lunes, 21 de enero de 2019

España en marcha -




Imagen cortesía de la Red

Por aquel entonces descubríamos a través de Caravana de Amigos a Paco Ibáñez cantando “España en marcha” del poeta Gabriel Celaya “allá los muertos, que entierren como Dios manda a sus muertos” decía una parte de su poema.

Luchamos a nuestra manera contra las imposiciones, la censura, la injusticia, sobrevolando las estepas grises teñimos de color, desde nuestra juventud, páramos de sombras.

Nos debatíamos entre el miedo y el valor, presentido desde la infancia en aquellos que nos habían dado la vida y con ella, forjada a golpe de contienda, la herencia de lo sufrido, años trágicos desdoblados en las dos Españas que sangraba por múltiples heridas. Desangrada a través de sus hijos más jóvenes perdía cada día la batalla de su propia identidad. Sepultada en cunetas y campos, acribillada contra muros de cal, arrastrada por calles y plazas dejando un reguero de muerte y fratricidio.

Nunca antes tanto horror se acumuló en tan corto espacio de tiempo.

Ellos lo sufrieron en su propia piel, el escarnio, el hambre, la muerte, el desconsuelo. A punto de sucumbir cien veces, cabalgando en el filo de la espada, contendiendo en frentes y batallas, acumulando hambre en las ciudades cercadas, llorando a sus muertos sin tiempo ni lugar para depositar una flor en sus tumbas.

Con eso crecimos, el miedo, compañero de nuestros juegos, huésped ingrato que a fuerza de soportarlo se hizo amigo. Como el preso, entablamos relación con el carcelero. Aprendimos también a valorar lo que teníamos, a fuerza de contarnos su hambre fuimos conscientes de lo que suponía carecer de prácticamente todo. Nos enseñaron la cocina de aprovechamiento. A no tirar ni un trozo de pan. A fabricar jabón con los posos del aceite. A amasar frustraciones y olvidos con dosis de tolerancia.

Tuve la infinita suerte de que nadie me inculcara rencor ni me transmitiera odio hacia los del otro bando. A pesar del llanto ahogado en surcos secos sobre el rostro por el hijo que no volvió, por el hermano que se fue al frente ebrio de entusiasmo por defender a los desheredados de la tierra, con sus recién estrenados dieciocho años en bandolera, que nunca regresó.

Me hablaron con diversas voces y diversos ángulos de los desaparecidos, de la violencia que engendra violencia, de las denuncias entre vecinos, de la infamia, de la locura que provoca en el hombre la envidia, el rencor, el hambre, el miedo y la desesperación que le lleva a cometer, agrupados en manada, actos atroces.

Deshumanizados, pervertidos los valores, sin importarle el quién, el cómo, el cuándo o la manera de acabar con el supuesto enemigo. Sean estos hombres, mujeres o niños. Sea su culpa pertenecer al Sindicato de Obreros o ponerse un sombrerito para ir a misa los domingos. Sordos y ciegos por las consignas y el lavado de cerebro de los que quieren conseguir el poder a toda costa, para los cuales el pueblo, son meros números. Cifras que barajan, suman y restan. Seres sin entidad que les importan un bledo salvo para lograr sus fines. 

Todos son iguales me decían, al final el sacrificio del pueblo les llena los bolsillos que es lo que realmente les interesa. 

Con el tiempo las heridas fueron cerrando. No fue fácil. En la misma ciudad, en el mismo edificio, en el mismo pueblo, convivían vencedores y vencidos. Cada uno ejerciendo de tal.

Durante mucho tiempo, una vez terminada la purga, las represalias laborales, administrativas y civiles siguieron ejerciendo presión sobre los perdedores, que aguantaron como mejor supieron esperando tiempos mejores.

Si algo habían aprendido durante los largos años en el frente, en las cárceles, en los campos de trabajo, en la permanente zozobra del día a día, fue a resistir, resistir contra viento y marea. Esa resistencia les hizo sobrevivir a situaciones que ningún ser humano debiera haber vivido nunca.

Ese poder de adaptación al terreno que fue su salvación, es el que les llevó al puerto de la tranquilidad. Al fin por el propio devenir del tiempo las aguas volvieron a su cauce, se fueron restañando heridas, aprendieron, todos, a fraguar la coexistencia.

La tolerancia, la empatía, las ansias de paz y el respeto fueron el abono de los campos inundados por la sangre de tantas víctimas caídas por ambos bandos, y floreció la convivencia, empujada por hombres y mujeres que no querían que su Patria volviera a sufrir tal fractura.

Daba igual sus ideales, de izquierdas, liberales, de centro, de derechas, apolíticos. Cada uno de ellos persiguiendo el mismo fin, poniendo toda la carne en el asador. Y lo consiguieron, salvo por los extremos. Los extremos se tocan y a esos parece que les guste la guerra.

Ahora, que,  haciendo caso omiso de las palabras de Celaya, cantadas una y otra vez como un himno, quieren seguir desenterrando muertos hacinados en parajes desconocidos por toda la geografía española. Son muchos. Demasiados. Tan desaparecidos son los de un bando como los del otro, muertos todos en terribles circunstancias, yo las entono con más pasión que nunca “Ni vivimos del pasado, ni damos cuerda al recuerdo” porque no sirve de nada despertar el odio, el enfrentamiento, la violencia. De nada sirve retrotraernos a la peor parte de nuestra historia.

No hace falta que nadie despierte nuestra memoria, la histórica existe, es. Nadie la puede borrar. La personal está escrita a sangre y fuego en cada uno de nosotros para no volver a repetir los mismos errores y llamar a nuestro país por su nombre, sin complejos.

Este es mi pequeños homenaje a todos aquellos que murieron por defender su Patria, España, a los cuales, hoy rindo tributo. Aquellos que paraban la guerra para pasarse un pitillo, contarse novedades de los suyos, intercambiarse cartas y alimentos o jugar un partido de fútbol.

Los que miraban hacia la ciudad que bombardeaban sabiendo que allí estaban sus padres, o su novia temprana, que al rezar para que no le pasara nada era vilipendiada; o los hijos que por falta de alimentos se les morían de hambre entre los brazos a las madres, en los dos frentes, en ese reparto impuesto que hacían los ejércitos.

Va por ellos, por mis familiares muertos de ambos bandos, con tumba reconocida o enterrados en fosas comunes desconocidas, que me enseñaron a no guardar rencor a pesar de sus heridas, a mirar hacia delante construyendo un mundo mejor, a no menear la mierda y a dejar los muertos en paz, sin utilizarlos como moneda de cambio.

Va por ellos, porque se merecen que el sacrificio que hicieron, las vidas que entregaron y las vidas que no vivieron, sirvan para que nuestros hijos, sus nietos, tengan un presente alejado de guerras y violencia, de enfrentamientos y miedos, de divisiones que sólo conducen a la fractura del país, el suyo, el nuestro, el de todos, en el cual tenemos que vivir cada día mirando hacia delante para construir el futuro que ellos soñaron y por el cual murieron.

No reniego de mi origen, pero digo que seremos, mucho más que lo sabido, los factores de un comienzo
España mía, combate, que atormentas mis adentros, para salvarme y salvarte, con amor te deletreo. (G.Celaya)