Le
vi cuando iba a cerrar la contraventana. Fue de refilón, algo percibido con el
rabillo del ojo. Mi vista tiene algo de gata, puede ver en la oscuridad y
detectar movimientos por mínimas que sean sus oscilaciones.
Así entró en mi retina el fotograma del
aquel hombre parado frente al balcón, de pie, erguido, provocador. El sombrero
opacaba el rostro que se escondía a la luz. Los ojos, se adivinaban como dos
ascuas brillantes taladrando las paredes.
— No puede ser —me dije.
Miré, esta vez de frente, a través de
las grietas metálicas. Recorrí su figura dentro de lo que me permitía el escaso
margen de visión tratando de descubrir quién era.
El cuerpo era semejante al suyo, uno
ochenta aproximadamente, corpulento, hombros anchos, piernas un poco abiertas
entre sí en su pose característica. Cabeza desafiante inclinada ligeramente. Me
quedé sin aliento. Apenas me atrevía a respirar para no revelar mi presencia.
Algo totalmente absurdo porque claramente estaba lejos de su alcance.
Incapaz de parar de temblar me retiré de
mi observatorio para apagar todas las luces. Apagué el televisor que lanzaba su
luz blanquecina, cerré el ordenador y me quedé prácticamente a oscuras,
iluminada sólo por la luz de las farolas que se filtraban a través de las
rendijas.
Cuando volví a mi puesto le vi girarse
sobre los talones y empujar la puerta del bar que tenía a su espalda. Una vez
dentro se sentó en una banqueta, cerca de la ventana, desde donde volvió a
dirigir los ojos hacia mi casa.
No llevaba el sombrero. Podía distinguir
su pelo marrón, descuidado y entrecano. El mismo gesto burlón, la misma manera
de apoyarse en la barra, de coger la copa y alzarla en un brindis al aire.
El corazón seguía golpeándome el
pecho cada vez con más fuerza. ¿Habría regresado? ¿Cuál sería el motivo de su
acecho? ¿Qué le traía de vuelta al barrio? ¿Era él? Seguimos los dos durante
horas retándonos con la mirada, que, a pesar de no encontrarse, permanecían
imantadas.
Recorrí mi frente con las manos tratando
de deshacer su imagen. Una mezcla de sentimientos se apoderó de mí. ¿Y si bajo
y le pregunto? ¿Qué pasaría? Pero no, no me atrevo. ¡Oh Dios! ¿Y si viene hasta
mi puerta?
Como si me hubiera leído el pensamiento
salió del bar y comenzó a andar hacia el portal, despacio, muy despacio, por
cada paso que daba retrocedía medio y se quedaba ensimismado, con expresión
ausente. Encendió un cigarro. ¡Qué raro, él no fumaba! ¡Después de todo, quizás
no fuera él! Miró el reloj un par de veces. Atravesó la acera de izquierda a
derecha. Hizo gestos de impaciencia y volvió a mirar donde yo estaba.
Todo lo veía brumosos excepto su cuerpo.
La angustia se mezcló con el deseo y la esperanza con el miedo. Con esa mezcla
de sentimientos decidí enfrentarme a la realidad. Me había escondido demasiado
tiempo. Sabía que tenía que dar la cara o no podría dormir tranquila.
Vacilante, fui abriendo, escondida detrás de los cierres metálicos, después
desplegué las contraventanas y quedé desnuda ante su mirada.
Al sentir el ruido miró arriba, me
contempló durante unos momentos y sonriendo irónicamente dijo.
— Buenas noches. Perdone. ¿Sabe usted
dónde está la persona que habitaba ese piso? Tengo que encontrarla. ¡Es
importante!
Sentí alivio. Había cambiado tanto que
no me reconocía.
— Es cuestión de vida o muerte, tengo
que entregarle algo— añadió.
Con un gesto rápido se quitó el
sombrero y lo lanzó hasta mí. En ese momento sonó una sirena rompiendo la
noche. Por el comienzo de la calle una luz azulada iluminó las fachadas. El
extraño, con agilidad felina trepó por la fachada y subió hasta mi balcón
cercano a la acera, recogió el sombrero y volvió a saltar.
Una vez en el suelo gritó. —¡No, no
estás equivocada! ¡Soy yo! —Sin apartar la mirada de mis ojos añadió con voz
ronca — ¡No lo dudes! ¡Volveré a por ti!
La noche selló el sonido de sus pasos y
yo, cerré apresurada el balcón.

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