El olor a churros taladra la calle
estrecha y larga deteniéndose colgado en nubecillas imperceptibles salvo para
el olfato que anticipa el gusto de paladear golosamente la masa crujiente.
Al fondo, cubriendo toda la calle el
plato blanco y brillante deja apenas un retazo borroso a su alrededor, cielo,
paredes de ladrillo, aceras, el trocito de un escaparate dormido. La luna llena
que compite con el día aún por llegar marca su huella profunda y deja su rastro
en un rielar sin mar sobre el asfalto mojado por el riego de las mangueras
noctámbulas. 10 de Enero… “Con la luna de Enero me has comparado, que es la
luna llena más grande de todo el año”.
El paisaje diario de su despertar,
las primeras imágenes que saltan a sus ojos después de atravesar el oscuro
portal que la deposita de golpe en el mundo de la realidad tras una noche
liviana de sueños. Al doblar la esquina un aire limpio y amable sacude su pelo
refrescándole la cara, la cabeza se yergue altiva al encuentro de la mañana, el
paso firme y apresurado, el taconeo resuelto rebota en la calle vacía, pasillo
estrecho plateado de luz.
No puede por menos que sonreír.
Sonríe a la vida que se estrena un día más. A la luna que sale a recibirla, constante
compañera de sus pasos. Al viento, que impulsa su camino. Las notas de una
canción vienen a su cabeza, la tararea bajito, sonriendo ¡¡Tira p’alante,
que empujan atrás!!
Mira el reloj y arranca a correr, el
autobús está a punto de pasar, atrás quedan el fulgor de la luna el olorcillo a
churros y la calle mojada. Sin dejar de correr desemboca en la arteria
principal, algunos madrugadores como ella se apresuran hacia el trabajo. En la
esquina, frente al quiosco de periódicos la misma mujer pasea al mismo perrillo
de todos los días, los dos con aire de fastidio, hace frío para salir a estas
horas, pero…qué se le va a hacer, se dicen mutuamente con la mirada mientras
arrastran los pies cansinos, no hay otro remedio…
En el vestíbulo del banco, dos
mendigos, una pareja que se ha dado calor durante la noche envueltos en
cartones los recogen sin mucha premura, los apilan con cuidado en la parte
trasera del puesto de la ONCE con la leve esperanza de que hoy no se los tiren
y puedan usarlos de nuevo por la noche.
En la fuente que preside la glorieta
un hombre se lava la cara, todavía conserva los rasgos de quien ha sido, pronto
el paso de los días le absorberá en el torbellino de los sin techo transmutando
la expresión de su rostro, sus pies, sus cabellos, sus zapatos, sus ropas,
caerá inevitablemente en el remolino que invade y transforma haciendo de un
ciudadano decente un mendigo, un desarrapado al que todos esquivan. Por el
momento él se atusa el pelo y lava sus manos con energía buscando en el reflejo
del agua su normalidad.
Más allá un corredor de fondo entrena
ensimismado, como cada día pasa haciendo su ruta un dos un dos, los brazos al
compás de las piernas, rítmico, sereno, imperturbable, un dos, un dos se
pierde calle abajo.
El director del banco de la esquina
llega religiosamente como cada mañana el primero y en mangas de camisa, haga
frío o calor llueva o truene es su atuendo habitual, a continuación, escoge
entre las distintas llaves la que introducir primero para, paso a paso, abrir
la gran puerta que le da acceso al pequeño despacho donde esperará la hora
oficial de apertura tomándose quizás un café de máquina mientras hojea los
últimos apuntes que dejó ayer pendientes.
El cielo va aclarando, por el Este
aparece una voluta rosada que se deshilacha sobre el gris plomizo del amanecer.
Los escasos coches que transitan transportan de uno en uno rostros vacíos
atados a unas manos que conducen mecánicamente, un bostezo, una mirada
lánguida, los ojos fijos en el semáforo ¡verde! y arrancan en un gesto reflejo
mirando hacia la nada.
El autobús ofrece a la vista por unos
momentos su panza iluminada, dentro, sentado en el mismo lugar el mismo perfil
barbudo, la misma chica que da un último retoque a los labios, el muchacho que
llega corriendo con el periódico gratuito acabado de coger del montón recién
abierto que ofrecen en la parada del metro un par de chavales con gorras
naranjas de ojos enrojecidos por el sueño.
El hombre parado en la esquina mira
el reloj impaciente y vuelve a escrutar una y otra vez la arteria vacía, consulta el reloj y hace un
gesto de impaciencia, -Todavía no llegan, será que hoy no le recogen……..En ese
momento aparece como una exhalación el gran autocar que frena estrepitosamente
en la parada, es el vehículo salvador, del frío, de la espera, de la duda,
nunca sabe a ciencia cierta si ha llegado a tiempo o habrá pasado justo un minuto antes de que ella alcanzara el punto
de encuentro. Sube y se adentra en el confortable calorcito, en la oscuridad
acogedora todos duermen reteniendo el sueño justo hasta el momento de llegar al
trabajo.
Lucía se arrebuja en su sitio
favorito contemplando a través de los cristales las estampas diarias que se
desarrollan ante su vista: la escolar adolescente que pasea al cachorrillo
blanco casi de algodón; el ejecutivo que desayuna solitario en la cafetería del
hotel; el cartel de Detectives Privados (Nos enteramos de todo y se lo
contamos) que siempre llama su atención. ¿Qué tipo de persona, se pregunta,
se sentará frente al detective para contarle vete tú a saber qué asunto
escabroso por desentrañar?
Un poco más abajo el gran surtidor,
dormida ahora su catarata de agua, les introduce en el paseo del parque. Sus
ojos se detienen en los grandes árboles, gigantes del bosque atrapados en la
ciudad. En los primorosos jardines dibujados con flores de invierno y verdes
setos que se pierden en laberintos inconclusos. En la tropa de jardineros que
comienzan su cometido diseminándose por las estrechas sendas cargando
rastrillos, empujando carretillas, tirando de las gomas de riego que se
desenroscan cual serpientes, ejército eficaz y
desconocido para los que aún deslían a salvo en sus casas el ovillo de
los sueños.
Pasan después por la glorieta del
Maestro. Otra vez le han tirado pintura sobre la capa, parece que alguien está
empeñado en que este pequeño homenaje a los buenos maestros cuente en esa
mancha de pintura, que los malos maestros también existen.
La luz va ganando poco a poco terreno
a la oscuridad, al llegar al río la temperatura baja de golpe seis grados, es la
humedad de la umbría del puente que guarda bajo su sombra el “no pasarán”
del tiempo sórdido en el que los madrileños de ambos bandos desangraban sus
corazones en la lucha fratricida. Se pierde el recuerdo empujado por la voz que
le cuenta - “De pequeño yo venía con mis amigos, nos tirábamos agarrados de
una cuerda al agua, el estanque era profundo y no sabíamos nadar, luego soltábamos
las manos y braceábamos desesperados hasta agarrarnos, muertos de risa, a los
aros de hierro empotrados en la piedra ¡qué bien lo pasábamos!”.
La voz se diluye entre los pinos y
las retamas, la alta tapia oculta parte del bosque que de vez en cuando se deja
ver a través de las grietas que el paso del tiempo ha arrancado a dentelladas,
un gazapillo atraviesa como una exhalación y el autocar sigue impasible su
marcha por la gran avenida que conduce a la carretera moteada por los faros de
los coches.
La claridad es ahora dueña del
paisaje, no se distinguen las estrellas, la luna cede el paso ocultándose con
pereza, el final del viaje se acerca y a lo lejos comienzan a distinguirse los
edificios blancos con grandes letras sobre la fachada y las puertas flanqueadas
por barreras. La gente se despereza se oye algún que otro bostezo alguna
palabra suelta y el rumor de la actividad que comienza. Al bajar del autobús el
sol calienta con su tibia lengua al reguero de personas que entrecruzan
experiencias, se cuentan cómo les fue el día, hablan de las próximas vacaciones,
comparten alguna que otra risa y avanzando se orientan cada uno hacia su
puesto.
Un fulgor dorado baña los edificios
salpicando de reflejos multicolores los tejados, la humedad de la noche levanta
olor a tierra mojada en los prados verdes salpicados de flores de invierno, el
cervatillo de bronce da los buenos días, los patos se lanzan en una carrera
loca por el césped persiguiendo el amor en una pobre pata que huye despavorida
llenando de graznidos el silencio de la mañana y el gatito negro de piel
brillante y ojos verdes sale a su encuentro buscando su ración diaria de
caricias.