Debo ser una de las pocas personas a
las que le gustan los aeropuertos. Los largos viajes. Los tiempos de espera son
balsas en el tiempo. Lagunas de espacio entre prisa y prisa. Estancias laxas
despojadas de relojes y carreras. Viaje en introspección hacia nuestro propio
laberinto interior. Bálsamo entre bolsillos que deslía la cáscara de minutos
sin propósito. La tierra de NeverLand descorre sus cerrojos y muestra la
quietud de sus estancias, se desaceleran los pasos en la aceptación de la
inevitable parada entre mundos. Las ciudades, tareas, trabajos son espejismos
borrosos, en el aeropuerto nada queda por hacer sino contemplar en derredor la
vida en calma, fuente de paz envolvente y lúdica, sala de espera sin
diagnóstico donde cada quién recupera en esta sociedad de prisas alocadas el “dolce
far niente” tan vedado en los días normales de agobios y plazos.
Aquí se dilatan las horas vestidas de domingo, los movimientos se suavizan ralentizados al compás de la espera, se desata la lengua y en encuentros casuales desbarata la encorsetada rigidez defensora a ultranza de la intimidad, abre las compuertas en torrente la palabra y conexiona sin pudor en confesión anónima con el viajero casual que se sienta a nuestro lado. Las defensas se desarman y el alma se abre.
Creo que debo ser de las pocas personas que le gustan los aeropuertos, los largos tiempos de espera, el vuelo a 12.000 metros sobre el mar, arropada por el aire, columpiada en el éter en comunión interior surcando como un pájaro los cielos, la quietud indolente donde el presente se agiganta hasta ser todo y hecho vida me acerca a la realidad del momento, consciente de la voluptuosidad serena, la pasión retenida y el confortable desparpajo que cada uno desarrolla en su propia isla, ajenos al entorno, en el entretanto hecho vida.