Son esas horas en que las envejecidas amas de casa se permiten
disfrutar de un pequeño placer. Libres por los años que cuentan de obligaciones
y servidumbres. Viudas del marido que encorsetó su vida y que afortunadamente
se adelantó en su partida. Desamparadas por los hijos y nietos que, una vez
cubierto su cupo de necesidades, se contentan con hacerles una llamada de tarde
en tarde.
Alguno, generoso, la llama casi todas
las noches para mantener el mínimo contacto y estar así al tanto de posibles
movimientos en los escasos fondos del banco. No vaya a ser que a su madre
anciana le dé por dilapidar a estas alturas los cuatro cuartos que tiene y, de
paso, controla todo aquello que puede ser de su interés personal: como saber si
en el verano puede disponer de la casita en el campo que linda con El Escorial
o del apartamento en Torremolinos que comparte y pugna con sus hermanos.
Mujeres de pocos recursos con
pensiones insuficientes que viven solas y que arañan algún que otro plácido
rato, como éste, donde vienen a la peluquería humilde regentada por una familia
que llegó al barrio hace más de veinte años y que, en la actualidad, pertenece
a estas calles tanto como sus longevas clientas.
Mujeres de pelos blancos, pieles
ajadas, ojos de mirada mortecina y movimientos cansados recuestan indolentes
los cuerpos amorfos sobre los sillones desgastados, como ellas, por años de
servicios prestados.
Es su rato de gloria, posiblemente
pasan semanas sin que nadie las toque. Aquí sienten el tacto de otros dedos
frotando su cabeza, la amable caricia de las manos que masajean sus hombros o
recorren, casi con ternura, la frente ajada para separar un mechón rebelde que
se ha escapado de la toalla enrollada en la cabeza.
Algo inusual en sus vidas huérfanas de
abrazos, de contacto, de cercanía.
Por un par de horas, tiempo necesario
para que les apliquen el tinte, les laven el pelo y las peinen, su cuerpo
recibe el contacto de otras pieles. Tiempo en el cual apenas hablan en esta
peluquería diferente donde la laboriosidad prima sobre cualquier otra
circunstancia que pueda alterar el ritmo imparable del trabajo.
Algunas lo intentan sin mucho éxito.
—A mí me gusta estar callada, el
silencio es música para mí —dice con una voz carrasposa y chillona una
nonagenaria apuntando enfáticamente con el dedo índice hacia su pecho. Busca
una respuesta a su alrededor, que no obtiene. Después de un par de intentos
sumerge la mirada en el espejo que le devuelve su imagen.
—Cada vez me parezco más a mi madre —piensa
y su imaginación vuela a los años en que, siendo joven, su piel era sonrosada y
tersa, su mirada alegre y ninguna arruga surcaba su cara.
—Pero aún estoy aquí —se dice y una
sonrisa maliciosa cruza su rostro mientras hace un listado mental de todos esos
a los que ha ganado, muchos de los cuales están criando margaritas desde hace
años. A pesar de la soberbia de la que hacían gala cada vez que podían y de lo
que intentaron machacarle la vida; ella todavía sigue aquí y en muy buenas
condiciones para sus recién cumplidos noventa y siete años.
Con esos pensamientos alentadores
bailando en su cabeza, cierra los ojos y se deja arrastrar por el agradable sopor
que la invade.
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