Se acerca una ola hacia la playa. Al llegar, se troca en espuma que baña unos pies descalzos curtidos por el sol. Ricardo recoge las redes tendidas en la arena, va hacia la pequeña barca y las deja caer en el interior. Rema con fuerza mar adentro. El viento azota su pelo negro, canta y sonríe a la vida.
Después de un
buen rato echa las redes y se queda tumbado dejándose mecer por el bamboleo de
las olas con los ojos cerrados hasta que se queda dormido. Al despertar, algo
llama su atención, una roca que no había visto hasta ahora emerge del mar.
—Es pronto
para recoger las redes, no creo que haya mucha pesca en ellas se dice— y hace
tanto calor que, sin pensarlo, de un salto se tira al océano y nada hacia la roca
que ha despertado su curiosidad. En unas cuantas brazadas consigue llegar al
islote y subir trepando por las aristas con cuidado de no cortarse los pies.
Cuando llega
al punto más alto, descubre que es más ancha de lo que parecía, hay una pequeña
pendiente cubierta de hierba y al fondo una especie de cueva que se adentra en
el terreno.
—Todavía tengo
tiempo para investigar qué puede haber aquí —piensa y comienza a bajar. El
cambio de luz le hace restregarse los ojos que se van acostumbrando a la
oscuridad poco a poco. El haz de luz que penetra por el hueco no alumbra más
allá de un pequeño cerco que no llega a romper las sombras.
Según avanza
descubre un destello que nace del interior. La roca por dentro es de nácar
cristalino. Nunca ha visto nada tan hermoso. Al penetrar en la cueva se
encuentra en un paraje submarino como sólo lo ha imaginado en sueños.
Un gran lago
subterráneo ocupa el centro. Las paredes, tornasoladas, despiden un brillo que
ilumina y aporta claridad suficiente para contemplar su alrededor. De los lados
salen galerías que se internan en lo desconocido. A través de las aguas
cristalinas puede ver corales, peces y plantas fosforescentes. Parece un
paraíso sumergido por un diluvio.
Al otro lado
del lago, unos ojos grandes, verdes, que tienen el color del mar iluminado por
el sol y el misterio hipnótico de un rayo de luna, le miran fijamente.
Apenas distingue
el rostro que le observa. Una figura se destaca y va hacia él despacio. La
corriente marina mueve sus largos cabellos. La desdibuja. La borra. La difumina.
Sus labios le invitan en un gesto mudo, le llaman. Le hablan sin palabras:
—Ven, ven,
ven...
Ricardo da un
paso, otro, otro, otro más. El agua le llega a las rodillas, a la cintura, al
pecho y él sigue avanzando, avanzando...
Arriba en la
superficie, el viento mece una barca vacía. Las gentes del pueblo, desde la
orilla, llaman a voces y gritan su nombre hasta enronquecer. Cuando la oscuridad
se apodera de la playa, desalentados, vuelven a sus casas. El mar se ha llevado
otra víctima, se dicen unos a otros, sin poder esconder su desconsuelo.
En lo hondo de
la cueva, Ricardo, tendido sobre las rocas con los ojos abiertos y la vista
fija en un punto, mira sin ver. La boca, contraída por una sonrisa expulsa las últimas
burbujas de aire.
El agua bate
sin descanso las plantas que agitadas semejan la figura de una mujer. Incluso,
si pudiéramos adentrarnos y mirar al fondo, podríamos ver algo semejante a unos
ojos verdes de profunda mirada y unas manos que, en un gesto suave y seductor,
nos invitan a llegar hasta ella.
En la playa,
las últimas voces que gritan su nombre se pierden en un eco.
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