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jueves, 8 de junio de 2017

Funeral por una camisa


Hoy se despide de la camisa, aquella que Claudio no le regaló y que sin embargo ha formado parte de su historia, en ese rincón del subconsciente donde surgen, desde la bruma infantil, los sueños.

Para ella era una quimera que él la introdujera en el ranking de los seres queridos, los de siempre, ésos sobre los que no hay duda de permanencia. Nos pertenecen y les pertenecemos más allá del tiempo y la distancia.

Claudio se lo dejó muy claro con la exclusión. Leonor no formaba parte de ellos. Y mira que lo intentó con todas sus ganas. Puso la voluntad al servicio del cariño y aunó amor con cordura, pasión con templanza, y sobre todas las cosas, puso la fe. Fe en ellos, fe en su resistencia, en su madurez, en su calidez-calidad de alma y espíritu, de visión común.

Quizás como tantas veces sucede en la vida, él solo era el reflejo de lo que ella quería ver. Cuando amamos, proyectamos en el ser querido la complementariedad de nuestro yo.

No sabe si es un ego maldito lo que le hace plasmar en el otro, irrealidades suplementarias. No sabe si es la literatura, la Era del Romanticismo que encumbró sentimientos inusuales hasta entonces. Solo sabe que debido a lo que desconoce, su alma siente tal y como es, romántica, entrañable, pródiga, generosa, entusiasta y pertinaz en la consecución de sus objetivos.

Con Claudio se equivocó de plano. Al cien por cien. Demasiado crédula, demasiado frágil dentro de su fortaleza.

Las armas de él eran otras, pulidas en mil batallas. ¿El atractivo de Leonor? la ingenuidad, el desconocimiento, la vulnerabilidad, la entrega, la falta de artificio. Llegó hasta Claudio como una inmensa bandera blanca tendida al sol, él la recibió como una rendición incondicional.

De ahí que no le naciera regalarle la camisa, de poco valor. No vayan a pensar que su compra deterioraba su estrecha economía. Estaba claro que en los saldos del gran almacén donde buscaban el regalo familiar el gasto no habría excedido el presupuesto, la oferta era de tres por dos. Le habría salido gratis.

Él no lo consideró. Le fue indiferente la mirada rebosando ilusión porque le demostrara que ella pertenecía a su élite. Fue la prueba definitiva. Otra más de las tantas que necesitó antes de apearse de la burra. No entraba en la ecuación de sus afectos esenciales, estaba claro. Volvió sobre sus pasos y compró, sin descuento, la preciada camisa. Esa camisa que ha sido el vivo recuerdo del desamor, el vivo recuerdo de su supervivencia.

Leonor la ha paseado durante años por el mundo entero como una señal de luz, de capacidad, de autosuficiencia, de entereza, de disfrute y de orgullo por no sucumbir ante el cerco de su desidia. Orgullo por no sentirse suya. Orgullo por ser capaz de construir su vida lejos de la manipulación, lejos de la soberbia, lejos de la acidez que machacaba los días.

Hoy dice adiós a la camisa que debió ser prueba de amor y se convirtió en adalid de su independencia. Ha compartido con ella sus mejores años, los que Claudio se ha perdido por no tenerla cerca.

Consciente de que el camino se elige cada amanecer. Consciente de que en un segundo puede decidir el derrotero de su existencia, Leonor sonríe porque supo ver a tiempo y con tino la mejor de las veredas.

La camisa fue con ella, enseña, blasón y bandera. Hoy, rinde su último homenaje a la blanca camisa blanca, que ha permanecido fiel a su lado hasta el fin. Estandarte de su libertad. Blasón, enseña y bandera.



sábado, 18 de marzo de 2017

Un cuento de antaño

   
            


           - Doña Rosa, no se puede usted imaginar lo que me ha contado Don Francisco, el del 4º exterior.

          - Pues no Casilda, si no me da usted una pista, no tengo la más mínima idea de lo que le ha dicho el tal señor que no tengo el gusto de conocer.

         - Pero ¿cómo me dice usted que no le conoce? Es el ingeniero, el que vive solo porque la mujer le abandonó un buen o mal día. Vaya usted a saber si es bueno o malo. El caso es que ella se fue llevándose al único hijo y no la hemos vuelto a ver más. Él desde entonces vive a su aire, que yo por las noches o de amanecida veo entrar y salir cada pelandusca de su casa… que ya ya. Y es que tan señor que parece, con su buena educación de sombrero todos los días. Quién lo iba a pensar, pero así es, hágame usted caso.

         - Casilda por Dios, quieres usted parar de decirme cosas de Paquito, que ya sé quién es, si le conozco de toda la vida y dígame de una vez qué es lo que le ha contado.

          - Ni más ni menos me ha dicho que estando el otro día en el extranjero, si le conoce usted como dice ya sabrá que es un señor muy viajado y leído.

            - Sí, lo sé. Siga usted de una vez, que nos van a dar las uvas y yo tengo que hacer unos recados urgentes.

           - Pues eso, que estando en el extranjero en uno de esos países de Europa, vio que había gente tirada en el suelo y que los demás pasaban a su lado sin mirar, bueno, mirando lo justo para evitar tropezar con ellos. Y que nadie hacía nada por auxiliarles.

           - ¿Qué me dice usted? Eso es imposible de creer. ¿Cómo va a estar un ser humano tirado en el suelo y nadie le va a ayudar a levantarse si se ha caído, o preguntarle si necesita algo, o llamar a un médico? Eso es una invención, yo no me lo creo.

      - ¿Usted se figura salir a pasear por nuestro barrio y ver una criatura en esas condiciones y que no hubiera un alma caritativa que le preguntara qué le pasa?

      - Tiene usted muchísima razón, que el otro día mismo vi a Manuel, el sereno, tratando de recoger al borracho que todas las noches se tumba en el portal para llevarle a la Casa de Socorro, por lo visto se había hecho una brecha en la cabeza y como él solo no podía, llamó a un par de inquilinos que llegaban del trabajo, y allí se fueron los tres. Que hasta que no le dejaron en lugar seguro, no pararon.

         - ¡Quiá! Eso son cosas del extranjero, Doña Rosa, aquí en nuestra España eso no va a pasar nunca. Anda que no somos nosotros gente de buena ley, Mire usted, mucho dinero no tendremos, pero a generosos no nos gana nadie y si hay que repartir la olla y sacarle otro plato, se saca y todos tan contentos.

       - Es verdad ¡Qué suerte tenemos de no haber nacido en el extranjero! ¡Ay, Dios mío! está dando la media en la iglesia y yo todavía de palique. Me voy que tengo que preparar la cena. Y no se lo repito, si le apetece acompañarnos… donde comen tres, comen cuatro.

       - Muchas gracias, que sé que es de corazón, pero esta noche tengo a mi Antonio que viene a hacerme un ratito de compañía, ya le dije que se van turnando cada día para no dejarme sola. Estaban empeñados en que me fuera a vivir con uno de ellos, pero ya lo dice el refrán: El casado casa quiere y yo así estoy requetebién que bastantes años he tenido que hacer lo que otros me mandaban que El buey suelto bien se lame como decía mi madre, y que razón tenía...

      - La dejo que no puedo entretenerme ni un minuto más. Lo dicho, mañana nos vemos

    - Hasta mañana pues, Doña Rosa y… ¿sabe lo que le digo? que a mí lo que le ha contado Paquito, me parece que son cuentos.

          

 

jueves, 9 de febrero de 2017

Espectadores de vidas



Mira el ring desde fuera del cuadrilátero. Nada puede hacer salvo pedir en sus adentros que los golpes dejen de castigar a los púgiles enfrentados en cruento combate.

Es imposible acceder al cuadrado enmarcado por la luz donde resalta la dureza del ataque, la indefensión del más débil, las escasas armas que posee.

Su mayor valor es el coraje, la voluntad, el esfuerzo diario y mantenido, la seguridad en el triunfo.

Nada se puede hacer para ayudarles salvo permanecer en pie aguantando la sonrisa como bastón de apoyo en su contienda.

Él ya pasó por esa situación y aún conserva el regusto de sangre goteando de la nariz a la boca, el infinito cansancio, el aturdimiento.

Aún hoy y a pesar de sus años tiene que descender al infierno, calzarse los guantes, ajustarse el protector entre los dientes y saltar a la lucha que no da cuartel ni tregua.

La mayor parte del tiempo persiste, espectador lastrado, aguardando que rematen su faena, que puedan con el enemigo feroz que patea su cabeza y salgan incólumes de la lucha.

Aprieta los puños, hinca los talones, y ruega. No le queda otra que mantenerse a la espera.

 

lunes, 9 de enero de 2017

Graduación


Foto del Telescopio Espacial Hubble del cielo ultra profundo (2014)


No sabe la respuesta, tiene la certeza de lo aprendido en los años que lleva en el planeta Tierra.

Hay tantas teorías sobre para qué estamos aquí, sobre qué objetivo tiene la vida, acerca del porqué de la existencia...

Muchas religiones aseguran un paraíso después de un comportamiento acorde con sus reglas. Otras una estancia mejor o peor, según nuestras acciones, en el siguiente periplo terrenal. Los más descreídos inciden en que no existe nada, salvo perpetuar la especie, siendo portadores a través de la propia supervivencia del gen que hará posible que pervivan los superiores. En algunas, lo abstracto de sus creencias se pierde en vaguedades o teoremas.

Lo que Pascual sabe a ciencia cierta, experimentado en su piel, en sus neuronas, en sus vivencias, es que es mucho más sabio que cuando saltó a la vida hecho un paquete de carne rosada, ojos y llanto a partes iguales.

Sabe qué, desde los incipientes pasos vacilantes, los torpes balbuceos, la incertidumbre ante cualquier acontecimiento, la inocencia expuesta en exceso, el desconocimiento, el rechazo, el atrevimiento, la desconfianza, la osadía, la ignorancia y el miedo que formaron parte de él durante los años de infancia, pubertad y adolescencia, ha llegado a la madurez consciente de que cada día ejecuta una nueva tarea de aprendizaje. Para ello, no tiene que esforzarse, las cosas suceden a su alrededor y él reacciona como mejor sabe, puede o entiende.

Es una cuestión de adaptación al medio, unido a los impulsos irracionales que ponen en marcha la cinta grabadora de situaciones y experiencias que reproducen circunstancias similares y la reacción que tuvo ante ellas.

No necesita tener un fin concreto ni una meta, para él es más que suficiente con disfrutar el día a día con las herramientas que le han proporcionado los años. Disfruta resolviendo situaciones que antes le habría resultado imposible superar, o si lo hubiera hecho habría sido a costa de un gran desgaste, de inmensos sufrimientos.

El crecimiento emocional junto con las situaciones vividas, buenas, malas, regulares, espantosas o sublimes, todas ellas extraordinarias, le han hecho crecer como ser humano. Al fin se ha licenciado en la escuela de la vida y ahora disfruta a pleno placer desarrollando su oficio.

Lo mejor es que no le importa el por qué ni el cuándo, el cómo ni el dónde. Percibe el hecho de estar vivo sin preocuparle la seguridad de saber que algún día dejará de estarlo.

Quizás exista un motivo, o no, para explicar el tránsito de las vidas por la tierra. Puede que todo tenga una razón, o no. Es posible que seamos el resultado de la casualidad-causalidad en este Universo formado por más de cien mil millones de galaxias, o el producto de una mente prodigiosa.

A Pascual le da exactamente igual. Nació, vivió, se reprodujo y un día morirá como todos los seres vivos. No tiene mayor importancia.

En el entretanto, cada hora, minuto y segundo, se regocija por su evolución y goza con el grado de aprendizaje. Maestro de nadie, ejecuta para sí las múltiples acrobacias emocionales, piruetas del alma-entendimiento-corazón-cerebro, que le permiten sobrevolar los espacios dando saltos mortales en la intensidad de los días.



jueves, 8 de diciembre de 2016

Censura


Se giró de improviso alertada por el cosquilleo en la nuca, el hombre de piel cetrina y mirada sucia clavó los ojos sobre ella con un sentido de la propiedad sorprendente. El breve contacto duró el tiempo que ella tardó en darse la vuelta girando sobre sí misma para cambiar de postura.

El sol acarició su espalda. Colocó de nuevo el sombrero de manera que la sombra cayera sobre el rostro y cerró los ojos con aire displicente.

El gesto bastó para indicar al desconocido que pasara de largo.

-No está hecha la miel para la boca del burro –pensó.

Ese día en la piscina no había nadie más en topless. Por desgracia era la única que disfrutaba del juego de los rayos del sol sobre el pecho despojado de cintas y colgajos que estorbaran el aire que acariciaba su torso desnudo.

La mayoría de los días la acompañaban en su pequeña aventura libertaria media docena de mujeres, bragadas en las lides de sortear torvas miradas lascivas y condenatorias de hombres y mujeres a la par.

Normalmente solían ser mujeres mayores de cuerpos ajados las que disfrutaban de lo que tanto les había costado conseguir.

España es uno de los pocos países donde se permite el topless, derecho que Amelia había estado esperando durante muchos años.

Cuando llegó como una ola de modernidad estaba convencida que sería una costumbre que seguirían las mujeres en masa.

Cansada como estaba de ver torsos de hombres que se podrían confundir, por sus redondeces en pecho y abdomen, con el de una mujer en estado de gravidez.

Hastiada de padecer la humedad del bañador pegado a la piel obstaculizando el calorcito del sol y la soltura de movimientos en el agua, por no decir del nudo y los tirantes que atenazaban la nuca y los hombros con una presión insufrible a veces. Pensó que sería un movimiento natural quitarlo, como el que había acortado las faldas o eliminado cancanes y refajos.

Su sorpresa fue mayúscula al ver que sólo unas pocas valientes comenzaron a salpicar las playas mostrando el pecho desnudo. Las otras se dedicaron a murmurar por lo alto o por lo bajo criticando la poca vergüenza de las practicantes.

Ahora al cabo de más de treinta años, nada ha cambiado. Sigue estando en minoría como en tantos otros campos de la vida.

Sin prestarle más atención al asunto vuelve a girar el cuerpo hacia el sol temprano de la mañana, coge el libro y reanuda la lectura.

Su victoria es seguir siendo fiel a sí misma sin importarle la opinión de los demás en ningún terreno de la vida. Campa a sus anchas por el mundo que ha construido a imagen y semejanza de sus necesidades vitales.

Libre, en sus deseos y designios, en sus obligaciones y retos, en sus placeres y caminos. Libre para asumir riesgos, para superar obstáculos, para afrontar la vida con sus armas y a su buen entender.

Consecuente y lúdica contempla el mundo desde su atalaya resplandeciente, crisálida de luz que abre sus alas al comienzo de la mañana.

 



miércoles, 22 de junio de 2016

El ajuar




Germán se para en el comedor y gira mirando en torno a él asombrado por todo lo que posee. Ha trabajado duro. Cierto es que nadie le ha regalado nada. Pero realmente le sorprende tener tantas cosas.

Su ajuar comenzó con dos cubiertos. Dos cucharas, dos tenedores y dos cuchillos. Ése fue el principio. Nunca había poseído nada suyo a excepción de sus objetos personales. Su ropa, el plumier, libros de estudio, cuadernos, algún que otro juguete. Por no tener ni siquiera tuvo cuarto propio. Ser el menor acarreaba esas diferencias. También tenía sus ventajas. Aunque no fueran suyos, disfrutaba de los comics, tebeos y música que había en abundancia, junto a una buena y diversa biblioteca. Tan diversa como los gustos de cada uno de los habitantes de la casa.

Con sus primeros sueldos, ganados a temprana edad, adquirió sus propios libros pagados a plazos. Por Reyes le regalaron un diario en el cual comenzó a anotar sus grandes y pequeñas aventuras.

Cuando Elena y él decidieron vivir juntos vino el problema. Montar una casa con todo lo que eso conlleva no era fácil. Con ayuda de los padres se aprovisionaron de ropas, manteles, sabanas, toallas y muebles. Algunos comprados, los más cedidos por familiares simpatizantes con su causa.

De esta manera armaron su humilde hogar. Incluso con algún electrodoméstico tan imprescindible como la nevera.

La tele de 12 pulgadas les llegó, pasados unos meses, de manos de una tía que la tenía arrinconada en el cuarto de estar.

Más tarde todo siguió la evolución lógica, sus posesiones aumentaron con el paso de los años. Con la llegada de los hijos el hogar creció y con él sus pertenencias.

Les fueron invadiendo los libros que se contaban por cientos, se multiplicaron los discos y casetes, necesitaron aumentar las vajillas, fuentes, vasos, cacerolas, cuberterías, camas, lámparas, sillones, sillas y mesas poblaron la nueva casa acorde a sus nuevas necesidades.

¡Cuántas cosas ocupando el espacio! ¡Qué derroche de innecesarios cachivaches, adornos, cuadros...! Enseres y más enseres rellenaron suelos y tabiques

Al fin se completó la casa para desarrollar una vida feliz. O eso pensaba.

Fue entonces cuando comenzó el desdoblamiento, la huida, el embargo, la muerte, la escapada. El ritmo natural de la vida impuso su hacer.

Parte de las cosas se fueron con cada uno de ellos. Cada quién se llevó lo que pensaba que era suyo desgajando las ramas del tronco. Recogieron sus frutos para llenar los huecos de otros lugares, para cubrir otras paredes.

La historia se repetía. Los hijos comenzaban otra vida en otros emplazamientos.

En la actualidad se encuentra, danzante de silencios, con tantas cosas que no precisa…

Es tan poco lo que necesita para vivir… ¿Por qué la madriguera, la caverna, la cueva, se han transformado en un laberinto de cuartos y pasillos llenos de objetos?

En realidad todo sobra y todo falta. Lo esencial se pierde en el bosque del tengo.

¿Qué apoyo pretendemos extraer de las cosas materiales que nos rodean? -Se preguntaba- Con los años es más innecesaria su presencia.

De niño jugaba a los tenderos y ahora desocupado de obligaciones profesionales sigue jugando “Me pone ciento cincuenta gramos de…. Un cuarto de… Sí con eso es más que suficiente. Para mí solo me basta y sobra”- Y lo que eran ladrillos machacados para simular pimentón, hojas que hacían las veces de filetes o pescado, y guijarros por monedas, revolotean por su imaginación mientras espera pacientemente a ser atendido.

Tiene la sensación de seguir jugando en esta ensoñación volátil de las horas muertas. La percepción de que nada es suyo, ni tan siquiera el cuerpo que pasea su espíritu. Ni el presente, ni el mañana, ni el ayer, ni el ahora. Imágenes de un daguerrotipo que proyecta sobre la pared vidas ajenas.

La partida continúa. Ruedan los dados. Caen los peones y el jaque mate llega. Entonces sobra todo, incluso, el cuerpo que le contiene.

Germán lo sabe. De ahí el rechazo a la acumulación sin sentido, a la posesión sin alma de objetos muertos. De ahí su desconcierto.

Entre todos ellos, busca y coge la guitarra, la pulsa entre sus dedos y canta una canción. La música le envuelve y deja de pensar.



martes, 16 de junio de 2015

Carta a una desconocida



Te lo habría dicho de haber tenido la oportunidad. Tú no me habrías creído en tu estado perfecto de mujer enamorada. Si hubiera existido la posibilidad habría hablado contigo para advertirte del futuro que te esperaba. Tan cierto como el sol que sale cada día. Te habría dicho, él te va a abandonar. Partirá sin girar la cabeza cuando la llamada de la sangre entone su canción. Vuestro futuro está sentenciado. Tiene fecha de cierre.

Me habrías mirado con gesto displicente desde tus veinte años menos. Segura desde tu atalaya de hembra vistosa.

- ¿Qué sabrás tú? Él me ama. -Y te habrías alejado taconeando tu desprecio a la torpe mujer que no supo retenerle.

Habría tratado de contarte, por solidaridad, que la historia se repite. Ponerte en antecedentes. Decirte que sólo eras el medio para conseguir un fin concreto y elaborado. Tatuado en el mapa de su piel.

Él nunca ha perdido de vista la meta. Obcecado y constante ha escarbado el túnel que le lleva al otro lado. En su camino ha utilizado todas las armas. Permitidas o no. Con engaños y subterfugios más o menos brillantes. Efectivo y letal. Comediante embaucador. Terco. Tenaz. Que tú eres otro escalón, una playa más donde fondear su barco a refugio de tormentas. Una escala para coger fuerzas, avituallamiento y solaz en espera de la tierra prometida. Aquella en la que le aguardan los que él realmente quiere. Tú no eres nadie.

No habrías sabido entender el mensaje. La complicidad entre iguales. El intento de alertarte, para que jugaras el juego conociendo las reglas. Sin implicar emociones. Que estuvieras preparada para el punto final escrito en el horizonte.

Lo habría hecho de corazón, como una hermana que avisa a su hermana. Para ahorrarte sufrimiento.

No pudo ser. La vida cerró el círculo del engaño. Enredada en su cuello le viste partir. Fiel a sí mismo. Sin contar los desvelos que deja a sus espaldas, ni los sueños rotos, ni el desconsuelo que abre sus compuertas de llanto y soledad.

Todo ha sucedido como el oráculo predijo, certero, concluyente. No te lo pude decir. No te conocía. Quizás alguien me dijo tu nombre, tu edad, algún rasgo de tu cuerpo, de tu pelo... Tampoco me habrías creído.

Ya no importa, formamos parte del mismo cortejo y pienso en ti, en esta noche sin sueño, en la que tu rabia se une al dolor de no tenerlo.

Descansa, el dolor y la rabia pasan, la vida prosigue inmutable su camino, huyen las sombras, y mañana, de nuevo, el sol, en parábola de luz, andará por el cielo.



 

domingo, 18 de enero de 2015

Compromiso personal - Una decisión acertada


Surgió de la nada el compromiso con nadie. Fue una decisión inaplazable.

Tomó con determinación la cajetilla, rubio americano, y trenzó un lazo con las dos gomas verdes envolviendo en su abrazo pétreo la tentación. Qué le movía a hacer aquello, reflexionó por unos instantes. Indiscutible, el ansia de libertad. Rebelde por naturaleza. Indisciplinado. Voraz.

Mandatario de sus designios urdió la trama. Nadie iba a coartar su libre albedrío conquistado a pulso, a golpes de coraje. No estaba dispuesto a delegar en manos extrañas su independencia -Ya no más- manifestó al extraño envoltorio. -Quedas confinado in eternum ¡Basta!

Dictador en horas nocturnas de sus acciones cuando necesariamente tenía que saltar de la cama, echarse la gabardina sobre los hombros y buscar por las calles, en la madrugada, el establecimiento abierto a pesar de lo intempestivo de la hora que le proporcionara la sustancia que calmaba  sus ansias, para una vez encontrado, desvirgar con manos temblorosas la envoltura transparente, extraer y consumir el nuevo pitillo expulsando con placer el humo,  en el cual disolvía zambullido en sus pensamientos, la crispación emergente.

Conocía bien las servidumbres, el intenso desconsuelo, las tretas argumentadas con malicia, la manipulación, el engaño. Nada podría a partir de su despertar hacerle coger el camino equivocado, el errático, el inducido por campañas estentóreas de publicidad encubierta, subliminal, descarada. Imágenes alternas en sincronía con la bon vivant, el estatus social, la modernidad, lo subterráneo, la hombría, el sexo.

Nadie iba a manipular sus impulsos. Tampoco iba a permitir órdenes ajenas a sus deseos. No iba a consentir nunca más la esclavitud a la cual le arrastraba el torbellino azulado que exhalaba su boca, la sensación de poder entrelazada entre sus dedos, el gusto por puro placer reteniendo el humo en sus pulmones y la exhalación posterior, enredados los ojos en las volutas grises. ¡No! Estaba decidido. Devolvería el genio a la lámpara.

Lo haría con alguna triquiñuela veraz, con algún truco displicente semejante a los que utilizaban "ellos": Intercalar sustancias adictivas a la picadura de la hoja. Para todos los gustos y todas las edades, unido al alquitrán que destila negrura. Impregnando bronquios, garganta, boca, pulmones. Con la misma fuerza con que la pez se fusiona a la madera, indestructible durante años. Parásito letal instalado en el cuerpo y el cerebro.

La imagen de la grapadora de acero que servía de apoyo al pitillo, cenicero provisional en su mesa de trabajo, con la indestructible mancha marrón que alteraba su esencia marcando el lugar de apoyo, se unía en su memoria a la que quedó imborrable tras años de lluvias sol y viento en el ladrillo del rincón desde dónde vigilaba la marcha de las obras. Muchas veces al día aplastaba la colilla restregándola hasta asegurarse de que estaba definitivamente apagada.

La conclusión era clara, si se agarraba de tal manera al metal y aguantaba meses a la intemperie, qué no haría con su organismo…

Nunca fue profeta de nada ni nadie. Pasaba de dar lecciones o sembrar ejemplo. Cada cual determina cuándo, cómo y de qué manera administrar su vida. Él decidió un venturoso día de Marzo recluir aquel maldito paquete de tabaco.

-Has tiranizado mis noches y mis días demasiado tiempo -dijo mirando directamente sus ojos de bruma y silencio. -Ahora soy yo el que te somete.

-Te condeno el destierro. Te destierro del salón de mi casa, de todas y cada una de las estancias, de los caminos de mi cuerpo, de mis venas, de mi piel, de mi saliva, de mi olfato. Decido recuperar el gusto de los alimentos, recuperar el sabor de los besos, el olor a canela de su vientre, la suave fragancia de su pelo, la salinidad turbia del sudor en la contienda. Escojo, en plenitud de mis facultades, reducirte al presidio.

Puso otras dos gruesas gomas en sentido transversal, lanzó la cajetilla al aire reteniéndola en su caída, abrió el cajón de su escritorio y la dejó suavemente.

-Escojo ser libre.

Han pasado muchos años. Alguna que otra vez al abrir el cajón descubre el envoltorio que depositó en un arrebato de rebeldía. Allí está. Intacto. Permanece tal y como lo dejó. Sepulcro de los cigarrillos encerrados en su interior.

Cada vez que lo mira, no puede evitar sonreír con aire retador y murmurar con voz triunfante.

 –¿Quién es ahora el esclavo?


 

viernes, 29 de noviembre de 2013

El sueño entrecortado




Cuando María despojada de vergüenza lanza los brazos al aire y comienza a contonearse lentamente con movimientos lúdico-sensuales la sonrisa amplia asomando imparable, alguien muy cercano le dice entre bromas y veras -¡Vamos! Que tú ya eres una persona mayor-

El reproche se le clava a María en los oídos y el entendimiento y allí se queda rebotando como una pelota loca aunque, no cambia ni un ápice el gesto. En las horas siguientes vuelve a ella la molesta desazón cuando escucha de nuevo en su cabeza -“Tú ya eres mayor”-. Mayor… repite mecánicamente la mente.

¿Mayor? Es cierto que ya no cumple lo cincuenta, y cierto también que la vida le impone límites, pero de ahí a darse por vencida a cortar ella misma sus metas y arrumbarse en un sofá hay una enorme diferencia. Aun así le ha calado más hondo de lo que ella creía la aseveración de Miguel, sabe que en el fondo lo que él quiere es acortar distancia, hacerla a ella mayor para reducir los casi diez años que la lleva, a pesar de ello por la noche cuando la verdad crece extendida en la ineludible cita diaria donde se procesa lo vivido y lo por vivir María analiza lentamente paladeando el regusto verdinegro del silencio.

 Claudica la voluntad en la pendiente resbaladiza del amanecer aún sin luz y avienta el alma sus espantos en conversación íntima con nadie.

Quizás Miguel tiene razón…

María por supuesto conoce que es mayor. ¿Sabes –le dice al vacío- en qué noto que soy una persona mayor? En que me despierto por las noches. Antes cuando niña, cuando joven, mi sueño era plácido, de un tirón, cerraba los ojos y los abría a la mañana siguiente dónde me daba cuenta de que la vida volvía otra vez hecha fuerza convertida en luz empujando con apremio la existencia.  Ahora no, ahora me despierto varias veces y la noche se alarga interminable como el desperezo de un gran gato negro.

Es curioso porque María empezó a ser mayor después de la muerte de su madre, sucedió de golpe, sin previo aviso, sobrevino como todo lo que nos acecha creciendo entre las sombras en espera del momento oportuno para emerger. A pesar de tener cincuenta y tantos largos años, antes de morir su madre María seguía siendo para todo el mundo joven, nadie la llamaba señora cuando iba a los lugares, la llamaban de tú y la trataban como a una… no voy a decir adolescente, pero sí como alguien que todavía no ha traspasado la barrera donde se empieza a llamar de usted a las personas, no en señal de respeto, sino como un signo de senectud, de alejamiento.

Fue justo después de la muerte de su madre que la empezaron a decir señora y a llamarla de usted. Y saltó la barrera.

Acaso fue el cansancio que reflejaba su cara, tal vez era el esfuerzo que tenía que hacer para remontar y vivir el día a día con el dolor de enfrentarse a su pérdida, algún extraño mecanismo actuó en ella de cara al exterior y lo cierto, lo cierto es, que a partir de la muerte de su madre María empezó a ser una señora mayor.

Es como si al desaparecer su madre María hubiera cogido su lugar, ya no había una generación por delante, pasó de improviso a ser “esa” generación, a partir de aquel momento ella estaba en cabeza, estaba en primera fila.

Además de eso su madre le dejó muchas cosas, le dejó la sonrisa que extiende a su alrededor como el halo de luz de un faro en la tormenta, le dejó la extraordinaria comunicación que practicaba sutil con cuantos vivían o simplemente pasaban a su lado, los almendrados ojos color miel ejercían una poderosa fascinación sobre aquel que los posaba con su mirada profunda, hipnótica, al mismo tiempo que asentía con la cabeza acompañando cada gesto con una hermosa sonrisa.

Casi sin darse cuenta ocupó su lugar y empezó a hablar con la gente del barrio y a relacionarse en la calle y a ser reconocida como lo era su madre. Habla a través de su voz, ciñe con sus brazos, mira con sus ojos el viejo barrio que tantas veces la vio pasar…. y ahora es María la que se para con todo aquel que demanda su atención, detecta la solitaria soledad del anciano que desgaja en silencio con la mirada perdida en el ayer sus últimos  días de sol y paseo, orienta con cariño a la invidente que extiende su bastón al aire cual rama pendular que descubre el camino diario y esquivo, deja que se cuelguen de su brazo frágiles y tiernas figuras mientras abre sus oídos para escuchar con una actitud atenta la historia tantas veces repetida en una larga acera de pasos cortos y fatigados.

Se le ha quedado su impronta, acrecentada, crecida con su ausencia, y es María la que ahora transmite cariño y alegría, la que tiene el halo especial que tenía ella y lo desarrolla y cultiva buscando encontrar en su fiel reflejo la tibia caricia del contacto con su madre.

Miguel le ha dicho en un juego dispar intentando destensar el arco que distancia sus edades. - ¡Es que eres mayor! -

María es consciente de que ha vivido unos cuantos años, aunque no se siente por esa razón mayor en el término peyorativo que ha deslizado maliciosamente Miguel en sus oídos, porque sus andares sus movimientos eso que llaman el look no es el de una señora mayor, ni su cuerpo y sobre todo y más que todo la mente y el espíritu y esto se traslada al exterior como en un retrato de Dorian Grey invertido.

El tiempo, fiel aliado en todas las batallas ha pasado desdibujando y aplacando sentimientos y el tiempo que ha pasado desde la muerte de su madre la ha ayudado a recuperarse. Con el paso de los años ha vuelto a ser ella.

Aunque desde que su madre se fue María pasó a ser una “señora”, a pesar de eso conserva y potencia lo que ella le ha dejado, su personalidad limpia e inocente, la lozana tersura de la piel, la frescura del amanecer cuajado de rocío, la fragancia del campo mojado por la lluvia, la ingenuidad que persiste en María a pesar de todo lo vivido, su sencillez, su transparencia, la que su madre tuvo durante toda la vida y que ahora como el mejor de los regalos se lo ha cedido a ella.

Por eso y a pesar de que se despierta por las noches porque su sueño no dura desde que cierra los ojos hasta que los abre consciente entonces de que empieza un nuevo día, recoge y guarda en ella la impronta de juventud, de esperanza, de vida, de alegría, de ilusión, atesora y potencia la ingenuidad alocada que vive junto a esta otra señora mayor que se despierta por las noches.   


                                                   

jueves, 14 de noviembre de 2013

Estampas



El olor a churros taladra la calle estrecha y larga deteniéndose colgado en nubecillas imperceptibles salvo para el olfato que anticipa el gusto de paladear golosamente la masa crujiente.

Al fondo, cubriendo toda la calle el plato blanco y brillante deja apenas un retazo borroso a su alrededor, cielo, paredes de ladrillo, aceras, el trocito de un escaparate dormido. La luna llena que compite con el día aún por llegar marca su huella profunda y deja su rastro en un rielar sin mar sobre el asfalto mojado por el riego de las mangueras noctámbulas. 10 de Enero… “Con la luna de Enero me has comparado, que es la luna llena más grande de todo el año”.

El paisaje diario de su despertar, las primeras imágenes que saltan a sus ojos después de atravesar el oscuro portal que la deposita de golpe en el mundo de la realidad tras una noche liviana de sueños. Al doblar la esquina un aire limpio y amable sacude su pelo refrescándole la cara, la cabeza se yergue altiva al encuentro de la mañana, el paso firme y apresurado, el taconeo resuelto rebota en la calle vacía, pasillo estrecho plateado de luz.

 No puede por menos que sonreír. Sonríe a la vida que se estrena un día más. A la luna que sale a recibirla, constante compañera de sus pasos. Al viento, que impulsa su camino. Las notas de una canción vienen a su cabeza, la tararea bajito, sonriendo ¡¡Tira p’alante, que empujan atrás!!

Mira el reloj y arranca a correr, el autobús está a punto de pasar, atrás quedan el fulgor de la luna el olorcillo a churros y la calle mojada. Sin dejar de correr desemboca en la arteria principal, algunos madrugadores como ella se apresuran hacia el trabajo. En la esquina, frente al quiosco de periódicos la misma mujer pasea al mismo perrillo de todos los días, los dos con aire de fastidio, hace frío para salir a estas horas, pero…qué se le va a hacer, se dicen mutuamente con la mirada mientras arrastran los pies cansinos, no hay otro remedio…

En el vestíbulo del banco, dos mendigos, una pareja que se ha dado calor durante la noche envueltos en cartones los recogen sin mucha premura, los apilan con cuidado en la parte trasera del puesto de la ONCE con la leve esperanza de que hoy no se los tiren y puedan usarlos de nuevo por la noche.

En la fuente que preside la glorieta un hombre se lava la cara, todavía conserva los rasgos de quien ha sido, pronto el paso de los días le absorberá en el torbellino de los sin techo transmutando la expresión de su rostro, sus pies, sus cabellos, sus zapatos, sus ropas, caerá inevitablemente en el remolino que invade y transforma haciendo de un ciudadano decente un mendigo, un desarrapado al que todos esquivan. Por el momento él se atusa el pelo y lava sus manos con energía buscando en el reflejo del agua su normalidad.

Más allá un corredor de fondo entrena ensimismado, como cada día pasa haciendo su ruta un dos un dos, los brazos al compás de las piernas, rítmico, sereno, imperturbable, un dos, un dos se pierde calle abajo.

El director del banco de la esquina llega religiosamente como cada mañana el primero y en mangas de camisa, haga frío o calor llueva o truene es su atuendo habitual, a continuación, escoge entre las distintas llaves la que introducir primero para, paso a paso, abrir la gran puerta que le da acceso al pequeño despacho donde esperará la hora oficial de apertura tomándose quizás un café de máquina mientras hojea los últimos apuntes que dejó ayer pendientes.

El cielo va aclarando, por el Este aparece una voluta rosada que se deshilacha sobre el gris plomizo del amanecer. Los escasos coches que transitan transportan de uno en uno rostros vacíos atados a unas manos que conducen mecánicamente, un bostezo, una mirada lánguida, los ojos fijos en el semáforo ¡verde! y arrancan en un gesto reflejo mirando hacia la nada.

El autobús ofrece a la vista por unos momentos su panza iluminada, dentro, sentado en el mismo lugar el mismo perfil barbudo, la misma chica que da un último retoque a los labios, el muchacho que llega corriendo con el periódico gratuito acabado de coger del montón recién abierto que ofrecen en la parada del metro un par de chavales con gorras naranjas de ojos enrojecidos por el sueño.

El hombre parado en la esquina mira el reloj impaciente y vuelve a escrutar una y otra vez la  arteria vacía, consulta el reloj y hace un gesto de impaciencia, -Todavía no llegan, será que hoy no le recogen……..En ese momento aparece como una exhalación el gran autocar que frena estrepitosamente en la parada, es el vehículo salvador, del frío, de la espera, de la duda, nunca sabe a ciencia cierta si ha llegado a tiempo o habrá pasado justo un  minuto antes de que ella alcanzara el punto de encuentro. Sube y se adentra en el confortable calorcito, en la oscuridad acogedora todos duermen reteniendo el sueño justo hasta el momento de llegar al trabajo.

Lucía se arrebuja en su sitio favorito contemplando a través de los cristales las estampas diarias que se desarrollan ante su vista: la escolar adolescente que pasea al cachorrillo blanco casi de algodón; el ejecutivo que desayuna solitario en la cafetería del hotel; el cartel de Detectives Privados (Nos enteramos de todo y se lo contamos) que siempre llama su atención. ¿Qué tipo de persona, se pregunta, se sentará frente al detective para contarle vete tú a saber qué asunto escabroso por desentrañar?

 Un poco más abajo el gran surtidor, dormida ahora su catarata de agua, les introduce en el paseo del parque. Sus ojos se detienen en los grandes árboles, gigantes del bosque atrapados en la ciudad. En los primorosos jardines dibujados con flores de invierno y verdes setos que se pierden en laberintos inconclusos. En la tropa de jardineros que comienzan su cometido diseminándose por las estrechas sendas cargando rastrillos, empujando carretillas, tirando de las gomas de riego que se desenroscan cual serpientes, ejército eficaz y  desconocido para los que aún deslían a salvo en sus casas el ovillo de los sueños.

Pasan después por la glorieta del Maestro. Otra vez le han tirado pintura sobre la capa, parece que alguien está empeñado en que este pequeño homenaje a los buenos maestros cuente en esa mancha de pintura, que los malos maestros también existen.

La luz va ganando poco a poco terreno a la oscuridad, al llegar al río la temperatura baja de golpe seis grados, es la humedad de la umbría del puente que guarda bajo su sombra el “no pasarán” del tiempo sórdido en el que los madrileños de ambos bandos desangraban sus corazones en la lucha fratricida. Se pierde el recuerdo empujado por la voz que le cuenta - “De pequeño yo venía con mis amigos, nos tirábamos agarrados de una cuerda al agua, el estanque era profundo y no sabíamos nadar, luego soltábamos las manos y braceábamos desesperados hasta agarrarnos, muertos de risa, a los aros de hierro empotrados en la piedra ¡qué bien lo pasábamos!”.

La voz se diluye entre los pinos y las retamas, la alta tapia oculta parte del bosque que de vez en cuando se deja ver a través de las grietas que el paso del tiempo ha arrancado a dentelladas, un gazapillo atraviesa como una exhalación y el autocar sigue impasible su marcha por la gran avenida que conduce a la carretera moteada por los faros de los coches.

 La claridad es ahora dueña del paisaje, no se distinguen las estrellas, la luna cede el paso ocultándose con pereza, el final del viaje se acerca y a lo lejos comienzan a distinguirse los edificios blancos con grandes letras sobre la fachada y las puertas flanqueadas por barreras. La gente se despereza se oye algún que otro bostezo alguna palabra suelta y el rumor de la actividad que comienza. Al bajar del autobús el sol calienta con su tibia lengua al reguero de personas que entrecruzan experiencias, se cuentan cómo les fue el día, hablan de las próximas vacaciones, comparten alguna que otra risa y avanzando se orientan cada uno hacia su puesto.

Un fulgor dorado baña los edificios salpicando de reflejos multicolores los tejados, la humedad de la noche levanta olor a tierra mojada en los prados verdes salpicados de flores de invierno, el cervatillo de bronce da los buenos días, los patos se lanzan en una carrera loca por el césped persiguiendo el amor en una pobre pata que huye despavorida llenando de graznidos el silencio de la mañana y el gatito negro de piel brillante y ojos verdes sale a su encuentro buscando su ración diaria de caricias.


lunes, 16 de septiembre de 2013

Al finalizar el día


Cortesía de la Red

Era al finalizar el día cuando los cinco dejábamos atrás las tareas realizas. Las manos de mi madre, por fin, descansaban abiertas al mañana tras la ardua tarea de limpiar cocinar restregar amasar… junto con la más dulce de acariciar nuestras cabezas amortiguar nuestra preocupación en su pecho o darnos el beso que nos acompañaba durante toda la jornada escolar.

Me gustaba verla sentada a nuestro lado más pequeña aún su figura menuda hermanada en las sombras, la expresión atenta y el índice apoyado sobre sus labios marcándonos silencio.

-Shiss escuchar -nos decía susurrando con una media sonrisa cómplice.

La lamparita de noche única luz que se mantenía encendida acentuaba la magia del instante proyectando su tibia luz sobre los cuerpos arracimados, entrelazados unos con otros sobre la alfombra verde y roja de espirales concéntricas. Fusionados en la felicidad del encuentro diario con lo desconocido nos dejábamos caer inquietos en figuras imposibles contorsionando el cuerpo, enroscando los brazos, simulando, con los pulgares convertidos en guerreros, luchas imaginarias.

Todo ello nos ayudaba a entretener los minutos de espera en la minúscula habitación. La ventana asomada al patio vertía de vez en cuando en nuestros oídos una voz lejana o el sonido escandaloso de algún cacharro que caía con estrépito sobre la pila de fregar de la casa vecina.

Apenas se distinguía el Corazón de Jesús que presidía la cama. Los dibujos azulados de la pared simulaban a mis ojos personajes de leyenda. Aquí podía reconocer la cabeza de un oso. Más allá el yelmo de un caballero coronado por un penacho. Otros aparecían como animalillos pequeños escondidos en la maleza. Ora parecía un conejo saltarín o la frágil figura de un ciervo retozando en la espesura.

Lo más impresionante de todo eran las dos enormes y peludas figuras, que cual Yetis atrapados en la madera permanecían en permanente vigilia con los musculosos brazos caídos a lo largo del cuerpo y los pequeños ojos profundos y maliciosos observando desde las puertas macizas del armario todos nuestros movimientos al acecho del descuido que les permitiera tomar impulso y saltar ávidos sobre nosotros. Yo no podía retirar la mirada de ellos hipnotizada por los dos huecos blancos y redondos de sus ojos.

Por fin aparecía mi padre, solemne y magnífico, emboscado en el pequeño bigote recortado que ocultaba la sonrisa. El padre tenía que ser severo e inspirar respeto a propios y extraños, aunque la ternura se le muriera entre las manos y atenazara los silencios. El padre imponía el orden y administraba justicia aun a su pesar.

Pocos momentos le ofrecía la vida para volver a ser el muchacho simpático y saltarín que se bebía el viento de las siete revueltas cimbreando el cuerpo sobre su bicicleta a derecha e izquierda en el baile mágico del descenso, o que subía a las cumbres más altas de la Sierra del Guadarrama desafiando los elementos. Qué feliz atravesando canchales, trepando riscos, serpenteando por trochas intrincadas, sorteando arroyos, libre como un pájaro, feliz en su elemento…

Después muy serio nos imponía silencio e iniciaba por fin el gran ritual. Se dirigía al pequeño cajón de madera y giraba la rueda...  el pequeño clic anticipaba la suave luz que aparecía en la ventanita rectangular por donde se movía la aguja hasta que se ajustaba en el dial seleccionado.

Las ondas musicales tan conocidas del Parte de Radio Nacional de España inundaban la habitación. Ante el inicio de protesta de los niños el padre mandaba callar.

-Hay que escuchar las noticias y saber qué tiempo va a hacer el fin de semana.

No había negociación posible, la recompensa que venía detrás merecía la pena. Tras lo que a nosotros nos parecía una eternidad saltaban a las ondas los admirados personajes, que a través de nuestra imaginación y en la oscuridad, agigantaban su presencia cobrando vida en el pequeño cuarto en penumbra donde empezamos a tejer nuestros primeros sueños.

  

miércoles, 10 de julio de 2013

Malaquías Melquiades

                                                                                                       



Un día descubrió que el mareo continuo no es el estado natural de los seres humanos. No, aquel vértigo permanente, la falta de aire, la sensación de ingravidez que forma parte de su estar en la vida, es pura ansiedad, ansiedad por vivir. Vivir, un esfuerzo continuo que le pone al límite de sus fuerzas.

No recuerda desde cuando este estado forma parte de él ni en qué momento fue consciente de su incómodo aunque chisposo compañero. Al fin es como si estuviera constantemente embriagado, es decir, que ese cierto mareo semejante a la euforia sin excesos que presta el alcohol él lo tiene permanente y de forma gratuita.

La sensación de ingravidez que buscan experimentar los osados que se aventuran a paseos siderales, o  el vértigo que se apodera de los que se lanzan penduleando colgados de una goma cientos de metros por encima del suelo rebotando como un yo- yo gigante, él lo disfruta sin riesgos, al menos, si alguna vez cae en una pérdida de conciencia la distancia hasta el suelo es mucho más corta y por lo tanto el porrazo, en teoría, más leve. También disfruta de la semiinconsciencia  aportada por la falta de oxígeno ya que no respira a pleno pulmón como debiera y por lo tanto el cerebro se vuelve perezoso y juguetón, relativizando todo aquello que acontece a su alrededor por muy importante que pudiera parecerle en otro momento más lúcido, en el que los mareos compañeros dejan paso a una clarividencia que raya en lo obsceno.

Malaquías Melquiades pasa sus días con una media sonrisa aleteando en la cara, angulosa sin exceso, adornada por un par de mofletes casi regorditos que le dan una apariencia beatífica, los ojos de un azul desvaído redondos y asombrados escudriñan mansamente con la peculiar mirada melancólica que le dan sus permanentes vahídos. El pelo ralo y descolorido le cae  sobre el rostro en mechones sin gracia que él mismo trata de recortar con las tijeras  de media punta  guardadas en exclusiva a tal efecto en el cajón del aparador que otrora fuera preciada posesión de su muy amada madre, Dios la tenga en su Gloria.

A su gran devoción por el profeta debe su primer nombre unido a su procedencia, a punto estuvo de ponerle Patricio, pero el hecho de que ya hubiera muchos en la familia le hizo decantarse por un nombre más original ya que estaba segura de que su hijo era un escogido, el mensajero de Dios, significado del nombre de Malaquías, le iba como anillo al dedo según ella, aunque más que un enviado de Dios Malaquías parece por su corta estatura y su cuerpo blando y rechoncho un duendecillo emigrado de tierras irlandesas, los brazos cortos sujetan las manos regordetas que casi siempre penden de los hombros sin encontrar lugar que le sirvan de acomodo, dejándolas por lo tanto bailar a su aire según el cuerpo se mueve.

Completa la estampa su extravagante traje de cuadros verde y gris que solamente sustituye el día de su cumpleaños  por el granate con pintas marrones que heredó de su padre, y que guarda cuidadosamente para tal ocasión. ¡Qué mejor manera de celebrar su venida al mundo que portando el traje de su muy añorado padre!

Sí, Malaquías Melquiades fue un niño muy querido, todavía saborea el tiempo lejano en que le subían a caballito mientras giraban a toda velocidad  en un juego familiar que casi está seguro es el origen de su permanente vértigo en la vida. De ahí su miedo a caer cuando deambula por las calles, sea de noche o de día, tempranito en la mañana cuando sale ligero bamboleando el cuerpo camino de cualquier parte, o en las tardes, ya anochecido, cuando la ciudad se cuaja de luces cual luciérnagas perezosas que despiertan por etapas.

A pesar de su vida funámbula, por eso de estar siempre como colgado de un alambre, Malaquías es feliz, disfruta enormemente de los acontecimientos que transcurren en su entorno, observador permanente del acontecer del barrio él más que nadie sabe de las historias que desgrana la vida a su alrededor.

Después de los diez minutos de cabeceo en el sofá necesarios para su puesta en marcha, Malaquías ha salido camino del banco situado estratégicamente frente al parque al resguardo de la brisa serrana que baja de vez en cuando acuchillada por el callejón estrecho que desemboca en la plaza. Éste es el banco de invierno, en verano se resguarda del sol bajo la sombra espesa y fresca que le ofrece el viejo fresno compañero de estares, como él mudo y estático, cimbreando las ramas cuando alguna brisa generosa mueve a la vez hojas y cabello, entonces Malaquías sonríe, levanta la cara y deja que el vientecillo le mande el pelo en la dirección que decida, como un niño chico que se deja acariciar por la mano de su madre.

En primavera y otoño según resulte el año, escoge indistintamente uno u otro, incluso los alterna en función de lo que escucha en las predicciones del parte meteorológico, curiosamente sólo utiliza esta información para saber qué banco va a ocupar esa tarde porque la ropa no la cambia, salvo la bufanda de rayas amarillas y negras que se enrosca al cuello cuando el frío arrecia.

Además de esto Malaquías tiene otro gran vicio, leer, lee todo lo que cae en su mano sin discriminación alguna, tan solo está fuera de su alcance aquello que tiene que pagar, no porque sea miserable, sino porque su exigua renta le da escasamente para subsistir, de ahí su permanencia en los bancos callejeros en lugar del cómodo sillón al resguardo de las intempestades del tiempo en la cafetería cercana de la cual y a según qué horas le llega el oloroso tufillo a café y pan tostado. Aun así su buen carácter le hace disfrutar como ya sabemos por ser el guardián de los secretos del barrio, permanente vigía receptor de acontecimientos que atesora en su cabeza junto con las otras historias que absorbe como un secante de las páginas impresas.

Esta mañana se siente más que feliz, está radiante disfrutando del cálido solecillo retozón que el mes de Marzo le ofrece como un regalo cargado de promesas del buen tiempo que se acerca, completa su dicha el hecho de que hoy, no sabe muy bien por qué razón, su mareo crónico se ha atemperado de tal manera que percibe el mundo que le rodea con una claridad casi diáfana, sin bruma ni bamboleo alguno, por lo que se dispone a comer placenteramente en el restaurante familiar en el cual le sirven un primer plato generoso con su buen vaso de vino y el postre que él prefiera incluido en el menú por 4,50, precio que puede pagar sin menoscabo de su estabilidad monetaria y que junto con las galletas de media tarde y el yogur de la noche rematan su dieta diaria, eso sí, complementado con un buen tazón de leche caliente migada de pan para desayuno.

Además hoy ha encontrado en los libros que algún donante generoso suele dejar sobre el contenedor de papel o encima de una de las muchas papeleras de las calles por donde pasa todos los días un ejemplar extraordinario, cuando lo ha visto, como ya hemos dicho hoy ve todo mucho más claro, se ha dirigido hacia él lo más rápido que ha podido por miedo a que alguien se le adelante atraído por el original formato que tanto le ha llamado la atención. Cuando está a su alcance coge el libro casi acariciándolo, deleitándose en el tacto peculiar que parece responder a la presión de sus dedos.

Ciertamente tiene un buen tamaño –se dice.  El color tierra y ocre del dibujo de la portada le hace remontar muy lejos en el tiempo, cuando apenas era un mozalbete que salpicaba de saltos las calles en busca del campo abierto que rodeaba su ciudad, un campo ocre y marrón con reflejos dorados casi idéntico al del libro.

Con mucho cuidado lo pone debajo de su brazo sujetándolo con firmeza, se dirige al banco y se sienta situándose de espaldas al sol que lame su espinazo dejándole una sensación de caliente cosquilleo sobre los huesos y se queda absorto contemplando su hallazgo, saboreando de antemano lo que sus páginas  puedan ofrecerle. Posa la mano sobre la dura portada deleitándose todavía por el buen recibimiento que el libro le ofrece, una respuesta casi viva y con un movimiento exquisito, lo abre.

La expresión de Malaquías es todo un poema, si la gente que pasa indiferente hacia uno y otro lado de la acera le prestara un poco de atención, se quedarían asombrados viendo el gesto incrédulo y estupefacto de boca abierta y ojos como platos mientras acerca y aleja el libro en un intento vano por descifrar su contenido. Y tan en vano es la cosa porque la página está absolutamente en blanco y la siguiente y la siguiente y la otra. Cuando Malaquías pasa despacio, despacio, una tras otra las hojas,  para que no se le vuelen las palabras, descubre que ni una sola de ellas tiene tan siquiera un signo de puntuación, un dibujo, algo que le indique el camino a seguir para descifrar el contenido que está completamente seguro, permanece escondido dentro del volumen.

Con el ceño fruncido gira el libro de uno a otro lado, lo agita cogiéndolo con  cuidado para que no se vaya a desencuadernar, lo pone del derecho y del revés, lo abre y cierra de golpe a ver si de esta manera sorprende a las palabras  y ¡nada! Todo esfuerzo es infructuoso, el libro sigue desafiante mostrando sus hojas en blanco.

-No quieres eh, pues nada, me doy por vencido, ahí te quedas ingrato –dice depositando el libro sobre el banco.

A continuación se incorpora con aire digno y marcha decidido hacía el restaurante, tanto ajetreo le ha dado hambre y por una vez excepcionalmente decide cambiar su yogurt espartano por alguno de los platos apetitosos que ofertan en el menú de noche, no sin antes volver varias veces la cabeza para comprobar si todavía continua el libro encima del banco.

Mientras come observa con ojillos atentos y oreja abierta cuanto sucede a su alrededor sin dejar de pensar en el libro abandonado.

-Siempre hay una razón para todo hijo, nada ocurre por casualidad

Era lo que le repetía su madre hasta la saciedad y Malaquías Melquiades sabe por experiencia propia que a su madre nunca le faltaba la razón.

Cuando termina las patatas guisadas con carne que le han servido escoge para postre arroz con leche su postre favorito, caldosito y dulce como a él le gusta, con su rama de canela y su cascarita de limón naufragando en la pasta blanca.

Con el estómago lleno y más reconfortado se le enciende la bombilla de golpe.

–Ya sé por qué no hay nada escrito en tus hojas-   Se dice golpeando con los dedos extendidos la frente y sacudiendo la mano abierta al aire, es tan sencillo que no sabe cómo no se ha dado cuenta antes.

-Simplemente no es un libro, todavía no. Estaré tonto…

En la mesa de enfrente la señora del perrito que siempre anda sola agita la mano en el aire en contestación espontánea a lo que ella cree que es un saludo, para inmediatamente mirar hacia el infinito con ademán honorable escondiendo su azoramiento. Malaquías ni se ha percatado del gesto, absorto como está en su descubrimiento, ya sabe el porqué de las páginas en blanco, es una llamada, una oferta del destino, están en blanco para que alguien las escriba.

Ahora sí que se alborota, paga y echa a andar lo más rápido que puede, que es poco, porque como ya sabemos Malaquías más que andar parece que se desliza con sus pasitos cortos que le asemejarían a una pelota, si no fuera por el cabeceo pendular que ejecuta cuando intenta dar demasiado impulso a su cuerpo.

-¿Estará todavía en el banco o se lo habrán llevado? –    Se pregunta resoplando por el esfuerzo, menos mal que el mareo continúa sin aparecer y esto le permite dirigirse sin zigzagueos ni inseguridades directo al banco.

Qué gran alivio experimenta al verlo depositado en el mismo sitio que lo dejó. Dando un gran suspiro extiende sus manos regordetas que hacen presa del libro, de nuevo muestra la media sonrisa que se había esfumado durante el esfuerzo y meneando la cabeza en un gesto de asentimiento abraza su libro y se marcha sin perder un segundo derechito a casa.

Tiene tanto que contar a estas páginas blancas…

                 


miércoles, 3 de julio de 2013

Tu mantilla

 

                                            

Si supieras que aún conservo la mantilla, aquella que un ocho de Julio de hace muchos años me ofreciste esperanzado, envuelta en papel de seda, la cara casi iluminada por una sonrisa tímida, la mano dubitativa, temblorosa. Me ofreciste el presente comprado con amor, no hay duda, ahora lo veo con claridad. Entonces, inconsciente, desenvolví el paquete entre risas y con un mohín irónico de medio enfado te pregunté:

- ¿Y esto tan largo qué es? -Un poco picado me respondiste muy serio  - Es una mantilla, para llevarte a los toros.

Todavía me quedé más desconcertada.

- ¿Una mantilla para ir a los toros?

- ¡Sí! y el año que viene te regalo la peineta. Me dijiste con orgullo y una miajita de vanidad posesiva.

Ya no supe qué decir salvo darte las gracias al mismo tiempo que depositaba un beso liviano como el aleteo de una mariposa sobre tu mejilla redonda y sonrosada, tú me sonreíste con ese aire angelical que siempre te acompañaba.

Era mi primera fiesta de cumpleaños ¡sin padres!, independiente, con amigos. ¡Incluidos los chicos! Eso sí mis hermanos también entraban en el lote. No sé por qué extraña razón ese hecho tranquilizaba a mis padres. No podían imaginar que mis mayores cómplices y mejores maestros en el arte de la vida en todos los terrenos eran mis supuestos guardianes.

Por primera vez organizaba un guateque estrenando catorce maravillosos años llenos de promesas y esperanzas. El aire caliente del Julio madrileño revolaba sobre las terrazas danzando con las sábanas blancas tendidas al sol. Del Retiro llegaba olor a parque y agua, a barquillos y desgana, a paseo y tierra recién regada. De vez en cuando se escuchaba el rugido de un león clamando por su tierra africana que en la caída de la tarde tenía el acento doliente y melancólico de la añoranza. Aullido, casi llanto que ponía un escalofrío en la piel.

No sé por qué hoy me has entrado derechito al desliar la mantilla que he conservado a través de años, mudanzas, cambios de casas, más de quince y en las cuales he ido desprendiéndome de prácticamente todo lo prescindible y más. Tu mantilla sin embargo la he guardado envuelta en el papel de seda. Cuando la veo aun escucho tu queja -Es una mantilla bordada a mano y el año que viene te regalo la peineta para llevarte a los toros.

No tuviste la oportunidad. En la fiesta rehuí tu presencia sin darme cuenta. Había chicos mayores mucho más interesantes que acapararon mi atención y yo disfrutaba bailando al son de la música con los ojos puestos en las estrellas.

No salí más contigo ni coincidimos en más fiestas, apenas te conocía, eras el amigo del hermano de una amiga. Ella de cuando en cuando me decía que le preguntabas por mí y yo te mandaba recuerdos. Quizás un día me llamaste y no estaba en casa, o no me dieron el recado, o dejaste de hacerlo hasta que tu presencia se fue diluyendo con el tiempo.

Un día de Septiembre en un cineclub del barrio ponían el Acorazado Potenkim, por entonces no me perdía una y el Acorazado mucho menos. La sala estaba atestada, casi no podíamos movernos. Me acerqué escurriéndome entre la gente hasta el chaval que controlaba la entrada. Le di con seguridad mi carnet de cine-clubista. A pesar de no tener la edad, por mi estatura y expresión pasaba por mayor sin ningún problema.

El recinto estaba bastante oscuro, separé la gruesa cortina de entrada al mismo tiempo que un muchacho rubio alto y fuerte la sujetaba para dejarme pasar. Cuando le miré a la cara para darle las gracias te reconocí en la ternura del semblante y en la media sonrisa tímida que me dedicaste junto al –Hola ¿no me recuerdas?

Buceé en tu mirada para hallarte, el resto era tan distinto, el color platino del pelo, la envergadura del cuerpo los ademanes tiernos y femeninos, me diste dos besos, me buscaste uno de los mejores asientos y te alejaste contoneándote por el pasillo hasta perderte en la marejadilla de expectantes cinéfilos. A la salida ya no estabas.

Hoy envuelta en la mantilla me ha llegado nítida tu memoria, tu amor, tu ternura, nuestro desconcierto. Con tu rostro han desfilado ante mí aquellos que me quisieron y yo no quise. Aquellos que quizás desprecié o herí sin ser consciente de ello. Los que me buscaron sin encontrarme. A los que alenté sin saberlo.

Fieles amores desgajados del telar de los besos, para todos vosotros va hoy mi homenaje y mi recuerdo, junto con la súplica de perdón porque no pude, aún a mi pesar, quereros.