Cuando Mariquilla salía de paseo,
jugaba al escondite. Se camuflaba con las hojas y los árboles, se escondía en
los rincones de sombra y saltaba apresurada los espacios de luz para no
hacerse visible a los demás.
En realidad no era cuestión de
juego, sino más bien una táctica de defensa. Conocía desde muy niña que algo
pasaba con ella y con su cuerpo.
Al menor indicio de aderezo, una aureola abría
su corola de luz haciéndola vulnerable a todos los ojos. Esos ojos
que sin saber muy bien por qué, ya no podían apartarse de la chiquilla y
de su cuerpo monumental que rompía con ritmo la acera. Cadencia y son
reverberando en su bien construida
osamenta.
A su paso murmuraban las vecinas
críticas más o menos sutiles. Los hombres torcían la cara para espetarle
algún piropo malsonante. Las mujeres la envidiaban y los muchachos la
perseguían sin descanso.
Ella andaba con el sofoco
quemándole la cara y la vergüenza ajena empañando su alma.
De ahí su experiencia en el
camuflaje. Mariquilla escogía con esmero las prendas menos llamativas, los
colores más discretos. El pelo lo dejaba caer a su aire, sin adorno ni artificio
que la hiciera parecer más bella.
Buscaba a propósito pasar
desapercibida.
Para cualquier niña de su edad
eso habría sido un disparate. Para Mariquilla era su salvoconducto, de esa manera podía salir a la
calle sin que nadie la acosara.
Era su pase a la supervivencia sin sobresaltos. Su seguro
contra el asedio, que sufría indefectiblemente cuando por descuido, usaba una
prenda que resaltaba su sencilla, inocente y sensual belleza.... (Continuará)
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