Un día descubrió que el mareo
continuo no es el estado natural de los seres humanos. No, aquel vértigo
permanente, la falta de aire, la sensación de ingravidez que forma parte de su
estar en la vida, es pura ansiedad, ansiedad por vivir. Vivir, un esfuerzo
continuo que le pone al límite de sus fuerzas.No recuerda desde cuando este estado
forma parte de él ni en qué momento fue consciente de su incómodo aunque
chisposo compañero. Al fin es como si estuviera constantemente embriagado, es
decir, que ese cierto mareo semejante a la euforia sin excesos que presta el
alcohol él lo tiene permanente y de forma gratuita.
La sensación de ingravidez que buscan
experimentar los osados que se aventuran a paseos siderales, o el vértigo que se apodera de los que se
lanzan penduleando colgados de una goma cientos de metros por encima del suelo
rebotando como un yo- yo gigante, él lo disfruta sin riesgos, al menos, si
alguna vez cae en una pérdida de conciencia la distancia hasta el suelo es
mucho más corta y por lo tanto el porrazo, en teoría, más leve. También
disfruta de la semiinconsciencia
aportada por la falta de oxígeno ya que no respira a pleno pulmón como
debiera y por lo tanto el cerebro se vuelve perezoso y juguetón, relativizando
todo aquello que acontece a su alrededor por muy importante que pudiera
parecerle en otro momento más lúcido, en el que los mareos compañeros dejan
paso a una clarividencia que raya en lo obsceno.
Malaquías Melquiades pasa sus días con
una media sonrisa aleteando en la cara, angulosa sin exceso, adornada por un
par de mofletes casi regorditos que le dan una apariencia beatífica, los ojos
de un azul desvaído redondos y asombrados escudriñan mansamente con la peculiar
mirada melancólica que le dan sus permanentes vahídos. El pelo ralo y
descolorido le cae sobre el rostro en
mechones sin gracia que él mismo trata de recortar con las tijeras de media punta guardadas en exclusiva a tal efecto en el
cajón del aparador que otrora fuera preciada posesión de su muy amada madre,
Dios la tenga en su Gloria.
A su gran devoción por el profeta debe
su primer nombre unido a su procedencia, a punto estuvo de ponerle Patricio,
pero el hecho de que ya hubiera muchos en la familia le hizo decantarse por un
nombre más original ya que estaba segura de que su hijo era un escogido, el
mensajero de Dios, significado del nombre de Malaquías, le iba como anillo al
dedo según ella, aunque más que un enviado de Dios Malaquías parece por su
corta estatura y su cuerpo blando y rechoncho un duendecillo emigrado de
tierras irlandesas, los brazos cortos sujetan las manos regordetas que casi
siempre penden de los hombros sin encontrar lugar que le sirvan de acomodo,
dejándolas por lo tanto bailar a su aire según el cuerpo se mueve.
Completa la estampa su extravagante
traje de cuadros verde y gris que solamente sustituye el día de su
cumpleaños por el granate con pintas
marrones que heredó de su padre, y que guarda cuidadosamente para tal ocasión.
¡Qué mejor manera de celebrar su venida al mundo que portando el traje de su
muy añorado padre!
Sí, Malaquías Melquiades fue un niño
muy querido, todavía saborea el tiempo lejano en que le subían a caballito
mientras giraban a toda velocidad en un
juego familiar que casi está seguro es el origen de su permanente vértigo en la
vida. De ahí su miedo a caer cuando deambula por las calles, sea de noche o de
día, tempranito en la mañana cuando sale ligero bamboleando el cuerpo camino de
cualquier parte, o en las tardes, ya anochecido, cuando la ciudad se cuaja de
luces cual luciérnagas perezosas que despiertan por etapas.
A pesar de su vida funámbula, por eso de
estar siempre como colgado de un alambre, Malaquías es feliz, disfruta
enormemente de los acontecimientos que transcurren en su entorno, observador
permanente del acontecer del barrio él más que nadie sabe de las historias que
desgrana la vida a su alrededor.
Después de los diez minutos de cabeceo
en el sofá necesarios para su puesta en marcha, Malaquías ha salido camino del
banco situado estratégicamente frente al parque al resguardo de la brisa serrana
que baja de vez en cuando acuchillada por el callejón estrecho que desemboca en
la plaza. Éste es el banco de invierno, en verano se resguarda del sol bajo la
sombra espesa y fresca que le ofrece el viejo fresno compañero de estares, como
él mudo y estático, cimbreando las ramas cuando alguna brisa generosa mueve a
la vez hojas y cabello, entonces Malaquías sonríe, levanta la cara y deja que
el vientecillo le mande el pelo en la dirección que decida, como un niño chico
que se deja acariciar por la mano de su madre.
En primavera y otoño según resulte el
año, escoge indistintamente uno u otro, incluso los alterna en función de lo
que escucha en las predicciones del parte meteorológico, curiosamente sólo
utiliza esta información para saber qué banco va a ocupar esa tarde porque la
ropa no la cambia, salvo la bufanda de rayas amarillas y negras que se enrosca
al cuello cuando el frío arrecia.
Además de esto Malaquías tiene otro gran
vicio, leer, lee todo lo que cae en su mano sin discriminación alguna, tan solo
está fuera de su alcance aquello que tiene que pagar, no porque sea miserable,
sino porque su exigua renta le da escasamente para subsistir, de ahí su
permanencia en los bancos callejeros en lugar del cómodo sillón al resguardo de
las intempestades del tiempo en la cafetería cercana de la cual y a según qué
horas le llega el oloroso tufillo a café y pan tostado. Aun así su buen
carácter le hace disfrutar como ya sabemos por ser el guardián de los secretos
del barrio, permanente vigía receptor de acontecimientos que atesora en su
cabeza junto con las otras historias que absorbe como un secante de las páginas
impresas.
Esta mañana se siente más que feliz,
está radiante disfrutando del cálido solecillo retozón que el mes de Marzo le
ofrece como un regalo cargado de promesas del buen tiempo que se acerca,
completa su dicha el hecho de que hoy, no sabe muy bien por qué razón, su mareo
crónico se ha atemperado de tal manera que percibe el mundo que le rodea con
una claridad casi diáfana, sin bruma ni bamboleo alguno, por lo que se dispone
a comer placenteramente en el restaurante familiar en el cual le sirven un
primer plato generoso con su buen vaso de vino y el postre que él prefiera
incluido en el menú por 4,50, precio que puede pagar sin menoscabo de su
estabilidad monetaria y que junto con las galletas de media tarde y el yogur de
la noche rematan su dieta diaria, eso sí, complementado con un buen tazón de
leche caliente migada de pan para desayuno.
Además hoy ha encontrado en los libros
que algún donante generoso suele dejar sobre el contenedor de papel o encima de
una de las muchas papeleras de las calles por donde pasa todos los días un
ejemplar extraordinario, cuando lo ha visto, como ya hemos dicho hoy ve todo
mucho más claro, se ha dirigido hacia él lo más rápido que ha podido por miedo
a que alguien se le adelante atraído por el original formato que tanto le ha
llamado la atención. Cuando está a su alcance coge el libro casi acariciándolo,
deleitándose en el tacto peculiar que parece responder a la presión de sus
dedos.
Ciertamente tiene un buen tamaño –se
dice. El color tierra y ocre del dibujo
de la portada le hace remontar muy lejos en el tiempo, cuando apenas era un
mozalbete que salpicaba de saltos las calles en busca del campo abierto que
rodeaba su ciudad, un campo ocre y marrón con reflejos dorados casi idéntico al
del libro.
Con mucho cuidado lo pone debajo de su
brazo sujetándolo con firmeza, se dirige al banco y se sienta situándose de
espaldas al sol que lame su espinazo dejándole una sensación de caliente
cosquilleo sobre los huesos y se queda absorto contemplando su hallazgo,
saboreando de antemano lo que sus páginas
puedan ofrecerle. Posa la mano sobre la dura portada deleitándose
todavía por el buen recibimiento que el libro le ofrece, una respuesta casi
viva y con un movimiento exquisito, lo abre.
La expresión de Malaquías es todo un
poema, si la gente que pasa indiferente hacia uno y otro lado de la acera le
prestara un poco de atención, se quedarían asombrados viendo el gesto incrédulo
y estupefacto de boca abierta y ojos como platos mientras acerca y aleja el
libro en un intento vano por descifrar su contenido. Y tan en vano es la cosa
porque la página está absolutamente en blanco y la siguiente y la siguiente y
la otra. Cuando Malaquías pasa despacio, despacio, una tras otra las
hojas, para que no se le vuelen las
palabras, descubre que ni una sola de ellas tiene tan siquiera un signo de
puntuación, un dibujo, algo que le indique el camino a seguir para descifrar el
contenido que está completamente seguro, permanece escondido dentro del
volumen.
Con el ceño fruncido gira el libro de
uno a otro lado, lo agita cogiéndolo con
cuidado para que no se vaya a desencuadernar, lo pone del derecho y del
revés, lo abre y cierra de golpe a ver si de esta manera sorprende a las
palabras y ¡nada! Todo esfuerzo es
infructuoso, el libro sigue desafiante mostrando sus hojas en blanco.
-No quieres eh, pues nada, me doy por
vencido, ahí te quedas ingrato –dice depositando el libro sobre el banco.
A continuación se incorpora con aire
digno y marcha decidido hacía el restaurante, tanto ajetreo le ha dado hambre y
por una vez excepcionalmente decide cambiar su yogurt espartano por alguno de
los platos apetitosos que ofertan en el menú de noche, no sin antes volver
varias veces la cabeza para comprobar si todavía continua el libro encima del
banco.
Mientras come observa con ojillos
atentos y oreja abierta cuanto sucede a su alrededor sin dejar de pensar en el
libro abandonado.
-Siempre hay una razón para todo hijo,
nada ocurre por casualidad.
Era lo que le repetía su madre hasta la
saciedad y Malaquías Melquiades sabe por experiencia propia que a su madre nunca le faltaba la razón.
Cuando termina las patatas guisadas con
carne que le han servido escoge para postre arroz con leche su postre favorito,
caldosito y dulce como a él le gusta, con su rama de canela y su cascarita de
limón naufragando en la pasta blanca.
Con el estómago lleno y más reconfortado
se le enciende la bombilla de golpe.
–Ya sé por qué no hay nada escrito en
tus hojas- Se dice golpeando con los
dedos extendidos la frente y sacudiendo la mano abierta al aire, es tan
sencillo que no sabe cómo no se ha dado cuenta antes.
-Simplemente no es un libro, todavía no.
Estaré tonto…
En la mesa de enfrente la señora del
perrito que siempre anda sola agita la mano en el aire en contestación
espontánea a lo que ella cree que es un saludo, para inmediatamente mirar hacia
el infinito con ademán honorable escondiendo su azoramiento. Malaquías ni se ha
percatado del gesto, absorto como está en su descubrimiento, ya sabe el porqué
de las páginas en blanco, es una llamada, una oferta del destino, están en
blanco para que alguien las escriba.
Ahora sí que se alborota, paga y echa a
andar lo más rápido que puede, que es poco, porque como ya sabemos Malaquías
más que andar parece que se desliza con sus pasitos cortos que le asemejarían a
una pelota, si no fuera por el cabeceo pendular que ejecuta cuando intenta dar
demasiado impulso a su cuerpo.
-¿Estará todavía en el banco o se lo
habrán llevado? – Se pregunta
resoplando por el esfuerzo, menos mal que el mareo continúa sin aparecer y esto
le permite dirigirse sin zigzagueos ni inseguridades directo al banco.
Qué gran alivio experimenta al verlo
depositado en el mismo sitio que lo dejó. Dando un gran suspiro extiende sus
manos regordetas que hacen presa del libro, de nuevo muestra la media sonrisa
que se había esfumado durante el esfuerzo y meneando la cabeza en un gesto de
asentimiento abraza su libro y se marcha sin perder un segundo derechito a
casa.
Tiene tanto que contar a estas páginas
blancas…