Algunos puntos de venta:
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https://www.elcorteingles.es/libros/A24786731-un-hombre-gris-y-otros-relatos-tapa-blanda-9788416107957/



Elena se dio cuenta aquella tarde de
que pertenecía a la última generación de mujeres que sabía coser. No era una
vanagloria, ni un absurdo complejo de superioridad, simplemente constató el
hecho. Pocas mujeres de las generaciones actuales o futuras saben coser,
amasar, tejer, bordar o cocinar con alegría.
No han tenido la suerte que tuvo ella. Que tuvieron las que saltaron de siglo y de milenio, de moneda y cultura, del yugo de la pertenencia a los otros, a la más absoluta de las libertades, la pertenencia a ellas mismas.
Elena se curtió en el regazo de hembras luchadoras que acometían con bravura y con pocos medios su pelea diaria. Abuelas de pelo blanco entretejido en una larga trenza que enrollaban en un moño que identificaba su perfil seco. Se empapó de historias y cuentos trinados en el arpegio de voces claras que rompían el alba o despedían atardeceres inacabables.
De la mano de su madre aprendió a entrelazar historias con la lana que desovillaba en una cadencia remota de años. A su lado se impregnó de la sabiduría popular que desgranaban sus canciones. Aprendió, de tanto mirarla, a planchar entre nubes de agua pulverizada las blancas sábanas de algodón. Y amasó con ella en las tardes sin colegio del verano madrileño, haciendo volcanes de harina donde la lava era el aceite caliente con cáscara de naranja y vino blanco que había que verter en la boca abierta de la cúspide de la montaña.
En seguida tenían que imprimir toda su fuerza, para con puños y manos, transformarla en una suave masa que extendían con la botella de cristal verde que hacía de rodillo. De ella surgían los finos redondeles que rellenaban con el tomate troceado a mano que previamente había estado a fuego lento burbujeando en la sartén y que, mezclado con el huevo duro y el bonito, extendía su apetitoso olor por la cocina de fogones de carbón e inmaculados azulejos blancos.
Sobre el mármol que bordeaba el hogar iban colocando en dibujos geométricos, por un lado, las suculentas empanadas, por otro la masa extendida y enrollada sobre sí misma en formas imposibles que después de fritas y espolvoreadas de azúcar y canela degustarían todos los habitantes de la casa.
Fuentes de empanadillas y pestiños, olores de su niñez que giran en el olfato y hacen saltar la saliva de sus papilas gustativas junto con la añoranza por las horas compartidas.
Tardes de seriales por entregas encabezados por Guillermo Sautier Casaseca. Mañanas de sábado de limpieza general, fregando con estropajo y jabón las desgastadas baldosas rojas, sacudiendo el polvo de los altillos de los armarios, frotando con papeles de periódico arrugados los cristales hasta dejarlos traslúcidos, sin una sombra que opacara el reflejo.
Y lavadoras. Incontables puestas de lavadoras que había que llenar con una goma desde el grifo, en las diversas cargas de lavado, aclarado, lejía, y azulete. ¡Cuánta meticulosidad! ¡Cuánta organización para desarrollar infinitas tareas con sus manos delicadas, blancas y acariciadoras!
La mujer de la casa, cocinaba, lavaba, planchaba, administraba, educaba, conectaba al padre ausente que vivía su bipolaridad de proveedor de lo necesario en el mundo del pluriempleo devorador de tiempo. La madre, la suya al menos, se multiplicaba en mil tareas sin dejar de escuchar sus voces adolescentes impregnadas de deseos de cambio, atenta siempre a su devenir. Nacida por delante de su generación en su proyección humana, se adelantaba a su época allanándoles el camino y empujándoles para que ellos accedieran al suyo con ventaja.
Fuerte y serena, lúcida y perspicaz les dirigía sin que se dieran cuenta por los derroteros de la existencia, aconsejando sin palabras en la difícil travesía que iniciaban al soltarles de su mano.
Ahora, cuando escucha a su alrededor palabras que atentan contra las madres que no trabajan, sobre entendiendo que el trabajo sólo es considerado cuando se ejerce fuera del hogar, mira sus manos laboriosas y agradece su suerte. En ellas se reflejan siglos de sabiduría transmitidas con amor y fuerza, con resignación y entrega, con rebeldía y paciencia.
-La fortuna estuvo de mi lado cuando en la lotería de la vida me tocó el premio gordo- Piensa con la mirada perdida en el ayer y sigue con la costura. Cada pespunte un suspiro, una sonrisa, un te admiro, un no te olvido, un te quiero.
Revolotean por su frente las imágenes de los años felices que enriquecieron el contacto con su madre. De profesión, sus labores, ningunean los datos estadísticos, las redes sociales, los que presumen de modernos.
En la sociedad actual, consumista y voraz no hay cabida para esas madres coraje que renuncian a su individualidad, a los logros profesionales, a ingresos propios, a la comunicación externa, a la vanagloria de la realización de trabajos que sí son bien vistas y valorados por la gran mayoría.
En cambio, tienen que afrontar la lucha contra un sistema que tratan de imponerla, con críticas más o menos veladas, con ataques directos o con el menosprecio de aquellos que no entienden nada que no sean consignas, estereotipos o materialismo puro y duro.
Anteponen el bienestar de su casa a cualquier otra cuestión. En un mundo profesional donde ser "mileurista" se ha convertido en una gran conquista, el salario con el que retribuyen a las féminas no bastaría para mal pagar a una persona que cubriera sus ausencias.
¡Qué suerte tienen los hijos de esas escasas madres que pueden ocuparse de ellos! Sin dejarles en manos extrañas, sin robar la tranquilidad de sus últimos años a los abuelos ni explotarles con sus exigencias. Esas madres fuertes, leales, capaces, completas, que escogen anteponer la seguridad de los suyos y el premio impagable de educarles de primera mano, cuidarles y estar siempre cerca…
Mujeres hermosas, inteligentes que deciden por voluntad propia ser amas de casa con todo lo que de bueno y malo conlleva.
Elena suspende por un momento su tarea, esboza una sonrisa y piensa:
Las mismas voces que estallaban en cólera cuando quise emanciparme del hogar y saltar al mundo profesional, son las que ahora gritan indignadas contra las que deciden ejercer de amas de casa. Pura intransigencia que encabezan las de su mismo sexo, siempre dispuestas a criticar la personalidad, la independencia de criterio, la diferencia.
¡Ama de casa! si es por libre elección ¡no existe una profesión más bella!
Me ha tocado vivir, como a todo aquel
que recorre etapas o extremos de la vida, las críticas estúpidas de la sociedad
“pensante” que a través de los medios de comunicación manipulan y contaminan al
vulgo y que dirigen contra las partes que consideran “blandas”, vulnerables, no
contributivas. Descubro al escribir estas líneas que hay un desprecio hacia los
jóvenes a través de siglos y sociedades que menoscaba sus cualidades, su
presente y su futuro.
Ese mismo menosprecio se extiende, en nuestra cultura al menos, hacia los mayores. Críticas, burlas y desdén acompañan a la figura del mayor incapaz de asumir la velocidad del mundo cambiante a ojos vista.
En ambos puntos de la vida los seres que los transitan están desvalidos, dependen en una gran medida de los demás, y por encima de todo no cotizan, según quieren hacernos creer, aunque en el caso de los mayores lo hayan hecho durante largos años y aún lo sigan haciendo a través de esas pensiones, que ahora parece que son un regalo llovido del cielo y no el producto de décadas de esfuerzo mantenido, en la mayoría de los casos. No así en el de los políticos que acceden a ella, efectivamente, como un maná regalo de los dioses.
Nada importa que unos sean el futuro, los brazos y mentes en los que descansa el porvenir. Deben emigrar, como antaño lo hicieron sus abuelos, a otros países que les ofrecen salarios y condiciones de vida más justos, donde pueden desarrollar una vida familiar potenciada por el estado, donde es posible conciliar ambas vidas, renunciando por tanto a vivir entre los suyos. Es triste cuando, como toda decisión no elegida, tienen obligatoriamente que elegir esa opción a pesar de su valía, su preparación, sus estudios, su inteligencia... y sus deseos, porque en su propio país se les cierran todos los caminos.
Tampoco importa nada que los otros hayan aportado durante largos años de contribuciones impuestas al sistema que sustenta el armazón, ni que hayan forjado los ladrillos que conforman el edificio del presente.
Unos y otros, despreciados, unos y otros, ninguneados por aquellos que dicen que velan por el estado del bienestar. ¡Tiene “bemoles” la cosa!
Nos llaman necios porque el alma en estas fechas se alegra y tiembla como un pajarillo en el hueco de la mano protectora. Ahí estás con el corazón en el pecho renacido por el caudal de afectos que acuden en tropel a la memoria. Son tantas las manos, tantas las sonrisas, tantos los abrazos que vienen en una alarde de comunicación a visitarnos, reviviendo la época en la cual éramos llevados en volandas sobre los pies para ejecutar una danza que habría sido imposible para nuestros aún incipientes pasos. O aquellas otras que subidos en una banqueta para alcanzar la encimera donde se amasaba, se cortaba en pequeñas porciones, se batían salsas y se esparcían especias, observábamos con los ojos como ventanas, abiertos al mañana.
El aire se llenaba de cantos navideños, y no era necesario que vinieran de ningún aparato, porque eran los propios habitantes de la casa los que comenzaban, recién estrenada la mañana, a entonar cantos de paz, de alegría, de ilusión. Todo se sincronizaba en una danza perfecta y no importaba el tipo de alimento, la escasez o la abundancia, lo lleno o vacío del bolsillo.
Las viandas especiales llenaban esos días las mesas en una alarde de dedicación, trabajo e imaginación. Sonaban risas que se expandían por todos los rincones. Se tejían jerséys guantes y bufandas de lanas multicolores. Se fabricaban con madera patines y cunas, pequeñas cunas para meter las muñecas de trapo con ojos de botones y boca bordada en hilo granate.
La familia se reunía en unas horas especiales y mágicas, desde el más grande al más pequeño, formando un lazo indestructible que perviviría a través de los años y que en un alarde de ternura llega hasta nuestros días.
No son cuentos, no son inventos, no son reclamos publicitarios para embaucar a los necios, son tradiciones. Una tradición que nos hace desear felicidad y que pinta la sonrisa que se escabulle durante todo el año en aras de las vivencias que nos han transmitido nuestros mayores y que antes les transmitieron a su vez sus padres y sus abuelos y sus bisabuelos.
De ahí parte toda esta parafernalia, según algunos, y gloriosos días de amor según otros. Está bien que aparquemos durante un corto periodo la vida rauda, inhóspita, fría, lejana, donde el reloj marca la prisa de los minutos que se esconden en las arrugas del tiempo.
Es bueno, aunque sea una vez al año, aunque algunos se aprovechen del tirón para llenar las arcas, aunque otros escojan el anonimato del grupo para descargar el saco de las ofensas y trunquen a veces lo que se supone una divertida cena.
Es muy bueno, que nos reconciliamos con nosotros mismos, que brindemos abrazos, que explotemos en calidez cuando a lomos de los recuerdos llegan hasta nosotros esos rostros serenos, esas músicas, esos cantos, esos sueños que compartimos con ellos. Que abracemos su espíritu y lo hagamos nuestro, que honremos su memoria, la de los vivos y la de los muertos. La de todos aquellos que alguna vez han estado a nuestro lado perpetuando este sueño, el sueño de las Navidades Felices y el Próspero Año Nuevo.
Y fui arrastrada a las profundidades
de la guarida de la fiera. Maniatada. Amordazada. Hundida en el rincón más
lóbrego, aguardando sin saber mi destino.
Con el tiempo supe que estaba en la despensa, mantenida como posible tabla de salvación. En caso de ser necesario, sería devorada, poco a poco, cogiendo las partes de mi cuerpo que sirvieran como alimento, sin arrancarme la vida.
A trozos. En porciones. Consumida lentamente. Espaciado. Mientras, mis ojos permanecían ausentes. Mi voz no estallaba. Mis oídos no escuchaban. Pero, mi corazón latía acorde. Sistólico. Constante. Pertinaz. Único. Redondeando el ritmo que resonaba en la caverna de la guarida de la fiera.
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Imagen cortesía de la Red |
¿Alguno de vosotros ha oído hablar del latido del coro? Yo sí. Y no sólo he oído hablar de él, sino que he percibido su palpitar en directo, apretando la sangre en mis venas, erizando la piel, estremeciendo el pulso en la garganta.
El corazón del coro trepida en cada laringe, se impulsa vibrante en cada voz, resuena multiplicando los ecos y acalla disonancias.
Este Coro sueña y ama, se entrega y agita, se pierde y se olvida, se encuentra y resucita hecho armonía.
De sus cuerdas arrancan, más que notas, emociones cálidas que impregnan las almas. Hay complicidad, entusiasmo, valor, picardía, juegos, amanecer.
Es un coro con entrañas que invade espacios sonoros de luz y despierta mañanas.
El coro del que yo os hablo, mi coro, tiene un gran corazón que entrega en cada embestida de la voz, extendiendo en ondas sonoras un caudal de amor.
A mi Coro Galileo
Hoy se despide de la camisa, aquella que Claudio no le regaló y que sin embargo ha formado parte de su historia, en ese rincón del subconsciente donde surgen, desde la bruma infantil, los sueños.
Para ella era una quimera que él la introdujera en el ranking de los seres queridos, los de siempre, ésos sobre los que no hay duda de permanencia. Nos pertenecen y les pertenecemos más allá del tiempo y la distancia.
Claudio se lo dejó muy claro con la exclusión. Leonor no formaba parte de ellos. Y mira que lo intentó con todas sus ganas. Puso la voluntad al servicio del cariño y aunó amor con cordura, pasión con templanza, y sobre todas las cosas, puso la fe. Fe en ellos, fe en su resistencia, en su madurez, en su calidez-calidad de alma y espíritu, de visión común.
Quizás como tantas veces sucede en la vida, él solo era el reflejo de lo que ella quería ver. Cuando amamos, proyectamos en el ser querido la complementariedad de nuestro yo.
No sabe si es un ego maldito lo que le hace plasmar en el otro, irrealidades suplementarias. No sabe si es la literatura, la Era del Romanticismo que encumbró sentimientos inusuales hasta entonces. Solo sabe que debido a lo que desconoce, su alma siente tal y como es, romántica, entrañable, pródiga, generosa, entusiasta y pertinaz en la consecución de sus objetivos.
Con Claudio se equivocó de plano. Al cien por cien. Demasiado crédula, demasiado frágil dentro de su fortaleza.
Las armas de él eran otras, pulidas
en mil batallas. ¿El atractivo de Leonor? la ingenuidad, el desconocimiento, la
vulnerabilidad, la entrega, la falta de artificio. Llegó hasta Claudio como una
inmensa bandera blanca tendida al sol, él la recibió como una rendición
incondicional.
De ahí que no le naciera regalarle la camisa, de poco valor. No vayan a pensar que su compra deterioraba su estrecha economía. Estaba claro que en los saldos del gran almacén donde buscaban el regalo familiar el gasto no habría excedido el presupuesto, la oferta era de tres por dos. Le habría salido gratis.
Él no lo consideró. Le fue indiferente la mirada rebosando ilusión porque le demostrara que ella pertenecía a su élite. Fue la prueba definitiva. Otra más de las tantas que necesitó antes de apearse de la burra. No entraba en la ecuación de sus afectos esenciales, estaba claro. Volvió sobre sus pasos y compró, sin descuento, la preciada camisa. Esa camisa que ha sido el vivo recuerdo del desamor, el vivo recuerdo de su supervivencia.
Leonor la ha paseado durante años por el mundo entero como una señal de luz, de capacidad, de autosuficiencia, de entereza, de disfrute y de orgullo por no sucumbir ante el cerco de su desidia. Orgullo por no sentirse suya. Orgullo por ser capaz de construir su vida lejos de la manipulación, lejos de la soberbia, lejos de la acidez que machacaba los días.
Hoy dice adiós a la camisa que debió ser prueba de amor y se convirtió en adalid de su independencia. Ha compartido con ella sus mejores años, los que Claudio se ha perdido por no tenerla cerca.
Consciente de que el camino se elige cada amanecer. Consciente de que en un segundo puede decidir el derrotero de su existencia, Leonor sonríe porque supo ver a tiempo y con tino la mejor de las veredas.
La camisa fue con ella, enseña, blasón y bandera. Hoy, rinde su último homenaje a la blanca camisa blanca, que ha permanecido fiel a su lado hasta el fin. Estandarte de su libertad. Blasón, enseña y bandera.
Saber disfrutar de la vida. Algo que
no va unido al dinero, al poder, a las posesiones ni a las actividades que
realicemos cada día, quizás sí esté ligado a con quién. A veces ni siquiera a eso.
Es cierto que hay un aporte extraordinario cuando somos cómplices en la realización de las más pequeñas o grandes acciones. Cómplices en la elaboración, cómplices en la consecución, cómplices en los objetivos y en los deseos, cómplices en la picardía, en la chispa.
Algo se quiebra en el instante que los caminos se bifurcan en meandros de querencias. Son los pequeños gestos los que hacen que los aconteceres cotidianos se conviertan en mágicos, que un suceso extraordinario lo sea aún más aderezado con un guiño. Salir de la rutina, adornar el hecho con la puntilla de la ilusión.
Cuando a la diversión de cualquier índole se le aplica la inflexibilidad horaria como si de un mero trabajo se tratara, muere. No hay emoción en la ejecución medida escrupulosamente. En la frialdad de datos que se acumulan con el único propósito de alcanzar el objetivo, desprovisto de exaltación, de quimeras, de alegría.
El desarrollo cuadriculado, un concepto que empapa cada una de nuestras ocupaciones despojándolas de su parte festiva, de los rituales bulliciosos que condimentan la existencia.
Todo se tiñe de un tono grisáceo en la rutina ejecutada al milímetro que no deja margen a la improvisación, al juego, al regocijo.
Echo de menos la complicidad que nos hacía llevar la misma ropa como una seña de identidad que esbozaba la aventura compartida.
Ahora impera la faceta rígida que impide que nos saltemos las costumbres a la torera para hacer algo diferente, sin margen para la espontaneidad. Se imponen en cambio los menús repetidos, los pasos contados, el camino invariable, la estructurada estructura que frena movimientos. Todo tiene que estar planificado, medido, contado.
Control, ese es el resumen. Controlar el proceso sin margen para el esparcimiento, la naturalidad, la imaginación, el júbilo. Un calculado ejercicio ejecutado dentro del ejército de la mediocridad.
Saber disfrutar. Algo que no va unido
al dinero, al poder, a las posesiones ni a la actividad que desarrollemos cada
día. El disfrute es una semilla que germina en el corazón y florece sin causa
definida, salvo, la decisión propia de hacer disfrutable cada momento de la
vida.
De ahí mi indestructible determinación. En cualquier circunstancia. En las situaciones más difíciles. Bajo el fuego de la presión. En las encrucijadas más borrascosas. En los llanos y en las montañas. En los terremotos y en las bonanzas. En las tormentas y en las calmas que pulsen mi existencia. En todas ellas, decido ser feliz.
La búsqueda de la felicidad, vocación innegable del ser humano desde la cuna a la tumba. Yo la reivindico a puro grito, la hago mía con machacona insistencia, con decidido propósito.
Porque la felicidad está dentro de cada uno de nosotros, yo, libre y consciente, escojo ser feliz.
- Pues no Casilda, si no me da usted una pista, no tengo la más mínima idea de lo que le ha dicho el tal señor que no tengo el gusto de conocer.
- Pero ¿cómo me dice usted que no le conoce? Es el ingeniero, el que vive solo porque la mujer le abandonó un buen o mal día. Vaya usted a saber si es bueno o malo. El caso es que ella se fue llevándose al único hijo y no la hemos vuelto a ver más. Él desde entonces vive a su aire, que yo por las noches o de amanecida veo entrar y salir cada pelandusca de su casa… que ya ya. Y es que tan señor que parece, con su buena educación de sombrero todos los días. Quién lo iba a pensar, pero así es, hágame usted caso.
-
Muchas gracias, que sé que es de corazón, pero esta noche tengo a mi Antonio
que viene a hacerme un ratito de compañía, ya le dije que se van turnando cada
día para no dejarme sola. Estaban empeñados en que me fuera a vivir con uno de
ellos, pero ya lo dice el refrán: El casado casa quiere y yo
así estoy requetebién que bastantes años he tenido que hacer lo que otros me
mandaban que El buey suelto bien se lame como decía mi madre, y que
razón tenía...
-
La dejo que no puedo entretenerme ni un minuto más. Lo dicho, mañana nos vemos
-
Hasta mañana pues, Doña Rosa y… ¿sabe lo que le digo? que a mí lo que le ha
contado Paquito, me parece que son cuentos.
Mira el ring desde fuera del
cuadrilátero. Nada puede hacer salvo pedir en sus adentros que los golpes dejen
de castigar a los púgiles enfrentados en cruento combate.
Es imposible acceder al cuadrado enmarcado por la luz donde resalta la dureza del ataque, la indefensión del más débil, las escasas armas que posee.
Su mayor valor es el coraje, la voluntad, el esfuerzo diario y mantenido, la seguridad en el triunfo.
Nada se puede hacer para ayudarles salvo permanecer en pie aguantando la sonrisa como bastón de apoyo en su contienda.
Él ya pasó por esa situación y aún conserva el regusto de sangre goteando de la nariz a la boca, el infinito cansancio, el aturdimiento.
Aún hoy y a pesar de sus años tiene que descender al infierno, calzarse los guantes, ajustarse el protector entre los dientes y saltar a la lucha que no da cuartel ni tregua.
La mayor parte del tiempo persiste, espectador lastrado, aguardando que rematen su faena, que puedan con el enemigo feroz que patea su cabeza y salgan incólumes de la lucha.
Aprieta los puños, hinca los talones, y ruega. No le queda otra que mantenerse a la espera.
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Foto del Telescopio Espacial
Hubble del cielo ultra profundo (2014)
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No sabe la respuesta, tiene la
certeza de lo aprendido en los años que lleva en el planeta Tierra.
Hay tantas teorías sobre para qué estamos aquí, sobre qué objetivo tiene la vida, acerca del porqué de la existencia...
Muchas religiones aseguran un paraíso después de un comportamiento acorde con sus reglas. Otras una estancia mejor o peor, según nuestras acciones, en el siguiente periplo terrenal. Los más descreídos inciden en que no existe nada, salvo perpetuar la especie, siendo portadores a través de la propia supervivencia del gen que hará posible que pervivan los superiores. En algunas, lo abstracto de sus creencias se pierde en vaguedades o teoremas.
Lo que Pascual sabe a ciencia cierta, experimentado en su piel, en sus neuronas, en sus vivencias, es que es mucho más sabio que cuando saltó a la vida hecho un paquete de carne rosada, ojos y llanto a partes iguales.
Sabe qué, desde los incipientes pasos vacilantes, los torpes balbuceos, la incertidumbre ante cualquier acontecimiento, la inocencia expuesta en exceso, el desconocimiento, el rechazo, el atrevimiento, la desconfianza, la osadía, la ignorancia y el miedo que formaron parte de él durante los años de infancia, pubertad y adolescencia, ha llegado a la madurez consciente de que cada día ejecuta una nueva tarea de aprendizaje. Para ello, no tiene que esforzarse, las cosas suceden a su alrededor y él reacciona como mejor sabe, puede o entiende.
Es una cuestión de adaptación al medio, unido a los impulsos irracionales que ponen en marcha la cinta grabadora de situaciones y experiencias que reproducen circunstancias similares y la reacción que tuvo ante ellas.
No necesita tener un fin concreto ni
una meta, para él es más que suficiente con disfrutar el día a día con las
herramientas que le han proporcionado los años. Disfruta resolviendo
situaciones que antes le habría resultado imposible superar, o si lo hubiera
hecho habría sido a costa de un gran desgaste, de inmensos sufrimientos.
El crecimiento emocional junto con las situaciones vividas, buenas, malas, regulares, espantosas o sublimes, todas ellas extraordinarias, le han hecho crecer como ser humano. Al fin se ha licenciado en la escuela de la vida y ahora disfruta a pleno placer desarrollando su oficio.
Lo mejor es que no le importa el por qué ni el cuándo, el cómo ni el dónde. Percibe el hecho de estar vivo sin preocuparle la seguridad de saber que algún día dejará de estarlo.
Quizás exista un motivo, o no, para explicar el tránsito de las vidas por la tierra. Puede que todo tenga una razón, o no. Es posible que seamos el resultado de la casualidad-causalidad en este Universo formado por más de cien mil millones de galaxias, o el producto de una mente prodigiosa.
A Pascual le da exactamente igual. Nació, vivió, se reprodujo y un día morirá como todos los seres vivos. No tiene mayor importancia.
En el entretanto, cada hora, minuto y segundo, se regocija por su evolución y goza con el grado de aprendizaje. Maestro de nadie, ejecuta para sí las múltiples acrobacias emocionales, piruetas del alma-entendimiento-corazón-cerebro, que le permiten sobrevolar los espacios dando saltos mortales en la intensidad de los días.
Se giró de improviso alertada por el
cosquilleo en la nuca, el hombre de piel cetrina y mirada sucia clavó los ojos
sobre ella con un sentido de la propiedad sorprendente. El breve contacto duró
el tiempo que ella tardó en darse la vuelta girando sobre sí misma para cambiar
de postura.
El sol acarició su espalda. Colocó de nuevo el sombrero de manera que la sombra cayera sobre el rostro y cerró los ojos con aire displicente.
El gesto bastó para indicar al desconocido que pasara de largo.
-No está hecha la miel para la boca del burro –pensó.
Ese día en la piscina no había nadie más en topless. Por desgracia era la única que disfrutaba del juego de los rayos del sol sobre el pecho despojado de cintas y colgajos que estorbaran el aire que acariciaba su torso desnudo.
La mayoría de los días la acompañaban en su pequeña aventura libertaria media docena de mujeres, bragadas en las lides de sortear torvas miradas lascivas y condenatorias de hombres y mujeres a la par.
Normalmente solían ser mujeres mayores de cuerpos ajados las que disfrutaban de lo que tanto les había costado conseguir.
España es uno de los pocos países donde se permite el topless, derecho que Amelia había estado esperando durante muchos años.
Cuando llegó como una ola de modernidad estaba convencida que sería una costumbre que seguirían las mujeres en masa.
Cansada como estaba de ver torsos de hombres que se podrían confundir, por sus redondeces en pecho y abdomen, con el de una mujer en estado de gravidez.
Hastiada de padecer la humedad del bañador pegado a la piel obstaculizando el calorcito del sol y la soltura de movimientos en el agua, por no decir del nudo y los tirantes que atenazaban la nuca y los hombros con una presión insufrible a veces. Pensó que sería un movimiento natural quitarlo, como el que había acortado las faldas o eliminado cancanes y refajos.
Su sorpresa fue mayúscula al ver que sólo unas pocas valientes comenzaron a salpicar las playas mostrando el pecho desnudo. Las otras se dedicaron a murmurar por lo alto o por lo bajo criticando la poca vergüenza de las practicantes.
Ahora al cabo de más de treinta años, nada ha cambiado. Sigue estando en minoría como en tantos otros campos de la vida.
Sin prestarle más atención al asunto vuelve a girar el cuerpo hacia el sol temprano de la mañana, coge el libro y reanuda la lectura.
Su victoria es seguir siendo fiel a sí misma sin importarle la opinión de los demás en ningún terreno de la vida. Campa a sus anchas por el mundo que ha construido a imagen y semejanza de sus necesidades vitales.
Libre, en sus deseos y designios, en sus obligaciones y retos, en sus placeres y caminos. Libre para asumir riesgos, para superar obstáculos, para afrontar la vida con sus armas y a su buen entender.
Consecuente y lúdica contempla el mundo desde su atalaya resplandeciente, crisálida de luz que abre sus alas al comienzo de la mañana.
La vida germina entre escombros,
entre basuras, en la tierra que se pensaba estéril asolada por la lava, en las
rocas.
Tomo ejemplo e irradio voluntad de permanencia en un mundo que multiplica las malas noticias y retumba en eco haciendo difícil el día a día, removiendo su porquería en un alarde constante y machacón que las bocas de los no pensantes repiten incansables.
Da lo mismo el mensaje, la consigna prende en sus maleables cerebros que se queda enganchada como la aguja en el surco rayado de un LP. Renuentes a ser fértil semilla que dé vida a su entorno. No hay cambios radicales en situaciones críticas. Sí es posible el cambio humilde y discreto de las aportaciones personales al entorno.
Discrepo con todos los tremendistas correiveidiles de las malas noticias, voceros de las desgracias del mundo.
No por ignorancia ni por comodidad. Es sabiduría. La sabiduría que prestan los años a la salvaje explosión del comienzo que trastoca los sentidos y obliga, y enardece.
Quizás a destiempo, quizás sin motivo o con él. Desde la inexperiencia no sabemos administrar las fuerzas, preparar la estrategia, dirigir el ataque. Nos consume la llama de la juventud atropelladora de todo lo que no sea su fuerza vital desbordada en energía.
Falta la reflexión, la tranquilidad que se acumula a lo largo del camino, que atempera las ganas y busca vías reales como alternativas a la utopía.
Propugno, por tanto, desterrar al miedo en ostensible rebeldía con todo aquello que siembra la cobardía.
Exalto a tomar las armas a nuestro alcance y apuntalar la existencia, sin dejarnos abatir por las malas noticias.