Me sorprende ver el
apego-desapego-dependencia de muchas de las parejas de mayores que se cruzan en mi camino
diario. Tienen por necesidad que ir juntos y sin embargo se ignoran, con el
gesto, la mirada, la palabra... El sentido de posesión que manifiestan el uno
con el otro, innegable. La hartura tras años y años de convivencia, también.
Cuesta imaginarse, al varón
cansado que con el desánimo pintado en la cara atraviesa desiertos de soledad
compartida, cuando era un mozalbete aguerrido, conquistador, pinturero,
recurriendo a mil argucias para derribar el castillo de su resistencia y
acceder a los placeres sublimes de la carne.
¿Todo se reduce a eso? -Me
pregunto. ¿A seguir el impulso irrefrenable de perpetuar la especie sembrando
en la hembra la fértil semilla de sus ardores? ¿A continuar el camino que marca
inexorable la naturaleza y una vez concluida la tarea entrar en la etapa de la
espera? Espera de la caída del imperio de los sentidos que se adormecen en el
dulce lecho del estómago satisfecho y el confort adquirido.
Se acompañan, cofrades de la procesión del silencio ungidos los labios por el descontento. Día a día,
hora a hora transgreden, mutilan el mito de la esperanza que se desangra en el
río del desconsuelo.
A veces toman conciencia de su
decadencia en el atisbo lejano de lo que fueron. Un torbellino de fuego
devorando las entrañas que apagaba su sed en el tórrido encuentro de
sábanas revueltas, en la búsqueda urgente de los labios, en el regusto del
sudor resbalando sobre el pecho, en el tacto extendido en busca del sexo,
abierto en flor.
Entonces avientan el
pensamiento, mutilan los recuerdos y ocultan su verdad mirando de soslayo hacia
su compañero. No sea cosa que se dé cuenta y rompa el hechizo del pacto urdido
sin papeles, sin palabras, del: "Somos felices" y el ¡Cuánto nos
queremos!
Parejas rancias que pasean por la
ciudad de cemento su inercia, su descontento, su hartura. Uno en pos del otro.
Tan cerca. Tan lejos. Derriban con sus pliegues de amargura el final feliz del cuento.
En contraposición están los
otros.
Los que velan el sueño. Los que tienden la mano para bajar el peldañito
de la acera. Los que brindan caricias. Los que miran con embeleso el brillo en
los ojos sin ver las arrugas que ha dejado el paso del tiempo. Los que se
conducen apoyados en el brazo por el río apresurado de la marea humana. Los que
sonríen sin esfuerzo el chiste mil veces escuchado. Los que se dan las buenas
noches con la seguridad del encuentro. Los que se bambolean en la misma
cadencia ajustando sus pasos en un baile asincrónico de caderas yuxtapuestas. Los que se dicen -¿Estás bien?- y esperan, con el alma en vilo, que les llegue una respuesta afirmativa.
Tienen aún tantas cosas por
compartir... No quieren que se acabe la aventura. Todavía no.
Compañeros por décadas de sacrificios, alegrías, dedicación, amores y penas, triunfos compartidos, metas alcanzadas, sueños y esperanzas, de confianza plena.
Años de saberse juntos, años de
sentirse cerca, con la infinita tranquilidad que da un “Buenos días” al abrir los ojos, y descubrir que la vida sigue latiendo en las venas.
Salir a la calle y
repartirse la acera en las mañanas de plata, cuando pasean el uno al lado del otro, meciéndose al compás de la dicha que corona una
vida de pasión, fidelidad, cariño y entrega, que esta vez, sí, hace realidad, el final feliz, de los cuentos de la abuela.
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