Olfateaban su olor entre los
millones de seres que se movían, como ellos, arracimados en vagones trepidantes.
Les llegaba, entre tanta energía
esparcida, la suya en particular, como un hilillo blanco de niebla atravesando
rincones y espacios, sorteando vacíos y espesuras de piel hasta cercar su
entorno con un halo protector.
Se sabían seguros cuando
percibían el aliento del otro envolviéndoles como una suave caricia, intangible,
persistente.
Nadie podía percatarse a su
alrededor, ellos sí. Para su especial percepción era fácil percibir la huella, sentir
el latido sincrónico batiendo junto a sus pasos.
Distinguían la respiración al
unísono, la cercana solidez que despejaba el mundo con su abrazo invisible, formando
un tándem indestructible, en aquellos días de cruces de caminos que saltaban obstáculos,
bailando al compás, en la inescrutable y siempre sorprendente sinfonía de la
vida.
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