domingo, 5 de enero de 2025

Las horas distintas

 



Son esas horas en que las envejecidas amas de casa se permiten disfrutar de un pequeño placer. Libres por los años que cuentan de obligaciones y servidumbres. Viudas del marido que encorsetó su vida y que afortunadamente se adelantó en su partida. Desamparadas por los hijos y nietos que, una vez cubierto su cupo de necesidades, se contentan con hacerles una llamada de tarde en tarde.

Alguno, generoso, la llama casi todas las noches para mantener el mínimo contacto y estar así al tanto de posibles movimientos en los escasos fondos del banco. No vaya a ser que a su madre anciana le dé por dilapidar a estas alturas los cuatro cuartos que tiene y, de paso, controla todo aquello que puede ser de su interés personal: como saber si en el verano puede disponer de la casita en el campo que linda con El Escorial o del apartamento en Torremolinos que comparte y pugna con sus hermanos.

Mujeres de pocos recursos con pensiones insuficientes que viven solas y que arañan algún que otro plácido rato, como éste, donde vienen a la peluquería humilde regentada por una familia que llegó al barrio hace más de veinte años y que, en la actualidad, pertenece a estas calles tanto como sus longevas clientas.

Mujeres de pelos blancos, pieles ajadas, ojos de mirada mortecina y movimientos cansados recuestan indolentes los cuerpos amorfos sobre los sillones desgastados, como ellas, por años de servicios prestados.

Es su rato de gloria, posiblemente pasan semanas sin que nadie las toque. Aquí sienten el tacto de otros dedos frotando su cabeza, la amable caricia de las manos que masajean sus hombros o recorren, casi con ternura, la frente ajada para separar un mechón rebelde que se ha escapado de la toalla enrollada en la cabeza.

Algo inusual en sus vidas huérfanas de abrazos, de contacto, de cercanía.

Por un par de horas, tiempo necesario para que les apliquen el tinte, les laven el pelo y las peinen, su cuerpo recibe el contacto de otras pieles. Tiempo en el cual apenas hablan en esta peluquería diferente donde la laboriosidad prima sobre cualquier otra circunstancia que pueda alterar el ritmo imparable del trabajo.

Algunas lo intentan sin mucho éxito.

—A mí me gusta estar callada, el silencio es música para mí —dice con una voz carrasposa y chillona una nonagenaria apuntando enfáticamente con el dedo índice hacia su pecho. Busca una respuesta a su alrededor, que no obtiene. Después de un par de intentos sumerge la mirada en el espejo que le devuelve su imagen.

—Cada vez me parezco más a mi madre —piensa y su imaginación vuela a los años en que, siendo joven, su piel era sonrosada y tersa, su mirada alegre y ninguna arruga surcaba su cara.

—Pero aún estoy aquí —se dice y una sonrisa maliciosa cruza su rostro mientras hace un listado mental de todos esos a los que ha ganado, muchos de los cuales están criando margaritas desde hace años. A pesar de la soberbia de la que hacían gala cada vez que podían y de lo que intentaron machacarle la vida; ella todavía sigue aquí y en muy buenas condiciones para sus recién cumplidos noventa y siete años.

Con esos pensamientos alentadores bailando en su cabeza, cierra los ojos y se deja arrastrar por el agradable sopor que la invade.

 




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