domingo, 5 de octubre de 2025

Una historia

 


Se acerca una ola hacia la playa. Al llegar, se troca en espuma que baña unos pies descalzos curtidos por el sol. Ricardo recoge las redes tendidas en la arena, va hacia la pequeña barca y las deja caer en el interior. Rema con fuerza mar adentro. El viento azota su pelo negro, canta y sonríe a la vida.

Después de un buen rato echa las redes y se queda tumbado dejándose mecer por el bamboleo de las olas con los ojos cerrados hasta que se queda dormido. Al despertar, algo llama su atención, una roca que no había visto hasta ahora emerge del mar.

—Es pronto para recoger las redes, no creo que haya mucha pesca en ellas se dice— y hace tanto calor que, sin pensarlo, de un salto se tira al océano y nada hacia la roca que ha despertado su curiosidad. En unas cuantas brazadas consigue llegar al islote y subir trepando por las aristas con cuidado de no cortarse los pies.

Cuando llega al punto más alto, descubre que es más ancha de lo que parecía, hay una pequeña pendiente cubierta de hierba y al fondo una especie de cueva que se adentra en el terreno.

—Todavía tengo tiempo para investigar qué puede haber aquí —piensa y comienza a bajar. El cambio de luz le hace restregarse los ojos que se van acostumbrando a la oscuridad poco a poco. El haz de luz que penetra por el hueco no alumbra más allá de un pequeño cerco que no llega a romper las sombras.

Según avanza descubre un destello que nace del interior. La roca por dentro es de nácar cristalino. Nunca ha visto nada tan hermoso. Al penetrar en la cueva se encuentra en un paraje submarino como sólo lo ha imaginado en sueños.

Un gran lago subterráneo ocupa el centro. Las paredes, tornasoladas, despiden un brillo que ilumina y aporta claridad suficiente para contemplar su alrededor. De los lados salen galerías que se internan en lo desconocido. A través de las aguas cristalinas puede ver corales, peces y plantas fosforescentes. Parece un paraíso sumergido por un diluvio.

Al otro lado del lago, unos ojos grandes, verdes, que tienen el color del mar iluminado por el sol y el misterio hipnótico de un rayo de luna, le miran fijamente.

Apenas distingue el rostro que le observa. Una figura se destaca y va hacia él despacio. La corriente marina mueve sus largos cabellos. La desdibuja. La borra. La difumina. Sus labios le invitan en un gesto mudo, le llaman. Le hablan sin palabras:

—Ven, ven, ven...

Ricardo da un paso, otro, otro, otro más. El agua le llega a las rodillas, a la cintura, al pecho y él sigue avanzando, avanzando...

Arriba en la superficie, el viento mece una barca vacía. Las gentes del pueblo, desde la orilla, llaman a voces y gritan su nombre hasta enronquecer. Cuando la oscuridad se apodera de la playa, desalentados, vuelven a sus casas. El mar se ha llevado otra víctima, se dicen unos a otros, sin poder esconder su desconsuelo.

En lo hondo de la cueva, Ricardo, tendido sobre las rocas con los ojos abiertos y la vista fija en un punto, mira sin ver. La boca, contraída por una sonrisa expulsa las últimas burbujas de aire.

El agua bate sin descanso las plantas que agitadas semejan la figura de una mujer. Incluso, si pudiéramos adentrarnos y mirar al fondo, podríamos ver algo semejante a unos ojos verdes de profunda mirada y unas manos que, en un gesto suave y seductor, nos invitan a llegar hasta ella.

En la playa, las últimas voces que gritan su nombre se pierden en un eco.




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