Elena se dio cuenta aquella tarde de
que pertenecía a la última generación de mujeres que sabía coser. No era una
vanagloria, ni un absurdo complejo de superioridad, simplemente constató el
hecho. Pocas mujeres de las generaciones actuales o futuras saben coser,
amasar, tejer, bordar o cocinar con alegría.
No han tenido la suerte que tuvo
ella. Que tuvieron las que saltaron de siglo y de milenio, de moneda y cultura,
del yugo de la pertenencia a los otros, a la más absoluta de las libertades, la
pertenencia a ellas mismas.
Elena se curtió en el regazo de
hembras luchadoras que acometían con bravura y con pocos medios su pelea
diaria. Abuelas de pelo blanco entretejido en una larga trenza que enrollaban
en un moño que identificaba su perfil seco. Se empapó de historias y cuentos
trinados en el arpegio de voces claras que rompían el alba o despedían
atardeceres inacabables.
De la mano de su madre aprendió a
entrelazar historias con la lana que desovillaba en una cadencia remota de
años. A su lado se impregnó de la sabiduría popular que desgranaban sus
canciones. Aprendió, de tanto mirarla, a planchar entre nubes de agua
pulverizada las blancas sábanas de algodón. Y amasó con ella en las tardes sin
colegio del verano madrileño, haciendo volcanes de harina donde la lava era el
aceite caliente con cáscara de naranja y vino blanco que había que verter en la
boca abierta de la cúspide de la montaña.
En seguida tenían que imprimir toda
su fuerza, para con puños y manos, transformarla en una suave masa que
extendían con la botella de cristal verde que hacía de rodillo. De ella surgían
los finos redondeles que rellenaban con el tomate troceado a mano que
previamente había estado a fuego lento burbujeando en la sartén y que, mezclado
con el huevo duro y el bonito, extendía su apetitoso olor por la cocina de
fogones de carbón e inmaculados azulejos blancos.
Sobre el mármol que bordeaba el hogar
iban colocando en dibujos geométricos, por un lado, las suculentas empanadas,
por otro la masa extendida y enrollada sobre sí misma en formas imposibles que después de
fritas y espolvoreadas de azúcar y canela degustarían todos los habitantes de
la casa.
Fuentes de empanadillas y pestiños,
olores de su niñez que giran en el olfato y hacen saltar la saliva de sus
papilas gustativas junto con la añoranza por las horas compartidas.
Tardes de seriales por entregas
encabezados por Guillermo Sautier Casaseca. Mañanas de sábado de limpieza
general, fregando con estropajo y jabón las desgastadas baldosas rojas,
sacudiendo el polvo de los altillos de los armarios, frotando con papeles de
periódico arrugados los cristales hasta dejarlos traslúcidos, sin una sombra
que opacara el reflejo.
Y lavadoras. Incontables puestas de
lavadoras que había que llenar con una goma desde el grifo, en las diversas
cargas de lavado, aclarado, lejía, y azulete. ¡Cuánta meticulosidad! ¡Cuánta
organización para desarrollar infinitas tareas con sus manos delicadas, blancas
y acariciadoras!
La mujer de la casa, cocinaba, lavaba,
planchaba, administraba, educaba, conectaba al padre ausente que vivía su
bipolaridad de proveedor de lo necesario en el mundo del pluriempleo devorador
de tiempo. La madre, la suya al menos, se multiplicaba en mil tareas sin dejar
de escuchar sus voces adolescentes impregnadas de deseos de cambio, atenta
siempre a su devenir. Nacida por delante de su generación en su proyección
humana, se adelantaba a su época allanándoles el camino y empujándoles para que
ellos accedieran al suyo con ventaja.
Fuerte y serena, lúcida y perspicaz
les dirigía sin que se dieran cuenta por los derroteros de la existencia,
aconsejando sin palabras en la difícil travesía que iniciaban al soltarles de
su mano.
Ahora, cuando escucha a su alrededor
palabras que atentan contra las madres que no trabajan, sobre entendiendo que
el trabajo sólo es considerado cuando se ejerce fuera del hogar, mira sus manos
laboriosas y agradece su suerte. En ellas se reflejan siglos de sabiduría
transmitidas con amor y fuerza, con resignación y entrega, con rebeldía y
paciencia.
-La fortuna estuvo de mi lado cuando
en la lotería de la vida me tocó el premio gordo- Piensa con la mirada perdida
en el ayer y sigue con la costura. Cada pespunte un suspiro, una sonrisa, un te
admiro, un no te olvido, un te quiero.
Revolotean por su frente las imágenes
de los años felices que enriquecieron el contacto con su madre. De profesión,
sus labores, ningunean los datos estadísticos, las redes sociales, los que
presumen de modernos.
En la sociedad actual, consumista y
voraz no hay cabida para esas madres coraje que renuncian a su individualidad,
a los logros profesionales, a ingresos propios, a la comunicación externa, a la
vanagloria de la realización de trabajos que sí son bien vistas y valorados por
la gran mayoría.
En cambio, tienen que afrontar la
lucha contra un sistema que tratan de imponerla, con críticas más o menos
veladas, con ataques directos o con el menosprecio de aquellos que no entienden
nada que no sean consignas, estereotipos o materialismo puro y duro.
Anteponen el bienestar de su casa a
cualquier otra cuestión. En un mundo profesional donde ser
"mileurista" se ha convertido en una gran conquista, el salario con
el que retribuyen a las féminas no bastaría para mal pagar a una persona que
cubriera sus ausencias.
¡Qué suerte tienen los hijos de
esas escasas madres que pueden ocuparse de ellos! Sin dejarles en manos
extrañas, sin robar la tranquilidad de sus últimos años a los abuelos ni
explotarles con sus exigencias. Esas madres fuertes, leales, capaces,
completas, que escogen anteponer la seguridad de los suyos y el premio
impagable de educarles de primera mano, cuidarles y estar siempre cerca…
Mujeres hermosas, inteligentes que
deciden por voluntad propia ser amas de casa con todo lo que de bueno y malo
conlleva.
Elena suspende por un momento su
tarea, esboza una sonrisa y piensa:
Las mismas voces que estallaban en
cólera cuando quise emanciparme del hogar y saltar al mundo profesional, son
las que ahora gritan indignadas contra las que deciden ejercer de amas de casa.
Pura intransigencia que encabezan las de su mismo sexo, siempre dispuestas a
criticar la personalidad, la independencia de criterio, la diferencia.
¡Ama de casa! si es por libre
elección ¡no existe una profesión más bella!