viernes, 21 de marzo de 2014

Vuelo 1673

                                                   


Debo ser una de las pocas personas a las que le gustan los aeropuertos. Los largos viajes. Los tiempos de espera son balsas en el tiempo. Lagunas de espacio entre prisa y prisa. Estancias laxas despojadas de relojes y carreras. Viaje en introspección hacia nuestro propio laberinto interior. Bálsamo entre bolsillos que deslía la cáscara de minutos sin propósito. La tierra de NeverLand descorre sus cerrojos y muestra la quietud de sus estancias, se desaceleran los pasos en la aceptación de la inevitable parada entre mundos. Las ciudades, tareas, trabajos son espejismos borrosos, en el aeropuerto nada queda por hacer sino contemplar en derredor la vida en calma, fuente de paz envolvente y lúdica, sala de espera sin diagnóstico donde cada quién recupera en esta sociedad de prisas alocadas el “dolce far niente” tan vedado en los días normales de agobios y plazos.

Aquí se dilatan las horas vestidas de domingo, los movimientos se suavizan ralentizados al compás de la espera, se desata la lengua y en encuentros casuales desbarata la encorsetada rigidez defensora a ultranza de la intimidad, abre las compuertas en torrente la palabra y conexiona sin pudor en confesión anónima con el viajero casual que se sienta a nuestro lado. Las defensas se desarman y el alma se abre.

Creo que debo ser de las pocas personas que le gustan los aeropuertos, los largos tiempos de espera, el vuelo a 12.000 metros sobre el mar, arropada por el aire, columpiada en el éter en comunión interior surcando como un pájaro los cielos, la quietud indolente donde el presente se agiganta hasta ser todo y hecho vida me acerca a la realidad del momento, consciente de la voluptuosidad serena, la pasión retenida y el confortable desparpajo que cada uno desarrolla en su propia isla, ajenos al entorno, en el entretanto hecho vida.

 

viernes, 28 de febrero de 2014

Animalizarse




Es bueno animalizarse de vez en cuando, buscar la inconsciencia, vivir de espaldas a la avalancha de información que inunda nuestro cerebro, retrotraernos al tiempo en el que se ignoraba el por qué, el cómo, el cuándo. Pertenecer al presente inmediato siendo actores de nuestra vida en el teatro del momento, ajenos a los entresijos del libreto.

Es bueno animalizarse de vez en cuando y olvidarnos de las pantallas que vuelcan su información en catarata dejándonos el cuerpo aterido, al descubierto. Un acumulo de datos sobre nuestra anatomía, el desarrollo de la posible enfermedad, el vaivén de las hormonas, los pasos contados que hay que dar hasta alcanzar un estadio de madurez.

Minuto a minuto podemos a través de San Internet, santo que reúne más acólitos que toda la Corte Celestial junta, saber qué sucede en nuestro cuerpo, en nuestra alma, en nuestro cerebro.  Se nos explica paso a paso el desarrollo de enfermedades, acontecimientos, historias, entresijos, dimes y diretes de cualquier situación que podamos vivir en lo personal o en lo colectivo, da igual lo intrincado del bosque anatómico o la lejanía kilométrica del asunto, allí está plasmado en palabras cifras y datos al alcance de cualquiera.

Conocer, descubrir desde nuestra propia óptica y nuestra propia experiencia, explorar nuestro camino sin orates dictadores del pensamiento que influyan nuestros actos, desprovistos de camisas de fuerza que anulen nuestro criterio.

No se trata de cerrar los ojos y caminar a tientas, sino cubrir nuestra mirada de la luz cegadora que nos impide atisbar el camino. Demasiada información a veces emborracha y priva de la magia de vivir el momento sin saber qué portentoso milagro se obra en el cuerpo, qué infantil candidez impulsa los primeros pasos, qué estímulo ancestral nos lleva al deleite, qué misterio se oculta en el proceder humano.

A veces sería bueno animalizarnos y vivir sólo el momento, semejantes al corzo que mira el infinito, ajeno al posible depredador que aceche su carrera.

 

martes, 4 de febrero de 2014

El error


El traspiés, quizás el mayor dislate de donde parte el epicentro del terremoto que abre la grieta de la separación es, sentirse invadido, asaltado, forzado.

Gran error es ocupar una casa ajena o dejarse ocupar percibiendo el imperceptible cambio que va transformando el entorno protector. Se desdibujan los perfiles de las estanterías que contienen los libros. Saltan rostros ajenos a los marcos de las fotografías. Las prendas desubicadas buscan dónde cobijarse en aras del orden personal que cada quien impone a sus cosas.

La casa única se construye juntos. Desde el primer esbozo en el papel. Desde la percepción errática en pos de sueños comunes. Haciendo la lista desde los más pequeños enseres necesarios para la nueva aventura que comienzan.

Nadie se siente asaltado. Ninguno invade la estructura vital que late en cada ladrillo. Aquí fabrican los sueños, su futuro, su hogar. Los dos se aprestan a aportar lo mejor que poseen. Es el comienzo desde la nada al todo de sus sueños.

¿Qué pasa en cambio cuando el bagaje es otro? ¿Cuando existe el sentido de la pertenencia marcado por la huella del esfuerzo en cada estancia? ¿En cada mueble? ¿En cada habitación? ¿Qué pasa cuando el miedo acuchilla sombras y se cubre con el escudo de lo mío y lo tuyo?

Es una auténtica invasión la que se ejerce sin pretenderlo. Invadimos o nos invaden. Cambiamos rutinas. Añoramos silencios. Buscamos tiempo en soledad que nos devuelva a la placidez del hueco que nos cobija.

¿Qué hacer entonces? Difícil coyuntura se presenta a todos aquellos que han desgajado sus sueños y pretenden construirlos de nuevo. Es necesario renunciar a todo. Olvidarse del acopio que hemos hecho para tiempos futuros. Cerrar puertas y empezar de cero en un destino distinto.

¿Una casa vacía para llenar juntos con sueños y realidades? Parece fácil. ¿En realidad es posible renunciar a todo y empezar de cero? Fermín lo duda.

Tendría que volver el viento loco que alborota su alma y abre compuertas, cuando las veletas giran desbocadas a mil por hora y la sangre sube hasta la cabeza pintando el gesto de desafío en la boca resuelta. Sólo entonces saltaría de nuevo al vacío asido a la maleta de transportar los sueños.

 

 


domingo, 19 de enero de 2014

Si supieras...



Si supieras que cada mañana planea tu sombra quebradiza sobre el alfeizar de mi ventana hecha viento. El humo de tu sonrisa escala las paredes del sentimiento y me abro a ti como una flor cuajada de rocío en el otoño vencido. Hueles a tierra y mar embravecido.

Llegas desde el abismo del tiempo que abjuró de sus miserias para hacerte luz y cadencia. Me envuelves en vida hecho abrazo y tiempo detenido en la deshora de los sueños. Sólo tú ahuyentas el silencio que amenaza a veces con esconderse entre las paredes y jugar al escondite del olvido. Añoro verter mi voz en tu sonrisa y volar por las nubes, desprendidas las manos de oquedades, arrastrada hasta el delirio.

Si supieras que las noches enlazan con el día en un alarde de luz y esperanza, que pájaros al vuelo rompen las claridades del alba y se fraguan dichas, caracolas de leche y miel. 

Si supieras cómo me gustas cuando tu boca se enreda en mi pelo y avientas con tu voz intrépidas mariposas de sombra enredadas en los surcos de mi frente. 

Que me siento entera escondida entre tus brazos de flor y canela. Que rindo silente tributo al horizonte, planeta brumoso que olvida el mañana. Que pierdo y gano en el embate de tu cuerpo, brioso corcel que cabalga mis llanuras.

Que tu arrojo revuelve mi sangre cuando despliegas las velas. Cuando invades la cresta de la ola alborotando con tu grito desgarrado la quietud del silencio y te derramas en vértigo contagioso mitad risa, mitad llanto.

Si supieras que cada mañana se descorren las cortinas del cielo y mi paso se hace seguro sobre la tierra grávida que amortigua tu huella, voluta frágil a merced del tiempo.

 

martes, 31 de diciembre de 2013

La ilusión está por encima de las estrellas



El sol y el agua jugaban en tu piel, el silencio se ocultó en tu pelo y el agua apenas sin rozar tu vestido se quebraba a tus pies en mil figuras, una cascada rosa y gris bajaba desde el cielo a tus ojos hechos de recuerdos y esperanzas. Una lluvia sin agua murmuraba tu nombre entre risas lejanas. Apenas rozabas la tierra parda.

La cruz negra de un barco se recortó en el horizonte por un momento. Tus pensamientos se marcharon al galope persiguiendo el silencio que huía de tu frente. Tus ojos no miraban sino lentas figuras cubiertas de algas. La risa se escapó de tu garganta como de una cárcel y libre por fin giraba loca, dulce, hiriente a veces, desaparecía a retazos para volver a surgir en tus propios oídos con más fuerza. Apenas rozabas la tierra parda. 

Y tus ojos se empañaron de un vaho dulce, y tu frente se alzó limpia hacia tu casa, tus manos nerviosas acariciaron el sol, y apenas, sí, apenas rozabas la tierra parda.

 

miércoles, 18 de diciembre de 2013

jueves, 5 de diciembre de 2013

El valor de los muertos



Cortesía de la Red

Cómo se magnifica a los muertos y cómo se relativiza a los vivos.

Por qué hay que esperar la desaparición de algo o alguien para darle el valor que tiene. Por qué el tiempo pasado es el mejor cuando en realidad lo que tiene un mérito tangible es el presente que algún día será pasado que se apreciará tarde... demasiado tarde.

Es injusto que lo más cercano se convierta en la costumbre que empuja los días envueltos en la inconsciencia que desvirtúa la realidad para añorar lo ausente, que en su día fue presente desvalorizado.

Qué hay que hacer entonces, alejarnos, desaparecer furtivos en el confín difuso, quemar las naves y dirigir lo que quede de nosotros hacia un horizonte sin meta por el simple hecho de pasar a formar parte de los añorados.

Si la permanencia la lealtad el apoyo y la entrega se convierten en torpe continuidad que aburre, que molesta, llegada es la hora de aprestar las alas y alzar el vuelo donde la vida no tenga el estigma del cansancio, la inclemencia del desapego, la sinrazón del envite el vacío, la respuesta desmedida y a destiempo en base a la cercanía que siembra el desconcierto.

Se muere de a poquito el alma cuando recibe sin merecerlo la respuesta del ingrato que busca en el horizonte lejano la pueril sonrisa el cálido abrazo  la pasión paciente la hermandad sincera el apoyo la fuerza la fidelidad la entrega, que tiene a su lado, al pie de su puerta.

Y cuando al fin en derrota cierta recoge las velas pliega las alas hace la maleta y parte, se torna la historia y llora al ausente, se golpea el pecho derrama cenizas sobre la cabeza mesa sus cabellos vierte lágrimas amargas y pregunta el porqué de su partida.

Al lado tendrá otra cabeza reclinada sobre el pecho, un corazón alerta, una mano tendida. 

Se repetirá la historia, cerrará el bucle gris de su inclemencia y llorará al ausente despreciando al que abierto en canal le ofrece su grandeza.

 

 


viernes, 29 de noviembre de 2013

El sueño entrecortado




Cuando María despojada de vergüenza lanza los brazos al aire y comienza a contonearse lentamente con movimientos lúdico-sensuales la sonrisa amplia asomando imparable, alguien muy cercano le dice entre bromas y veras -¡Vamos! Que tú ya eres una persona mayor-

El reproche se le clava a María en los oídos y el entendimiento y allí se queda rebotando como una pelota loca aunque, no cambia ni un ápice el gesto. En las horas siguientes vuelve a ella la molesta desazón cuando escucha de nuevo en su cabeza -“Tú ya eres mayor”-. Mayor… repite mecánicamente la mente.

¿Mayor? Es cierto que ya no cumple lo cincuenta, y cierto también que la vida le impone límites, pero de ahí a darse por vencida a cortar ella misma sus metas y arrumbarse en un sofá hay una enorme diferencia. Aun así le ha calado más hondo de lo que ella creía la aseveración de Miguel, sabe que en el fondo lo que él quiere es acortar distancia, hacerla a ella mayor para reducir los casi diez años que la lleva, a pesar de ello por la noche cuando la verdad crece extendida en la ineludible cita diaria donde se procesa lo vivido y lo por vivir María analiza lentamente paladeando el regusto verdinegro del silencio.

 Claudica la voluntad en la pendiente resbaladiza del amanecer aún sin luz y avienta el alma sus espantos en conversación íntima con nadie.

Quizás Miguel tiene razón…

María por supuesto conoce que es mayor. ¿Sabes –le dice al vacío- en qué noto que soy una persona mayor? En que me despierto por las noches. Antes cuando niña, cuando joven, mi sueño era plácido, de un tirón, cerraba los ojos y los abría a la mañana siguiente dónde me daba cuenta de que la vida volvía otra vez hecha fuerza convertida en luz empujando con apremio la existencia.  Ahora no, ahora me despierto varias veces y la noche se alarga interminable como el desperezo de un gran gato negro.

Es curioso porque María empezó a ser mayor después de la muerte de su madre, sucedió de golpe, sin previo aviso, sobrevino como todo lo que nos acecha creciendo entre las sombras en espera del momento oportuno para emerger. A pesar de tener cincuenta y tantos largos años, antes de morir su madre María seguía siendo para todo el mundo joven, nadie la llamaba señora cuando iba a los lugares, la llamaban de tú y la trataban como a una… no voy a decir adolescente, pero sí como alguien que todavía no ha traspasado la barrera donde se empieza a llamar de usted a las personas, no en señal de respeto, sino como un signo de senectud, de alejamiento.

Fue justo después de la muerte de su madre que la empezaron a decir señora y a llamarla de usted. Y saltó la barrera.

Acaso fue el cansancio que reflejaba su cara, tal vez era el esfuerzo que tenía que hacer para remontar y vivir el día a día con el dolor de enfrentarse a su pérdida, algún extraño mecanismo actuó en ella de cara al exterior y lo cierto, lo cierto es, que a partir de la muerte de su madre María empezó a ser una señora mayor.

Es como si al desaparecer su madre María hubiera cogido su lugar, ya no había una generación por delante, pasó de improviso a ser “esa” generación, a partir de aquel momento ella estaba en cabeza, estaba en primera fila.

Además de eso su madre le dejó muchas cosas, le dejó la sonrisa que extiende a su alrededor como el halo de luz de un faro en la tormenta, le dejó la extraordinaria comunicación que practicaba sutil con cuantos vivían o simplemente pasaban a su lado, los almendrados ojos color miel ejercían una poderosa fascinación sobre aquel que los posaba con su mirada profunda, hipnótica, al mismo tiempo que asentía con la cabeza acompañando cada gesto con una hermosa sonrisa.

Casi sin darse cuenta ocupó su lugar y empezó a hablar con la gente del barrio y a relacionarse en la calle y a ser reconocida como lo era su madre. Habla a través de su voz, ciñe con sus brazos, mira con sus ojos el viejo barrio que tantas veces la vio pasar…. y ahora es María la que se para con todo aquel que demanda su atención, detecta la solitaria soledad del anciano que desgaja en silencio con la mirada perdida en el ayer sus últimos  días de sol y paseo, orienta con cariño a la invidente que extiende su bastón al aire cual rama pendular que descubre el camino diario y esquivo, deja que se cuelguen de su brazo frágiles y tiernas figuras mientras abre sus oídos para escuchar con una actitud atenta la historia tantas veces repetida en una larga acera de pasos cortos y fatigados.

Se le ha quedado su impronta, acrecentada, crecida con su ausencia, y es María la que ahora transmite cariño y alegría, la que tiene el halo especial que tenía ella y lo desarrolla y cultiva buscando encontrar en su fiel reflejo la tibia caricia del contacto con su madre.

Miguel le ha dicho en un juego dispar intentando destensar el arco que distancia sus edades. - ¡Es que eres mayor! -

María es consciente de que ha vivido unos cuantos años, aunque no se siente por esa razón mayor en el término peyorativo que ha deslizado maliciosamente Miguel en sus oídos, porque sus andares sus movimientos eso que llaman el look no es el de una señora mayor, ni su cuerpo y sobre todo y más que todo la mente y el espíritu y esto se traslada al exterior como en un retrato de Dorian Grey invertido.

El tiempo, fiel aliado en todas las batallas ha pasado desdibujando y aplacando sentimientos y el tiempo que ha pasado desde la muerte de su madre la ha ayudado a recuperarse. Con el paso de los años ha vuelto a ser ella.

Aunque desde que su madre se fue María pasó a ser una “señora”, a pesar de eso conserva y potencia lo que ella le ha dejado, su personalidad limpia e inocente, la lozana tersura de la piel, la frescura del amanecer cuajado de rocío, la fragancia del campo mojado por la lluvia, la ingenuidad que persiste en María a pesar de todo lo vivido, su sencillez, su transparencia, la que su madre tuvo durante toda la vida y que ahora como el mejor de los regalos se lo ha cedido a ella.

Por eso y a pesar de que se despierta por las noches porque su sueño no dura desde que cierra los ojos hasta que los abre consciente entonces de que empieza un nuevo día, recoge y guarda en ella la impronta de juventud, de esperanza, de vida, de alegría, de ilusión, atesora y potencia la ingenuidad alocada que vive junto a esta otra señora mayor que se despierta por las noches.   


                                                   

jueves, 14 de noviembre de 2013

Estampas



El olor a churros taladra la calle estrecha y larga deteniéndose colgado en nubecillas imperceptibles salvo para el olfato que anticipa el gusto de paladear golosamente la masa crujiente.

Al fondo, cubriendo toda la calle el plato blanco y brillante deja apenas un retazo borroso a su alrededor, cielo, paredes de ladrillo, aceras, el trocito de un escaparate dormido. La luna llena que compite con el día aún por llegar marca su huella profunda y deja su rastro en un rielar sin mar sobre el asfalto mojado por el riego de las mangueras noctámbulas. 10 de Enero… “Con la luna de Enero me has comparado, que es la luna llena más grande de todo el año”.

El paisaje diario de su despertar, las primeras imágenes que saltan a sus ojos después de atravesar el oscuro portal que la deposita de golpe en el mundo de la realidad tras una noche liviana de sueños. Al doblar la esquina un aire limpio y amable sacude su pelo refrescándole la cara, la cabeza se yergue altiva al encuentro de la mañana, el paso firme y apresurado, el taconeo resuelto rebota en la calle vacía, pasillo estrecho plateado de luz.

 No puede por menos que sonreír. Sonríe a la vida que se estrena un día más. A la luna que sale a recibirla, constante compañera de sus pasos. Al viento, que impulsa su camino. Las notas de una canción vienen a su cabeza, la tararea bajito, sonriendo ¡¡Tira p’alante, que empujan atrás!!

Mira el reloj y arranca a correr, el autobús está a punto de pasar, atrás quedan el fulgor de la luna el olorcillo a churros y la calle mojada. Sin dejar de correr desemboca en la arteria principal, algunos madrugadores como ella se apresuran hacia el trabajo. En la esquina, frente al quiosco de periódicos la misma mujer pasea al mismo perrillo de todos los días, los dos con aire de fastidio, hace frío para salir a estas horas, pero…qué se le va a hacer, se dicen mutuamente con la mirada mientras arrastran los pies cansinos, no hay otro remedio…

En el vestíbulo del banco, dos mendigos, una pareja que se ha dado calor durante la noche envueltos en cartones los recogen sin mucha premura, los apilan con cuidado en la parte trasera del puesto de la ONCE con la leve esperanza de que hoy no se los tiren y puedan usarlos de nuevo por la noche.

En la fuente que preside la glorieta un hombre se lava la cara, todavía conserva los rasgos de quien ha sido, pronto el paso de los días le absorberá en el torbellino de los sin techo transmutando la expresión de su rostro, sus pies, sus cabellos, sus zapatos, sus ropas, caerá inevitablemente en el remolino que invade y transforma haciendo de un ciudadano decente un mendigo, un desarrapado al que todos esquivan. Por el momento él se atusa el pelo y lava sus manos con energía buscando en el reflejo del agua su normalidad.

Más allá un corredor de fondo entrena ensimismado, como cada día pasa haciendo su ruta un dos un dos, los brazos al compás de las piernas, rítmico, sereno, imperturbable, un dos, un dos se pierde calle abajo.

El director del banco de la esquina llega religiosamente como cada mañana el primero y en mangas de camisa, haga frío o calor llueva o truene es su atuendo habitual, a continuación, escoge entre las distintas llaves la que introducir primero para, paso a paso, abrir la gran puerta que le da acceso al pequeño despacho donde esperará la hora oficial de apertura tomándose quizás un café de máquina mientras hojea los últimos apuntes que dejó ayer pendientes.

El cielo va aclarando, por el Este aparece una voluta rosada que se deshilacha sobre el gris plomizo del amanecer. Los escasos coches que transitan transportan de uno en uno rostros vacíos atados a unas manos que conducen mecánicamente, un bostezo, una mirada lánguida, los ojos fijos en el semáforo ¡verde! y arrancan en un gesto reflejo mirando hacia la nada.

El autobús ofrece a la vista por unos momentos su panza iluminada, dentro, sentado en el mismo lugar el mismo perfil barbudo, la misma chica que da un último retoque a los labios, el muchacho que llega corriendo con el periódico gratuito acabado de coger del montón recién abierto que ofrecen en la parada del metro un par de chavales con gorras naranjas de ojos enrojecidos por el sueño.

El hombre parado en la esquina mira el reloj impaciente y vuelve a escrutar una y otra vez la  arteria vacía, consulta el reloj y hace un gesto de impaciencia, -Todavía no llegan, será que hoy no le recogen……..En ese momento aparece como una exhalación el gran autocar que frena estrepitosamente en la parada, es el vehículo salvador, del frío, de la espera, de la duda, nunca sabe a ciencia cierta si ha llegado a tiempo o habrá pasado justo un  minuto antes de que ella alcanzara el punto de encuentro. Sube y se adentra en el confortable calorcito, en la oscuridad acogedora todos duermen reteniendo el sueño justo hasta el momento de llegar al trabajo.

Lucía se arrebuja en su sitio favorito contemplando a través de los cristales las estampas diarias que se desarrollan ante su vista: la escolar adolescente que pasea al cachorrillo blanco casi de algodón; el ejecutivo que desayuna solitario en la cafetería del hotel; el cartel de Detectives Privados (Nos enteramos de todo y se lo contamos) que siempre llama su atención. ¿Qué tipo de persona, se pregunta, se sentará frente al detective para contarle vete tú a saber qué asunto escabroso por desentrañar?

 Un poco más abajo el gran surtidor, dormida ahora su catarata de agua, les introduce en el paseo del parque. Sus ojos se detienen en los grandes árboles, gigantes del bosque atrapados en la ciudad. En los primorosos jardines dibujados con flores de invierno y verdes setos que se pierden en laberintos inconclusos. En la tropa de jardineros que comienzan su cometido diseminándose por las estrechas sendas cargando rastrillos, empujando carretillas, tirando de las gomas de riego que se desenroscan cual serpientes, ejército eficaz y  desconocido para los que aún deslían a salvo en sus casas el ovillo de los sueños.

Pasan después por la glorieta del Maestro. Otra vez le han tirado pintura sobre la capa, parece que alguien está empeñado en que este pequeño homenaje a los buenos maestros cuente en esa mancha de pintura, que los malos maestros también existen.

La luz va ganando poco a poco terreno a la oscuridad, al llegar al río la temperatura baja de golpe seis grados, es la humedad de la umbría del puente que guarda bajo su sombra el “no pasarán” del tiempo sórdido en el que los madrileños de ambos bandos desangraban sus corazones en la lucha fratricida. Se pierde el recuerdo empujado por la voz que le cuenta - “De pequeño yo venía con mis amigos, nos tirábamos agarrados de una cuerda al agua, el estanque era profundo y no sabíamos nadar, luego soltábamos las manos y braceábamos desesperados hasta agarrarnos, muertos de risa, a los aros de hierro empotrados en la piedra ¡qué bien lo pasábamos!”.

La voz se diluye entre los pinos y las retamas, la alta tapia oculta parte del bosque que de vez en cuando se deja ver a través de las grietas que el paso del tiempo ha arrancado a dentelladas, un gazapillo atraviesa como una exhalación y el autocar sigue impasible su marcha por la gran avenida que conduce a la carretera moteada por los faros de los coches.

 La claridad es ahora dueña del paisaje, no se distinguen las estrellas, la luna cede el paso ocultándose con pereza, el final del viaje se acerca y a lo lejos comienzan a distinguirse los edificios blancos con grandes letras sobre la fachada y las puertas flanqueadas por barreras. La gente se despereza se oye algún que otro bostezo alguna palabra suelta y el rumor de la actividad que comienza. Al bajar del autobús el sol calienta con su tibia lengua al reguero de personas que entrecruzan experiencias, se cuentan cómo les fue el día, hablan de las próximas vacaciones, comparten alguna que otra risa y avanzando se orientan cada uno hacia su puesto.

Un fulgor dorado baña los edificios salpicando de reflejos multicolores los tejados, la humedad de la noche levanta olor a tierra mojada en los prados verdes salpicados de flores de invierno, el cervatillo de bronce da los buenos días, los patos se lanzan en una carrera loca por el césped persiguiendo el amor en una pobre pata que huye despavorida llenando de graznidos el silencio de la mañana y el gatito negro de piel brillante y ojos verdes sale a su encuentro buscando su ración diaria de caricias.


viernes, 1 de noviembre de 2013

Inmersión



Sumergirme, llenarme toda yo del agua sagrada que espanta miserias, el polvo invasor huye en desbandada loca dejando en su abandono respirar la piel a sus anchas, el agua, bendito elemento atronador y efímero pasea su lengua de cristal, me posee con su cálido deslizar adentrándose por todo resquicio, inunda, empuja suave y entra tomando posesión de cada poro de la piel, de cada orificio, penetra en tromba por los túneles negros que abren sus compuertas y el líquido burlesco se cuela de rondón en el baile que acomete el cuerpo zambullido envuelto y poseído en el profundo pozo, inundado de placer. 



jueves, 24 de octubre de 2013

Infame cobardía


¡Qué asco me da la agresividad de los cobardes!

 En realidad, la agresividad es cobarde en sí misma, parte de un ser que se refugia de su propio miedo detrás de la pared de gritos y atropellos.

Es fácil atacar al ser indefenso, a una población desarmada, arrojar proyectiles contra manos vacías, golpear hasta la muerte, lapidar con mentiras ancestrales, vaciar el cargador sobre la cabeza vencida, ensañarse con víctimas indefensas en la infancia, sacar las plumas de gallo y atronar el viento con berridos infrahumanos, golpear al que no se defiende, violentar la inocencia.

Es fácil someter al débil, avasallar al menos fuerte, atacar con actitudes y palabras que ablandan y desarticulan a la posible captura, tiranizar, hundir con saña los dientes en la garganta propicia y pavonear mirando desafiante a su alrededor con la sonrisa oscura del mediocre que oprime sin tregua, para no dar una sola oportunidad a la presa cercada que estrangula con sus manos, que asfixia entre sus brazos.

¡Qué asco me da la agresividad de los cobardes!

 

domingo, 6 de octubre de 2013

Desafío




Ante la adversidad me crezco. Los retos me apasionan. Aguanto los embates como una roca. Dúctil, permeable, traslúcida, enamorada…



sábado, 28 de septiembre de 2013

El corazón de la casa


Los relojes nunca baten al unísono, aunque marquen el mismo tiempo cronológico su tic tac alborota en síncopas alternas con cadencias monocordes la quietud de la estancia.

El espíritu del hogar recuerda con su perenne balanceo que el tiempo bulle vibra.... pasa. Indiferente a lo que acontece a su alrededor continúa su infatigable camino, tic tac, tic, tac. Ajeno, calmo, constante....

En un canto a la infinitud desliza su acompasado palpitar sincronizándolo, a veces, con el pulso del propio corazón, que, atento, enraíza su latido, al vibrar, casi materno, del alma de la casa.



lunes, 16 de septiembre de 2013

Al finalizar el día


Cortesía de la Red

Era al finalizar el día cuando los cinco dejábamos atrás las tareas realizas. Las manos de mi madre, por fin, descansaban abiertas al mañana tras la ardua tarea de limpiar cocinar restregar amasar… junto con la más dulce de acariciar nuestras cabezas amortiguar nuestra preocupación en su pecho o darnos el beso que nos acompañaba durante toda la jornada escolar.

Me gustaba verla sentada a nuestro lado más pequeña aún su figura menuda hermanada en las sombras, la expresión atenta y el índice apoyado sobre sus labios marcándonos silencio.

-Shiss escuchar -nos decía susurrando con una media sonrisa cómplice.

La lamparita de noche única luz que se mantenía encendida acentuaba la magia del instante proyectando su tibia luz sobre los cuerpos arracimados, entrelazados unos con otros sobre la alfombra verde y roja de espirales concéntricas. Fusionados en la felicidad del encuentro diario con lo desconocido nos dejábamos caer inquietos en figuras imposibles contorsionando el cuerpo, enroscando los brazos, simulando, con los pulgares convertidos en guerreros, luchas imaginarias.

Todo ello nos ayudaba a entretener los minutos de espera en la minúscula habitación. La ventana asomada al patio vertía de vez en cuando en nuestros oídos una voz lejana o el sonido escandaloso de algún cacharro que caía con estrépito sobre la pila de fregar de la casa vecina.

Apenas se distinguía el Corazón de Jesús que presidía la cama. Los dibujos azulados de la pared simulaban a mis ojos personajes de leyenda. Aquí podía reconocer la cabeza de un oso. Más allá el yelmo de un caballero coronado por un penacho. Otros aparecían como animalillos pequeños escondidos en la maleza. Ora parecía un conejo saltarín o la frágil figura de un ciervo retozando en la espesura.

Lo más impresionante de todo eran las dos enormes y peludas figuras, que cual Yetis atrapados en la madera permanecían en permanente vigilia con los musculosos brazos caídos a lo largo del cuerpo y los pequeños ojos profundos y maliciosos observando desde las puertas macizas del armario todos nuestros movimientos al acecho del descuido que les permitiera tomar impulso y saltar ávidos sobre nosotros. Yo no podía retirar la mirada de ellos hipnotizada por los dos huecos blancos y redondos de sus ojos.

Por fin aparecía mi padre, solemne y magnífico, emboscado en el pequeño bigote recortado que ocultaba la sonrisa. El padre tenía que ser severo e inspirar respeto a propios y extraños, aunque la ternura se le muriera entre las manos y atenazara los silencios. El padre imponía el orden y administraba justicia aun a su pesar.

Pocos momentos le ofrecía la vida para volver a ser el muchacho simpático y saltarín que se bebía el viento de las siete revueltas cimbreando el cuerpo sobre su bicicleta a derecha e izquierda en el baile mágico del descenso, o que subía a las cumbres más altas de la Sierra del Guadarrama desafiando los elementos. Qué feliz atravesando canchales, trepando riscos, serpenteando por trochas intrincadas, sorteando arroyos, libre como un pájaro, feliz en su elemento…

Después muy serio nos imponía silencio e iniciaba por fin el gran ritual. Se dirigía al pequeño cajón de madera y giraba la rueda...  el pequeño clic anticipaba la suave luz que aparecía en la ventanita rectangular por donde se movía la aguja hasta que se ajustaba en el dial seleccionado.

Las ondas musicales tan conocidas del Parte de Radio Nacional de España inundaban la habitación. Ante el inicio de protesta de los niños el padre mandaba callar.

-Hay que escuchar las noticias y saber qué tiempo va a hacer el fin de semana.

No había negociación posible, la recompensa que venía detrás merecía la pena. Tras lo que a nosotros nos parecía una eternidad saltaban a las ondas los admirados personajes, que a través de nuestra imaginación y en la oscuridad, agigantaban su presencia cobrando vida en el pequeño cuarto en penumbra donde empezamos a tejer nuestros primeros sueños.

  

jueves, 5 de septiembre de 2013

Cada despertar


Cada despertar golpea mi cerebro con un aldabonazo de campana gorda. La realidad desenreda su bucle de negativo extenso y aparece ante mí la sucesión de acontecimientos uno detrás de otro sin piedad sin descanso sin posibilidad de olvido.

No se puede detener la vida ni se puede desandar lo andado para llegar a ninguna parte o a la otra orilla o al remanso donde no ha sucedido nada. El amanecer inmisericorde me enseña la llaga y el sufrimiento y el dolor.

No existe paliativo sino el tiempo, la esperanza de que en los despertares sucesivos vayan apareciendo hilos de luz entre las sombras, cristalitos irisados coloreando la negrura que llena mis mañanas.

Que al abrir los ojos una explosión de luz me enseñe que la vida existe plena, completa, lúdica, espaciada, en calma. Que la paz sea el sentimiento caliente y dulce que empape mis neuronas y me desenrede como un gato entre la sabanas deleitándome en el desperezo, y me olvide del salto aturdido que me saca de la cama y que me empuja apenas abiertos los ojos a abrir las ventanas, todas, deambulando por la casa a trompicones, abriendo las ventanas, todas, dando paso a la luz, dando paso a la vida, abriendo mis ventanas, todas, con manotazos torpes, todas, hasta espantar la oscuridad.

 Todavía es demasiado pronto, para asumir tu pérdida, mamá.

  

Consciencias




Soy consciente de la luz que alumbra mi camino en ráfagas artificiales o en derroche natural. Consciente del aire que respiro viciado o no, nutriendo mis pulmones. Acepto el discontinuo devenir de la vida en altos y bajos. Intrincados laberintos. Precipicios que a veces cortan el camino. Murallas que parecen insalvables. Fértiles valles. Remansos de calma. Pupilas abiertas en la alborada. Brazos que colman. Absurdas disputas enredándose cual maléficas serpientes en la sabia del alma. Torpes reflejos en noches de abusos de muerte callada.

Consciente del reflejo en las pupilas que avienta la vida y sacude con estruendo sigiloso la desgana adormecida. Me recreo en la mirada esquiva, en la mano que saluda, en el vientre de una niña que apunta hacia el infinito semillero de otra vida. En el dulce acontecer y en la sacudida que altera poniendo en alerta la fuerza que proviene de la fuente, pura energía, que abastece sin recato en fluida conducción y destierra la desidia. Trenza la solidaridad su danza y explota con horrísono estruendo la maldad desguarnecida.

En este tremolar constante que sacude el infinito, que se estira y que se encoge haciéndose a mi medida, paladeo cada momento. Degusto mil sabores, consciente de la infinitud del segundo compartido. Abarco con la mirada y me empapo permeable de la lluvia errante. Me sumerjo lúcida en la existencia, valedora de caricias, amante de la verdad, paladín de la justicia, anacoreta del alma, apasionada del mar, de la muerte y de la vida.



domingo, 28 de julio de 2013

De obras


 

La casa contagiada de polvo y cemento se vuelve anárquica y en una mueca lasciva deshace el orden calculado, paso a paso transforma su esencia y se entrega juguetona dejando a un lado el adquirido rosario de rutinas, las comidas a su hora, un día para cada cosa, los jueves la plancha, los viernes la aspiradora.

Despierta al caos zumbón y se revuelca como un niño por el barro, tiembla y se regocija en un desparrame libertario, saltan las ballenas del ajustado corsé y el mórbido cuerpo se expande en una marea de objetos que ocupan en oleadas haciéndose dueña de cada una de las tórridas estancias.

Al comienzo, ajena al gran maremágnum una isla subsistía incólume, hoy rendida al zafarrancho ha abierto sus puertas y campan a sus anchas los bultos desbaratados, las moléculas de polvo esparcen su nieve gris por muebles y estantes por paredes y rincones, la ropa diseminada se descuelga en improvisados percheros meciéndose lánguida.

No hay escape, toda ella ha entrado en el juego del barullo delirante, el último reducto ha entregado sus banderas ante el ataque imparable de las huestes de la casa que disoluta y festiva lanza las piernas al aire.

 


miércoles, 10 de julio de 2013

Malaquías Melquiades

                                                                                                       



Un día descubrió que el mareo continuo no es el estado natural de los seres humanos. No, aquel vértigo permanente, la falta de aire, la sensación de ingravidez que forma parte de su estar en la vida, es pura ansiedad, ansiedad por vivir. Vivir, un esfuerzo continuo que le pone al límite de sus fuerzas.

No recuerda desde cuando este estado forma parte de él ni en qué momento fue consciente de su incómodo aunque chisposo compañero. Al fin es como si estuviera constantemente embriagado, es decir, que ese cierto mareo semejante a la euforia sin excesos que presta el alcohol él lo tiene permanente y de forma gratuita.

La sensación de ingravidez que buscan experimentar los osados que se aventuran a paseos siderales, o  el vértigo que se apodera de los que se lanzan penduleando colgados de una goma cientos de metros por encima del suelo rebotando como un yo- yo gigante, él lo disfruta sin riesgos, al menos, si alguna vez cae en una pérdida de conciencia la distancia hasta el suelo es mucho más corta y por lo tanto el porrazo, en teoría, más leve. También disfruta de la semiinconsciencia  aportada por la falta de oxígeno ya que no respira a pleno pulmón como debiera y por lo tanto el cerebro se vuelve perezoso y juguetón, relativizando todo aquello que acontece a su alrededor por muy importante que pudiera parecerle en otro momento más lúcido, en el que los mareos compañeros dejan paso a una clarividencia que raya en lo obsceno.

Malaquías Melquiades pasa sus días con una media sonrisa aleteando en la cara, angulosa sin exceso, adornada por un par de mofletes casi regorditos que le dan una apariencia beatífica, los ojos de un azul desvaído redondos y asombrados escudriñan mansamente con la peculiar mirada melancólica que le dan sus permanentes vahídos. El pelo ralo y descolorido le cae  sobre el rostro en mechones sin gracia que él mismo trata de recortar con las tijeras  de media punta  guardadas en exclusiva a tal efecto en el cajón del aparador que otrora fuera preciada posesión de su muy amada madre, Dios la tenga en su Gloria.

A su gran devoción por el profeta debe su primer nombre unido a su procedencia, a punto estuvo de ponerle Patricio, pero el hecho de que ya hubiera muchos en la familia le hizo decantarse por un nombre más original ya que estaba segura de que su hijo era un escogido, el mensajero de Dios, significado del nombre de Malaquías, le iba como anillo al dedo según ella, aunque más que un enviado de Dios Malaquías parece por su corta estatura y su cuerpo blando y rechoncho un duendecillo emigrado de tierras irlandesas, los brazos cortos sujetan las manos regordetas que casi siempre penden de los hombros sin encontrar lugar que le sirvan de acomodo, dejándolas por lo tanto bailar a su aire según el cuerpo se mueve.

Completa la estampa su extravagante traje de cuadros verde y gris que solamente sustituye el día de su cumpleaños  por el granate con pintas marrones que heredó de su padre, y que guarda cuidadosamente para tal ocasión. ¡Qué mejor manera de celebrar su venida al mundo que portando el traje de su muy añorado padre!

Sí, Malaquías Melquiades fue un niño muy querido, todavía saborea el tiempo lejano en que le subían a caballito mientras giraban a toda velocidad  en un juego familiar que casi está seguro es el origen de su permanente vértigo en la vida. De ahí su miedo a caer cuando deambula por las calles, sea de noche o de día, tempranito en la mañana cuando sale ligero bamboleando el cuerpo camino de cualquier parte, o en las tardes, ya anochecido, cuando la ciudad se cuaja de luces cual luciérnagas perezosas que despiertan por etapas.

A pesar de su vida funámbula, por eso de estar siempre como colgado de un alambre, Malaquías es feliz, disfruta enormemente de los acontecimientos que transcurren en su entorno, observador permanente del acontecer del barrio él más que nadie sabe de las historias que desgrana la vida a su alrededor.

Después de los diez minutos de cabeceo en el sofá necesarios para su puesta en marcha, Malaquías ha salido camino del banco situado estratégicamente frente al parque al resguardo de la brisa serrana que baja de vez en cuando acuchillada por el callejón estrecho que desemboca en la plaza. Éste es el banco de invierno, en verano se resguarda del sol bajo la sombra espesa y fresca que le ofrece el viejo fresno compañero de estares, como él mudo y estático, cimbreando las ramas cuando alguna brisa generosa mueve a la vez hojas y cabello, entonces Malaquías sonríe, levanta la cara y deja que el vientecillo le mande el pelo en la dirección que decida, como un niño chico que se deja acariciar por la mano de su madre.

En primavera y otoño según resulte el año, escoge indistintamente uno u otro, incluso los alterna en función de lo que escucha en las predicciones del parte meteorológico, curiosamente sólo utiliza esta información para saber qué banco va a ocupar esa tarde porque la ropa no la cambia, salvo la bufanda de rayas amarillas y negras que se enrosca al cuello cuando el frío arrecia.

Además de esto Malaquías tiene otro gran vicio, leer, lee todo lo que cae en su mano sin discriminación alguna, tan solo está fuera de su alcance aquello que tiene que pagar, no porque sea miserable, sino porque su exigua renta le da escasamente para subsistir, de ahí su permanencia en los bancos callejeros en lugar del cómodo sillón al resguardo de las intempestades del tiempo en la cafetería cercana de la cual y a según qué horas le llega el oloroso tufillo a café y pan tostado. Aun así su buen carácter le hace disfrutar como ya sabemos por ser el guardián de los secretos del barrio, permanente vigía receptor de acontecimientos que atesora en su cabeza junto con las otras historias que absorbe como un secante de las páginas impresas.

Esta mañana se siente más que feliz, está radiante disfrutando del cálido solecillo retozón que el mes de Marzo le ofrece como un regalo cargado de promesas del buen tiempo que se acerca, completa su dicha el hecho de que hoy, no sabe muy bien por qué razón, su mareo crónico se ha atemperado de tal manera que percibe el mundo que le rodea con una claridad casi diáfana, sin bruma ni bamboleo alguno, por lo que se dispone a comer placenteramente en el restaurante familiar en el cual le sirven un primer plato generoso con su buen vaso de vino y el postre que él prefiera incluido en el menú por 4,50, precio que puede pagar sin menoscabo de su estabilidad monetaria y que junto con las galletas de media tarde y el yogur de la noche rematan su dieta diaria, eso sí, complementado con un buen tazón de leche caliente migada de pan para desayuno.

Además hoy ha encontrado en los libros que algún donante generoso suele dejar sobre el contenedor de papel o encima de una de las muchas papeleras de las calles por donde pasa todos los días un ejemplar extraordinario, cuando lo ha visto, como ya hemos dicho hoy ve todo mucho más claro, se ha dirigido hacia él lo más rápido que ha podido por miedo a que alguien se le adelante atraído por el original formato que tanto le ha llamado la atención. Cuando está a su alcance coge el libro casi acariciándolo, deleitándose en el tacto peculiar que parece responder a la presión de sus dedos.

Ciertamente tiene un buen tamaño –se dice.  El color tierra y ocre del dibujo de la portada le hace remontar muy lejos en el tiempo, cuando apenas era un mozalbete que salpicaba de saltos las calles en busca del campo abierto que rodeaba su ciudad, un campo ocre y marrón con reflejos dorados casi idéntico al del libro.

Con mucho cuidado lo pone debajo de su brazo sujetándolo con firmeza, se dirige al banco y se sienta situándose de espaldas al sol que lame su espinazo dejándole una sensación de caliente cosquilleo sobre los huesos y se queda absorto contemplando su hallazgo, saboreando de antemano lo que sus páginas  puedan ofrecerle. Posa la mano sobre la dura portada deleitándose todavía por el buen recibimiento que el libro le ofrece, una respuesta casi viva y con un movimiento exquisito, lo abre.

La expresión de Malaquías es todo un poema, si la gente que pasa indiferente hacia uno y otro lado de la acera le prestara un poco de atención, se quedarían asombrados viendo el gesto incrédulo y estupefacto de boca abierta y ojos como platos mientras acerca y aleja el libro en un intento vano por descifrar su contenido. Y tan en vano es la cosa porque la página está absolutamente en blanco y la siguiente y la siguiente y la otra. Cuando Malaquías pasa despacio, despacio, una tras otra las hojas,  para que no se le vuelen las palabras, descubre que ni una sola de ellas tiene tan siquiera un signo de puntuación, un dibujo, algo que le indique el camino a seguir para descifrar el contenido que está completamente seguro, permanece escondido dentro del volumen.

Con el ceño fruncido gira el libro de uno a otro lado, lo agita cogiéndolo con  cuidado para que no se vaya a desencuadernar, lo pone del derecho y del revés, lo abre y cierra de golpe a ver si de esta manera sorprende a las palabras  y ¡nada! Todo esfuerzo es infructuoso, el libro sigue desafiante mostrando sus hojas en blanco.

-No quieres eh, pues nada, me doy por vencido, ahí te quedas ingrato –dice depositando el libro sobre el banco.

A continuación se incorpora con aire digno y marcha decidido hacía el restaurante, tanto ajetreo le ha dado hambre y por una vez excepcionalmente decide cambiar su yogurt espartano por alguno de los platos apetitosos que ofertan en el menú de noche, no sin antes volver varias veces la cabeza para comprobar si todavía continua el libro encima del banco.

Mientras come observa con ojillos atentos y oreja abierta cuanto sucede a su alrededor sin dejar de pensar en el libro abandonado.

-Siempre hay una razón para todo hijo, nada ocurre por casualidad

Era lo que le repetía su madre hasta la saciedad y Malaquías Melquiades sabe por experiencia propia que a su madre nunca le faltaba la razón.

Cuando termina las patatas guisadas con carne que le han servido escoge para postre arroz con leche su postre favorito, caldosito y dulce como a él le gusta, con su rama de canela y su cascarita de limón naufragando en la pasta blanca.

Con el estómago lleno y más reconfortado se le enciende la bombilla de golpe.

–Ya sé por qué no hay nada escrito en tus hojas-   Se dice golpeando con los dedos extendidos la frente y sacudiendo la mano abierta al aire, es tan sencillo que no sabe cómo no se ha dado cuenta antes.

-Simplemente no es un libro, todavía no. Estaré tonto…

En la mesa de enfrente la señora del perrito que siempre anda sola agita la mano en el aire en contestación espontánea a lo que ella cree que es un saludo, para inmediatamente mirar hacia el infinito con ademán honorable escondiendo su azoramiento. Malaquías ni se ha percatado del gesto, absorto como está en su descubrimiento, ya sabe el porqué de las páginas en blanco, es una llamada, una oferta del destino, están en blanco para que alguien las escriba.

Ahora sí que se alborota, paga y echa a andar lo más rápido que puede, que es poco, porque como ya sabemos Malaquías más que andar parece que se desliza con sus pasitos cortos que le asemejarían a una pelota, si no fuera por el cabeceo pendular que ejecuta cuando intenta dar demasiado impulso a su cuerpo.

-¿Estará todavía en el banco o se lo habrán llevado? –    Se pregunta resoplando por el esfuerzo, menos mal que el mareo continúa sin aparecer y esto le permite dirigirse sin zigzagueos ni inseguridades directo al banco.

Qué gran alivio experimenta al verlo depositado en el mismo sitio que lo dejó. Dando un gran suspiro extiende sus manos regordetas que hacen presa del libro, de nuevo muestra la media sonrisa que se había esfumado durante el esfuerzo y meneando la cabeza en un gesto de asentimiento abraza su libro y se marcha sin perder un segundo derechito a casa.

Tiene tanto que contar a estas páginas blancas…

                 


miércoles, 3 de julio de 2013

Tu mantilla

 

                                            

Si supieras que aún conservo la mantilla, aquella que un ocho de Julio de hace muchos años me ofreciste esperanzado, envuelta en papel de seda, la cara casi iluminada por una sonrisa tímida, la mano dubitativa, temblorosa. Me ofreciste el presente comprado con amor, no hay duda, ahora lo veo con claridad. Entonces, inconsciente, desenvolví el paquete entre risas y con un mohín irónico de medio enfado te pregunté:

- ¿Y esto tan largo qué es? -Un poco picado me respondiste muy serio  - Es una mantilla, para llevarte a los toros.

Todavía me quedé más desconcertada.

- ¿Una mantilla para ir a los toros?

- ¡Sí! y el año que viene te regalo la peineta. Me dijiste con orgullo y una miajita de vanidad posesiva.

Ya no supe qué decir salvo darte las gracias al mismo tiempo que depositaba un beso liviano como el aleteo de una mariposa sobre tu mejilla redonda y sonrosada, tú me sonreíste con ese aire angelical que siempre te acompañaba.

Era mi primera fiesta de cumpleaños ¡sin padres!, independiente, con amigos. ¡Incluidos los chicos! Eso sí mis hermanos también entraban en el lote. No sé por qué extraña razón ese hecho tranquilizaba a mis padres. No podían imaginar que mis mayores cómplices y mejores maestros en el arte de la vida en todos los terrenos eran mis supuestos guardianes.

Por primera vez organizaba un guateque estrenando catorce maravillosos años llenos de promesas y esperanzas. El aire caliente del Julio madrileño revolaba sobre las terrazas danzando con las sábanas blancas tendidas al sol. Del Retiro llegaba olor a parque y agua, a barquillos y desgana, a paseo y tierra recién regada. De vez en cuando se escuchaba el rugido de un león clamando por su tierra africana que en la caída de la tarde tenía el acento doliente y melancólico de la añoranza. Aullido, casi llanto que ponía un escalofrío en la piel.

No sé por qué hoy me has entrado derechito al desliar la mantilla que he conservado a través de años, mudanzas, cambios de casas, más de quince y en las cuales he ido desprendiéndome de prácticamente todo lo prescindible y más. Tu mantilla sin embargo la he guardado envuelta en el papel de seda. Cuando la veo aun escucho tu queja -Es una mantilla bordada a mano y el año que viene te regalo la peineta para llevarte a los toros.

No tuviste la oportunidad. En la fiesta rehuí tu presencia sin darme cuenta. Había chicos mayores mucho más interesantes que acapararon mi atención y yo disfrutaba bailando al son de la música con los ojos puestos en las estrellas.

No salí más contigo ni coincidimos en más fiestas, apenas te conocía, eras el amigo del hermano de una amiga. Ella de cuando en cuando me decía que le preguntabas por mí y yo te mandaba recuerdos. Quizás un día me llamaste y no estaba en casa, o no me dieron el recado, o dejaste de hacerlo hasta que tu presencia se fue diluyendo con el tiempo.

Un día de Septiembre en un cineclub del barrio ponían el Acorazado Potenkim, por entonces no me perdía una y el Acorazado mucho menos. La sala estaba atestada, casi no podíamos movernos. Me acerqué escurriéndome entre la gente hasta el chaval que controlaba la entrada. Le di con seguridad mi carnet de cine-clubista. A pesar de no tener la edad, por mi estatura y expresión pasaba por mayor sin ningún problema.

El recinto estaba bastante oscuro, separé la gruesa cortina de entrada al mismo tiempo que un muchacho rubio alto y fuerte la sujetaba para dejarme pasar. Cuando le miré a la cara para darle las gracias te reconocí en la ternura del semblante y en la media sonrisa tímida que me dedicaste junto al –Hola ¿no me recuerdas?

Buceé en tu mirada para hallarte, el resto era tan distinto, el color platino del pelo, la envergadura del cuerpo los ademanes tiernos y femeninos, me diste dos besos, me buscaste uno de los mejores asientos y te alejaste contoneándote por el pasillo hasta perderte en la marejadilla de expectantes cinéfilos. A la salida ya no estabas.

Hoy envuelta en la mantilla me ha llegado nítida tu memoria, tu amor, tu ternura, nuestro desconcierto. Con tu rostro han desfilado ante mí aquellos que me quisieron y yo no quise. Aquellos que quizás desprecié o herí sin ser consciente de ello. Los que me buscaron sin encontrarme. A los que alenté sin saberlo.

Fieles amores desgajados del telar de los besos, para todos vosotros va hoy mi homenaje y mi recuerdo, junto con la súplica de perdón porque no pude, aún a mi pesar, quereros.

 

  

sábado, 1 de junio de 2013

Viaje alucinante





El Torbellino azul gira y gira cada vez más deprisa, acelerándose en cada vuelta a la vez que se separa del suelo hasta conseguir una posición horizontal.

Embutida en el cacharro infernal siente el vértigo subir del estómago a la cabeza. Un zumbido presiona sus oídos, se aferra aun con más fuerza a las barras situadas a ambos lados buscando un punto de apoyo. Traga saliva intentando respirar hondo a pesar del aire que estalla contra su cara. Poco a poco lo va consiguiendo. Afloja los brazos hasta que deja de sentir el cosquilleo en los músculos agarrotados.

Entonces distingue de golpe el cielo estrellado por encima y por debajo de su cabeza. Las luces multicolores que pasan ante su vista en ráfagas brillantes. Y sus oídos perciben la música.

Ha conseguido vencer el miedo.

Es cuando comienza el viaje alucinante traspasando el tiempo y el espacio, volando hacia el infinito.

Descubre, una pieza más para encajar en el puzle, que el miedo es ceguera. Que el temor bloquea caminos y se enrosca en el entendimiento y la voluntad. Que atrofia la percepción. Que obstaculiza y enferma el alma, incapacitándola para llegar al conocimiento.

Ahora sólo le queda ganarle la batalla en otros terrenos.