El recuerdo de su abuelo la ha
acompañado toda su vida. En estos tiempos difíciles cuando remontar el día a
día es una carga pesada sobre los hombros, se hace más rotundo. Cada despertar
el impulso vital anida en el corazón de Dolores y la empuja a salir,
enfrentando el mundo y sus circunstancias.
Hace
un tiempo que la sonrisa perenne que aleteaba en sus labios se ha cambiado por
el gesto fruncido que anuncia determinación y entereza. No en vano desciende de
una estirpe de hombres y mujeres acostumbrados a la lucha. En los momentos más
acuciantes supieron sobreponerse y llevar a cabo sus propósitos defendiendo lo
que consideraban suyo, con una fortaleza difícil de superar.
Su
impronta ha dejado una huella indeleble nutrida en las muchas tardes invernales
paseando con él por la Avenida Alfonso X, disfrutando del gorjeo de los pájaros
y la luz brillante de su tierra natal. Qué feliz cuando recorrían juntos las
calles descubriendo los sucesos acontecidos en cada rincón, la gran capa
revolando en el aire. Una prenda que lucía como pocos, gallardo y altanero. Su
figura se hacía imponente, semejante a los caballeros medievales que admiraba
en los libros de Historia.
Nunca
volvió a sentirse tan protegida como cuando, cubierta por la capa, la veía ondear
sacudida por las zancadas raudas de su abuelo, la sonrisa escondida tras el
mostacho y la picardía asomando entre las pestañas.
En
las mañanas floridas se sentaban bajo los fresnos reflejados en el arroyo que
multiplicaba sus canales para regar la huerta de la casa familiar. Casa que
hacía las delicias de los pequeños en los meses de verano, donde en las noches
estrelladas escuchaban absortos las historias que les contaba. Crónicas del Rey
Sabio que llegó a esas tierras para protegerlas y honrarlas y de cómo le
enamoraron sus gentes, su carácter y los amaneceres blancos, en que los coros
de hombres desgranaban cantos extendidos en sus voces por vegas y riberas.
Francisco
era un hombre recio, de torso fuerte, ojos penetrantes y mirar sereno. De
costumbres devotas, cada alborada emprendía su ruta hacia la Iglesia de San
Andrés, asomaba levemente la cabeza, descubierta del sombrero, y saludaba a la
Virgen de la Arrixaca, su máxima valedora, confidente en los buenos y malos
momentos. Con su protección superó los escollos que la existencia le puso en el
camino. De ahí que sin falta pasara por la Capilla Real a visitar a María, que
respondía a su saludo, o al menos a él se lo parecía, con una sonrisa de ángel.
Después comenzaba sus
asuntos, ligero, con la satisfacción del deber cumplido. Desde allí encaminaba
sus pasos hacia el Casino donde desgranaba las horas leyendo la prensa,
departiendo con algún buen amigo sobre lo divino y lo humano y estudiando en la
gran biblioteca.
No se sabía muy bien si la
Virgen estaba en Murcia antes que el Príncipe Alfonso llegara a la ciudad, o la
trajo él consigo. Lo cierto es que fue la inspiración de alguna de sus famosas
Cantigas, en especial una que a Francisco le gustaba recitar con su voz bien
timbrada al corro de nietos sentados a los pies de la mecedora. Sentimiento y
pasión vibrando en cada verso. Ellos escuchaban atentos, tratando de entender
aquel idioma lejano en el tiempo.
Así le evoca Dolores, enfrascado en sus textos, hasta que los niños corrían a interrumpirle y, le pedían otra aventura de su tierra. Esa tierra que aprendieron a amar a través de sus palabras. Francisco, dejaba el libro, abría sus brazos en un gesto cercano y los animaba a aproximarse. Cuando los tenía a su alrededor miraba a la lejanía perdida la vista en los recovecos del pensamiento hasta encontrar el hilo conductor. Entonces comenzaba la leyenda, poesía o canto que inspiraban sus narraciones. A Dolores le fascinaba más que a ninguno de sus primos, que a ratos se ponían a correr inquietos desahogando sus ardores infantiles. Ella, sin embargo, permanecía absorta, hipnotizada. Sin perderse ni una sílaba, ni un gesto, ni un ademán del galante hidalgo que era su abuelo. (continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario