sábado, 14 de diciembre de 2019

Amanda



Amanda se ha levantado temprano, como de costumbre. A veces, le aprieta la vida con la urgencia de su larga lista de cosas pendientes. Otras veces, simplemente retoza envuelta en las sábanas de algodón blanco, acoplada al mullido colchón se concede la licencia de alfombrar sueños en la diáfana luz de la mañana.

Una vez desovillados los hilos de la existencia se pasea medio vestida componiendo las estancias, acarreando los objetos que saltan a su vista diciéndole que ése no es su lugar. A su paso derrama una estela limpia que envuelve su figura de rápidos y certeros movimientos. Casi parece que danza al compás de la música que resuena en su cabeza.

Al cruzar el pasillo se detiene ante el espejo bajo la luz que derrocha la lámpara de cristal. Mira de frente dedicándose una sonrisa de “buenos días” y retira a un lado el pelo que le cae sobre la cara. Se acerca y escruta con lentitud los rasgos cambiados. Cuántas mujeres asoman a ese rostro. Cuántas vivencias impresas en la tez. Es cierto, se dice- tengo arrugas ¿Y qué? ¿A quién le importa? Dándose la vuelta lanza un beso hacia la imagen reflejada en la luna de cristal.

Sí. Amanda tiene arrugas porque ha expresado sus sentimientos, sin ambages, mostrando lo que afloraba en cada momento. Sin escatimar gestos. Tiene cicatrices en la piel y en las entrañas. Memoria de lo que ha sido, proyecto de lo que será.

El paso del tiempo ha marcado su cuerpo y ella se enorgullece de las señales que ha dejado sobre él. Rechaza la careta que intentan venderle, ficticio reflejo embozado en plastilina.

En los surcos que se adivinan, en los vestigios tallados a golpes de años, en la dejadez relajada del instante eterno, en todo ello se sustenta el valor de quien es.

Osada y serena contempla surcos y otras menudencias que se deslizan amables. Ninguno destaca. Se queda con el brillo de los ojos que proyectan la fuerza del alma. 

Lo demás son falsos mercadeos de máscaras mediocres. Falaces mentiras que no consiguen desterrar la verdad. Eso sí, los fariseos llenan sus bolsillos.





jueves, 14 de noviembre de 2019

Rituales




Soy consciente de que últimamente abordo mucho este tema visto desde distintos ángulos. Podría pensar que es por miedo, por inseguridad, por estar más cerca del final que del principio o por muchas otras variables parecidas.

Converso conmigo, me miro de frente, desde el interior, y sí, es posible que estos motivos sean los detonantes de mis pensamientos más recientes. Podrían serlo si no me hubieran acompañado siempre.

Desde la infancia he sabido que aquello que consideramos nuestro puede desaparecer de un plumazo, y esto me hacía valorar lo que tenía. Es probable, no lo niego, que este sentimiento provenga de haber sido una niña de posguerra. No tan próxima a ella como para sufrir las carencias materiales de los que la padecieron en primera persona, pero sí alcanzada por los torpedos de los que la habían vivido, en un recuerdo casi constante de mis primeros años.

Se me inculcó a machamartillo, sin imposiciones, que había que cuidar los alimentos que tomábamos, aprovechando la última miga. Cuando el pan caía al suelo se le daba un beso, se sacudía un poco y a la mesa. Bien es verdad que los suelos estaban limpios como patenas.

Se escurrían las botellas hasta que no quedaba una gota. Con el residual de los fritos, se fabricaba jabón. Dábamos gracias todos los días por los alimentos qué íbamos a tomar. En casa invariablemente había un pequeño almacén de comida “por lo que pudiera pasar”. Me enseñaron a pelar pegadito el cuchillo a la piel sacándola fina como el celofán para retirar la menor cantidad de pulpa o carne de los frutos. Escuché incontables historias sobre la conversión de un jardín en huerto para sobrevivir, o cómo hacer un guiso sabroso con mondas de patata.  Oí hablar estremecida de los niños más débiles que habían muerto de hambre.

Nadie fue mezquino conmigo, al contrario, disfrutábamos de lo que teníamos al cien por cien: “Porque nunca se sabe qué nos depara el mañana” y había que aprovechar cada segundo a nuestra disposición.

De ahí, creo, este mirar desde el ahora, agradecida con lo que tengo. Despertando con la ilusión de que todo esté igual, que continúe el orden establecido, que se repitan los rituales en esta cadena de cosas por hacer. Desde los más mecánicos del aseo personal, compras, limpieza de la casa, paseos por la ciudad, hasta los extraordinarios que a menudo me regala la vida. Todos se convierten en un gran éxito.

Quizás porque en mi cabeza, muy proclive a llenarse de imágenes, se alternan lo que ven mis ojos con las otras realidades que suceden en paralelo y que nos muestra esa caja de verter negatividad desde los cuatro puntos del orbe. Guerras, muertes, cataclismos climáticos, desapariciones, torturas, en un anuncio continuo de la perversión del Planeta.

Curiosamente les debo a ellos, los agoreros de la vida, junto a las vivencias que me transmitieron en la niñez, este estrenar cada día, éste disfrutar en la dulce cotidianidad. Rutinas que parece que nadie es capaz de cambiar y por las cuales mucha gente se desespera, yo las disfruto como un tesoro incalculable,  que no inagotable.

Al mismo tiempo me gusta la aventura y exprimo cada acontecimiento hasta el máximo.

Soy aventurera por naturaleza y cambio el universo a mi alcance. Busco caminos diferentes, nuevas experiencias, supero retos y me entronco con los caminos de la tierra buceando en sus rincones.

Una vez más en esta mañana que para muchos sería rutinaria, sosa, parecida a la de ayer y a la de mañana, aletea una sonrisa en mis labios y deambulo por la casa inmersa en estas tareas repetidas con la alegría de saber que nada ha cambiado. Que la vida continúa su marcha sosegada y uniforme. Que de nuevo mis ojos contemplan la luz, mis manos abarcan el mundo y mi corazón late alegre dándole gracias a la vida, como decía Alberto Cortez, por haberme dado tanto.



miércoles, 16 de octubre de 2019

Ruidos que acunan




A veces, muchas, me preguntan cómo puedo vivir en el centro de la gran ciudad, rugidora y cambiante, ruidosa, estrambótica, poco acogedora según ellos, los que se extrañan de mi elección.

- Yo no podría, me dicen arrugando la nariz en un gesto mezcla de asco y rechazo.

¡Qué bueno! me digo yo. Qué bueno que no todos los humanos tengamos los mismos gustos.

A mí me acunan los ruidos, sinfonía bien orquestada que arriba a mi sueño.

No me gusta el silencio de los cementerios. Me estorban las conversaciones en aullidos alargados o en ladridos sonoros y repetitivos resonando en la noche. Me aburre el repiqueteo de las patas sobre el tejado y la vacuidad de los jardines callados. Me entristece la oscuridad cercando mi casa

Yo soy de asfalto, urbanita hasta la médula, carne de bar y aperitivo, de cine y escaparates iluminados, de luces brillantes, de calles vitales abiertas en bifurcaciones de pasos transeúntes.

Me siento viva y acompañada en este río de gente que deambula sin estorbarse, que se ríe, habla, camina, entra y sale poblando las aceras.

Vivir en el bullicio sin excesos, no en la dislocada distorsión de una sobrecargada urbe. La multitud hecha río incontenible que apenas permite el movimiento, me ahoga. No es eso lo que quiero.

Yo soy de barrio, vibrante y quieto, donde persiste el anonimato mezclado con la cercanía, donde los vecinos se saludan y no se molestan, donde la vida fluye en sincronizada melodía y el tiempo discurre sustentado en la voz distinguible y única que arropa las paredes del lugar que habito.




viernes, 13 de septiembre de 2019

Mariquilla 1




Cuando Mariquilla salía de paseo, jugaba al escondite. Se camuflaba con las hojas y los árboles, se escondía en los rincones de sombra y saltaba apresurada los espacios de luz para no hacerse visible a los demás.


En realidad no era cuestión de juego, sino más bien una táctica de defensa. Conocía desde muy niña que algo pasaba con ella y con su cuerpo. 

Al menor indicio de aderezo, una aureola abría su corola de luz haciéndola vulnerable a todos los ojos. Esos ojos que sin saber muy bien por qué, ya no podían apartarse de la chiquilla y de su cuerpo monumental que rompía con ritmo la acera. Cadencia y son reverberando en su bien  construida osamenta.

A su paso murmuraban las vecinas críticas más o menos sutiles. Los hombres torcían la cara para espetarle algún piropo malsonante. Las mujeres la envidiaban y los muchachos la perseguían sin descanso.

Ella andaba con el sofoco quemándole la cara y la vergüenza ajena empañando su alma.

De ahí su experiencia en el camuflaje. Mariquilla escogía con esmero las prendas menos llamativas, los colores más discretos. El pelo lo dejaba caer a su aire, sin adorno ni artificio que la hiciera parecer más bella.

Buscaba a propósito pasar desapercibida.

Para cualquier niña de su edad eso habría sido un disparate. Para Mariquilla era su salvoconducto, de esa manera podía salir a la calle sin que nadie la acosara. 

Era su pase a la supervivencia sin sobresaltos. Su seguro contra el asedio, que sufría indefectiblemente cuando por descuido, usaba una prenda que resaltaba su sencilla, inocente y sensual belleza.... (Continuará)



martes, 13 de agosto de 2019

Toma de conciencia



Desde niños nos hablan de la muerte como algo presente, fiel compañera de vida. Nosotros escuchamos, o no, inmersos en el universo ingenuo que vivimos a plena intensidad.

En el comienzo es algo impreciso, a no ser que nos toque muy de cerca. Aunque está presente en el cine, en la naturaleza, en la literatura, incluso en los dibujos animados o en las series infantiles.

Con el paso del calendario la descubrimos próxima, en algún compañero de colegio o algún amigo de juventud, alguien de nuestra misma edad que por lógica no debería estar en “su lista”.  Tomamos conciencia entonces de que es un hecho. Forma parte de la realidad. Y la sentimos cercana. Existe. Es.

Hablan de ella en la Prensa, en las Noticias, en Televisión, en la Radio. A menudo se ceban. Relatan infatigables los sucesos desdichados que asolan el Planeta por muy lejos que sucedan o muy escondido que esté el lugar. Atentados, accidentes, asesinatos, catástrofes de todo tipo que enumeran en su recuento diario. Contabilizan el número de muertes convirtiéndolas en cifras abstractas que usualmente, salvo morbosas intervenciones añadidas, no suelen tener rostro. Algunas veces deciden repetirlas en cascada, incansablemente, como un regalo desolador impreso en la retina del alma. 

Nos alertan de que nos vamos aproximando, por estadística. Lo repiten obstinados tasando el periodo de permanencia y el coste para la Sociedad. Los años de supervivencia les salen muy caros. ¡Caramba! Pero no autorizan la Eutanasia. Incongruentes y vacíos de propósitos se dan de tortas con sus propias consignas. Así funciona el Poder.

No obstante, no sólo es lo que dicen, sino lo que ocurre alrededor. La vemos rondar a los que más queremos. Palpamos cómo los cerca, cómo se vuelven vulnerables, cómo enferman y desaparecen, inevitablemente.

El tiempo es riguroso, la naturaleza también. Ninguno desacelera su cadencia.

Nos repetimos que es parte del proceso, tratando de normalizar una situación ineludible. Al fin y al cabo todo tiene fecha de caducidad y lo sabemos.

Aun así nos cuesta enfrentarnos al sufrimiento de los que queremos, a  su pérdida. Nos cuesta superar su marcha. Uno tras otro salen del tablero de juego en un desfile alterno. Peones, torres, caballos, alfiles, reyes, reinas... ¿Van a retomar la partida desde cero...? ¿En otro Cosmos paralelo? ¿En otra Galaxia...? Quién sabe...

Mientras tanto, en nuestro pequeño mundo, algo se marchita y algo nuevo nace cada día.

La rueda, implacable, no cesa, y la vida prosigue su marcha indiferente. Como debe ser.

Quedarse para siempre sería aburrido y frustrante. O al menos, a mí me lo parece.



domingo, 7 de julio de 2019

Adalberto

                                            

           
Adalberto se había pasado el día absorto en el largo proceso que ocupó al animal de tronco rosado, blando y palpitante, a trasladar su vulnerabilidad a otro reducto más o menos acogedor.

A ojos vista se podía apreciar que aunque en algún momento y durante un tiempo había sido suficiente, ahora se  le hacía pequeño.

El bicho estuvo horas tanteando, sopesando y descartando las diferentes oportunidades de acomodo que encontraba en el círculo que le rodeaba. Incluso expandió su búsqueda a alguna zona que en principio no parecía accesible a sus posibilidades. Tozudo y constante tenía muy claro su objetivo y no descartaba ningún lugar por muy lejos de sus patitas que pudiera estar.

Tanteó alguno que cubría a priori sus necesidades. Lástima que al acercarse comprobó que la preciada concha pertenecía a otro. Intentó en un par de veces, alguna vez le había dado resultado, sacar al propietario con alguna de sus bien probadas artimañas, pero esta vez no le valieron de nada y tuvo que recular y comenzar su búsqueda en otra dirección.

Al final su esfuerzo le fue recompensado, una caracola vacía que descansaba en la arena le ofreció el refugio deseado. Tras efectuar largas maniobras de acercamiento consiguió primero extraer su vulnerable torso, no sin provocarse algún que otro rasponazo por la estrechez de las paredes que hasta ahora le habían servido de cobijo y a continuación realizó una dificultosa marcha atrás e introdujo su cola hasta el fondo.

Una vez acoplado, probó su nueva vivienda en cortos desplazamientos a salvaguarda de cualquier peligro que pudiera atentar contra su apetitoso apéndice, preservado dentro de su cómoda y refulgente concha nacarada.

Una voz femenina le sacó de su abstracción.

      Adalberto. ¿Cuánto tiempo más piensas pasarte mirando bobadas? ¿Es que no quieres comer hoy?

      ¡Ya voy! ¡Ya voy! -Verdad que las mujeres pueden llegar a ser pesadas en su afán por cuidar de uno.

Arrastrando los pies se dirigió hacia la casa, similar a muchas de la zona. 

La bandera en el porche haciendo ostentación de la nacionalidad de los que la habitaban, el cuidado jardín, la pequeña valla de madera y el garaje para dos o tres coches, uno de los cuales había pasado a ser de su propiedad. 

O lo que es lo mismo, era dueño de su uso y disfrute, como de todo lo que había en aquella casa. Incluida la dueña que además velaba por su bienestar físico y emocional cuidando de él como si fuera su polluelo.

Después del tiempo en que estuvo sumida en la batalla contra la enfermedad, la derrota y la pérdida final del esposo, el casi recién llegado supuso para ella el acceso a la esperanza.

Con él renacieron los días y las noches sacándola de su letargo. Poco importaba que no tuviera prácticamente nada, ella tenía de sobra para los dos.

Su casa era como una preciosa caracola vacía y él había llenado cada rincón imprimiendo su huella.

Adalberto llegó hasta la mesa donde le esperaba su nueva mujer, una más en su larga historia sentimental y depositó un beso liviano en su frente. 

Ella le correspondió con una dulce sonrisa.


                                                                     

martes, 21 de mayo de 2019

Temporalidad



Todo es provisional, nada hay permanente en esta vida. Cada ser nace, crece, se desarrolla, muere y desaparece.

Y este hecho, el único cierto, lejos de ser razón de quebranto, si lo miramos con una perspectiva de buen gestor, nos enseñará a sacarle el máximo partido a esta especie de aventura que llamamos vida.

Si somos conscientes de esta realidad innegable, sabedores de que lo que disfrutamos es transitorio, sabremos valorar y cuidar aquello que conforma nuestro mundo.

Lo haremos de la misma manera que el niño que posee un solo juguete. Igual que el coleccionista preserva su número especial del cómic o el sello de una serie extraordinaria. De la misma manera que se protege un cuadro, una obra de arte o una joya.

Le daremos a cada segundo un trato singular, como al amigo que llega a visitarnos por unas horas con el cual nos volcamos sin escatimar esfuerzos. De igual manera, si somos conscientes de la no permanencia, habremos alcanzado el gran triunfo.

Valorarnos y valorar como verdaderos tesoros a cada uno de los que queremos. Qué mayor importancia podemos darles sino entender que todo, absolutamente todo es transitorio. Que algún día miraremos hacia atrás añorando los momentos pasados malgastados con indiferencia.

¿Por qué hay que esperar a cortar el último trocito del jamón para darnos cuenta de lo rico que estaba? ¿Por qué disfrutamos de la vida cuando le ponen fecha de caducidad? ¿Por qué hemos de dejar que los hijos crezcan para añorar sus abrazos infantiles y su confianza ciega en nosotros? ¿Por qué hay que contemplar la botella vacía para reconocer la calidad del vino?

Si tomamos distancia y nos concienciamos de lo efímero de las cosas, será el nuestro un nuevo despertar y cada hecho se convertirá en un acontecimiento extraordinario. Porque realmente nuestro día a día es excepcional. Desde que abrimos los ojos y nuestro cuerpo responde como una máquina perfecta al cariño y la presencia de nuestros seres queridos. Desde el milagro de la convivencia en paz, a que todos los días funcione el engranaje que mueve nuestra sociedad... Somos seres afortunados que disfrutamos de una cantidad ingente de “regalos”. 

Afortunados por haber nacido, en el reparto de esta lotería loca de la vida, en una situación familiar, en un país y una sociedad que nos da mucho más de lo que somos capaces de cuantificar.

Saber que todo en un intervalo más o menos largo cambia o desaparece, nos hará valorar al profesor que sabe transmitir sus conocimientos, el abrazo cálido, la sonrisa compañera que alienta nuestras horas. Incluso en los malos momentos existen razones para dar gracias por lo que poseemos, por lo que sentimos, por lo que vivimos.

Porque todo pasa y desaparece y no siempre estaré aquí, hoy quiero regalaros la mejor de mis sonrisas, la comunión del pensamiento, la entrega generosa, la luz que se expande en cada mirada, el brillo de los amaneceres, el último suspiro que aquieta la noche y este momento único e irrepetible en el cual converso de corazón a corazón con cada uno de vosotros.



viernes, 19 de abril de 2019

Cruce de caminos - Querencia


Eran aquellos días en qué atravesaban la ciudad de un extremo a otro, cada uno en direcciones opuestas, cruzándose quizás, en los distintos niveles que recorrían, de norte a sur y de este a oeste, vías, túneles, pasos elevados.

Olfateaban su olor entre los millones de seres que se movían, como ellos, arracimados en vagones trepidantes.

Les llegaba, entre tanta energía esparcida, la suya en particular, como un hilillo blanco de niebla atravesando rincones y espacios, sorteando vacíos y espesuras de piel hasta cercar su entorno con un halo protector.

Se sabían seguros cuando percibían el aliento del otro envolviéndoles como una suave caricia, intangible, persistente.

Nadie podía percatarse a su alrededor, ellos sí. Para su especial percepción era fácil percibir la huella, sentir el latido sincrónico batiendo junto a sus pasos.

Distinguían la respiración al unísono, la cercana solidez que despejaba el mundo con su abrazo invisible, formando un tándem indestructible, en aquellos días de cruces de caminos que saltaban obstáculos, bailando al compás, en la inescrutable y siempre sorprendente sinfonía de la vida.

lunes, 4 de marzo de 2019

Prueba superada



Estos retos que nos impone la existencia y que aceptamos valientes. Este remontar cada mañana a base de coraje y osadía, inconscientes, como el cervatillo que pasta sin saberse observado por el lobo.

Este arrancar desde cero y sin mochila en las espaldas. Este enfrentarse a lo que nos acecha en los recovecos del camino afianzando nuestros pasos. Encrucijadas de sombras, badenes de olvidos. Espejismos sin nombre.

Nos internamos valientes arracimando en nuestras manos las flores cogidas de las cunetas. Y sonreímos al alba con la armadura puesta.

Este disociar entuertos, este discernir aciertos, este culminar las cimas, este recordar a los muertos.

Todo y nada en la imparable inercia que nos impulsa, en la similitud extraña que nos une, en el instinto animal que nos mueve a superar la vida.

Abrirnos en canal en cálido abrazo y lanzar la mirada al horizonte. Aceptar el desafío empuñando lanza y adarga y saber, al final del recorrido, que la prueba, hoy, está superada.

Descansad hijos de la tierra, esta jornada os habéis ganado el pan.

Mañana, será otro día.


lunes, 21 de enero de 2019

España en marcha -




Imagen cortesía de la Red

Por aquel entonces descubríamos a través de Caravana de Amigos a Paco Ibáñez cantando “España en marcha” del poeta Gabriel Celaya “allá los muertos, que entierren como Dios manda a sus muertos” decía una parte de su poema.

Luchamos a nuestra manera contra las imposiciones, la censura, la injusticia, sobrevolando las estepas grises teñimos de color, desde nuestra juventud, páramos de sombras.

Nos debatíamos entre el miedo y el valor, presentido desde la infancia en aquellos que nos habían dado la vida y con ella, forjada a golpe de contienda, la herencia de lo sufrido, años trágicos desdoblados en las dos Españas que sangraba por múltiples heridas. Desangrada a través de sus hijos más jóvenes perdía cada día la batalla de su propia identidad. Sepultada en cunetas y campos, acribillada contra muros de cal, arrastrada por calles y plazas dejando un reguero de muerte y fratricidio.

Nunca antes tanto horror se acumuló en tan corto espacio de tiempo.

Ellos lo sufrieron en su propia piel, el escarnio, el hambre, la muerte, el desconsuelo. A punto de sucumbir cien veces, cabalgando en el filo de la espada, contendiendo en frentes y batallas, acumulando hambre en las ciudades cercadas, llorando a sus muertos sin tiempo ni lugar para depositar una flor en sus tumbas.

Con eso crecimos, el miedo, compañero de nuestros juegos, huésped ingrato que a fuerza de soportarlo se hizo amigo. Como el preso, entablamos relación con el carcelero. Aprendimos también a valorar lo que teníamos, a fuerza de contarnos su hambre fuimos conscientes de lo que suponía carecer de prácticamente todo. Nos enseñaron la cocina de aprovechamiento. A no tirar ni un trozo de pan. A fabricar jabón con los posos del aceite. A amasar frustraciones y olvidos con dosis de tolerancia.

Tuve la infinita suerte de que nadie me inculcara rencor ni me transmitiera odio hacia los del otro bando. A pesar del llanto ahogado en surcos secos sobre el rostro por el hijo que no volvió, por el hermano que se fue al frente ebrio de entusiasmo por defender a los desheredados de la tierra, con sus recién estrenados dieciocho años en bandolera, que nunca regresó.

Me hablaron con diversas voces y diversos ángulos de los desaparecidos, de la violencia que engendra violencia, de las denuncias entre vecinos, de la infamia, de la locura que provoca en el hombre la envidia, el rencor, el hambre, el miedo y la desesperación que le lleva a cometer, agrupados en manada, actos atroces.

Deshumanizados, pervertidos los valores, sin importarle el quién, el cómo, el cuándo o la manera de acabar con el supuesto enemigo. Sean estos hombres, mujeres o niños. Sea su culpa pertenecer al Sindicato de Obreros o ponerse un sombrerito para ir a misa los domingos. Sordos y ciegos por las consignas y el lavado de cerebro de los que quieren conseguir el poder a toda costa, para los cuales el pueblo, son meros números. Cifras que barajan, suman y restan. Seres sin entidad que les importan un bledo salvo para lograr sus fines. 

Todos son iguales me decían, al final el sacrificio del pueblo les llena los bolsillos que es lo que realmente les interesa. 

Con el tiempo las heridas fueron cerrando. No fue fácil. En la misma ciudad, en el mismo edificio, en el mismo pueblo, convivían vencedores y vencidos. Cada uno ejerciendo de tal.

Durante mucho tiempo, una vez terminada la purga, las represalias laborales, administrativas y civiles siguieron ejerciendo presión sobre los perdedores, que aguantaron como mejor supieron esperando tiempos mejores.

Si algo habían aprendido durante los largos años en el frente, en las cárceles, en los campos de trabajo, en la permanente zozobra del día a día, fue a resistir, resistir contra viento y marea. Esa resistencia les hizo sobrevivir a situaciones que ningún ser humano debiera haber vivido nunca.

Ese poder de adaptación al terreno que fue su salvación, es el que les llevó al puerto de la tranquilidad. Al fin por el propio devenir del tiempo las aguas volvieron a su cauce, se fueron restañando heridas, aprendieron, todos, a fraguar la coexistencia.

La tolerancia, la empatía, las ansias de paz y el respeto fueron el abono de los campos inundados por la sangre de tantas víctimas caídas por ambos bandos, y floreció la convivencia, empujada por hombres y mujeres que no querían que su Patria volviera a sufrir tal fractura.

Daba igual sus ideales, de izquierdas, liberales, de centro, de derechas, apolíticos. Cada uno de ellos persiguiendo el mismo fin, poniendo toda la carne en el asador. Y lo consiguieron, salvo por los extremos. Los extremos se tocan y a esos parece que les guste la guerra.

Ahora, que,  haciendo caso omiso de las palabras de Celaya, cantadas una y otra vez como un himno, quieren seguir desenterrando muertos hacinados en parajes desconocidos por toda la geografía española. Son muchos. Demasiados. Tan desaparecidos son los de un bando como los del otro, muertos todos en terribles circunstancias, yo las entono con más pasión que nunca “Ni vivimos del pasado, ni damos cuerda al recuerdo” porque no sirve de nada despertar el odio, el enfrentamiento, la violencia. De nada sirve retrotraernos a la peor parte de nuestra historia.

No hace falta que nadie despierte nuestra memoria, la histórica existe, es. Nadie la puede borrar. La personal está escrita a sangre y fuego en cada uno de nosotros para no volver a repetir los mismos errores y llamar a nuestro país por su nombre, sin complejos.

Este es mi pequeños homenaje a todos aquellos que murieron por defender su Patria, España, a los cuales, hoy rindo tributo. Aquellos que paraban la guerra para pasarse un pitillo, contarse novedades de los suyos, intercambiarse cartas y alimentos o jugar un partido de fútbol.

Los que miraban hacia la ciudad que bombardeaban sabiendo que allí estaban sus padres, o su novia temprana, que al rezar para que no le pasara nada era vilipendiada; o los hijos que por falta de alimentos se les morían de hambre entre los brazos a las madres, en los dos frentes, en ese reparto impuesto que hacían los ejércitos.

Va por ellos, por mis familiares muertos de ambos bandos, con tumba reconocida o enterrados en fosas comunes desconocidas, que me enseñaron a no guardar rencor a pesar de sus heridas, a mirar hacia delante construyendo un mundo mejor, a no menear la mierda y a dejar los muertos en paz, sin utilizarlos como moneda de cambio.

Va por ellos, porque se merecen que el sacrificio que hicieron, las vidas que entregaron y las vidas que no vivieron, sirvan para que nuestros hijos, sus nietos, tengan un presente alejado de guerras y violencia, de enfrentamientos y miedos, de divisiones que sólo conducen a la fractura del país, el suyo, el nuestro, el de todos, en el cual tenemos que vivir cada día mirando hacia delante para construir el futuro que ellos soñaron y por el cual murieron.

No reniego de mi origen, pero digo que seremos, mucho más que lo sabido, los factores de un comienzo
España mía, combate, que atormentas mis adentros, para salvarme y salvarte, con amor te deletreo. (G.Celaya)