendiendo durante años, así que voy
a esperar a que él me llame y me dé instrucciones y si no, le llamo yo, como
hacemos siempre.
Florinda se quedó con un palmo de narices ante semejante desplante que
por otra parte no le sorprendió, tal era el nivel de poder, complicidad y
manipulación que ejercía sobre su jefe o patrón.
Por ilógico que parezca, allí los amos de casa eran ella y Gandolfo y
Venancia se lo hacía saber con todo el descaro para marcar aún más su
territorio.
Con toda su razón porque cuando Florinda le comentó a Gandolfo cómo la
había tratado esa señora y lo que le había dicho, lo único que le molestó de
todo el asunto, es que Florinda le dijera «esa señora» y no la llamara por su nombre, lo cual consideró que era un
insulto, porque según le dijo, la menospreciaba.
Florinda no sabía si reír o llorar
y para curarse en salud decidió mantenerse lejos de una relación que en nada la
beneficiaba y que a todas luces era insana y fuera de lo normal.
Ay de ella si sugería lo inusual del caso, porque entonces lo tomaba
como un insulto personal, se ponía a la defensiva y le hablaba con tan malos
modos, que anhelaba, al menos, ser tratada tan bien como trataba a Venancia.
El día que decidió dejarles el campo libre Venancia salió a despedirla a
la puerta con una sonrisa triunfal, según cerraba escuchó su voz rotunda:
––¿Por dónde empezamos
hoy Gandolfo? ¿Por el dormitorio, o por la cocina?