Cuando el reto diario es hacerse la
comida y obligarse a comer, aprender a cuidar de uno mismo, levantarse de la
cama, vestirse, adecentar un poco el rostro y tomar impulso para sacudir la
inercia que nos lleva a desplomarnos en el sofá enganchados al no estar, al no
pertenecer, al no sentir, al no sufrir, queriendo escapar de la inhabitabilidad
de la vida y fundirse en un opalescente y último abrazo, deslizarse en el pozo
de la indiferencia que se abate certero sobre el cuerpo abandonado a su
destino.
Cuando el reto diario es ser capaz de gestionar las pequeñas tareas cotidianas sin horizonte ni espera salvo mantener la intendencia necesaria imprescindible para no sucumbir. Ser capaz de abrir la puerta y salir a la calle aferrándose al vacío, dejando deslizar la sombra y enfrentarse al día con una sonrisa pintada en el rostro y sacudir el letargo opresor que lucha por ocuparnos, conseguir enlazar los pasos uno tras otro en la continuidad del camino.
Cuando el reto diario es, simplemente, permanecer.