jueves, 14 de noviembre de 2013

Estampas



El olor a churros taladra la calle estrecha y larga deteniéndose colgado en nubecillas imperceptibles salvo para el olfato que anticipa el gusto de paladear golosamente la masa crujiente.

Al fondo, cubriendo toda la calle el plato blanco y brillante deja apenas un retazo borroso a su alrededor, cielo, paredes de ladrillo, aceras, el trocito de un escaparate dormido. La luna llena que compite con el día aún por llegar marca su huella profunda y deja su rastro en un rielar sin mar sobre el asfalto mojado por el riego de las mangueras noctámbulas. 10 de Enero… “Con la luna de Enero me has comparado, que es la luna llena más grande de todo el año”.

El paisaje diario de su despertar, las primeras imágenes que saltan a sus ojos después de atravesar el oscuro portal que la deposita de golpe en el mundo de la realidad tras una noche liviana de sueños. Al doblar la esquina un aire limpio y amable sacude su pelo refrescándole la cara, la cabeza se yergue altiva al encuentro de la mañana, el paso firme y apresurado, el taconeo resuelto rebota en la calle vacía, pasillo estrecho plateado de luz.

 No puede por menos que sonreír. Sonríe a la vida que se estrena un día más. A la luna que sale a recibirla, constante compañera de sus pasos. Al viento, que impulsa su camino. Las notas de una canción vienen a su cabeza, la tararea bajito, sonriendo ¡¡Tira p’alante, que empujan atrás!!

Mira el reloj y arranca a correr, el autobús está a punto de pasar, atrás quedan el fulgor de la luna el olorcillo a churros y la calle mojada. Sin dejar de correr desemboca en la arteria principal, algunos madrugadores como ella se apresuran hacia el trabajo. En la esquina, frente al quiosco de periódicos la misma mujer pasea al mismo perrillo de todos los días, los dos con aire de fastidio, hace frío para salir a estas horas, pero…qué se le va a hacer, se dicen mutuamente con la mirada mientras arrastran los pies cansinos, no hay otro remedio…

En el vestíbulo del banco, dos mendigos, una pareja que se ha dado calor durante la noche envueltos en cartones los recogen sin mucha premura, los apilan con cuidado en la parte trasera del puesto de la ONCE con la leve esperanza de que hoy no se los tiren y puedan usarlos de nuevo por la noche.

En la fuente que preside la glorieta un hombre se lava la cara, todavía conserva los rasgos de quien ha sido, pronto el paso de los días le absorberá en el torbellino de los sin techo transmutando la expresión de su rostro, sus pies, sus cabellos, sus zapatos, sus ropas, caerá inevitablemente en el remolino que invade y transforma haciendo de un ciudadano decente un mendigo, un desarrapado al que todos esquivan. Por el momento él se atusa el pelo y lava sus manos con energía buscando en el reflejo del agua su normalidad.

Más allá un corredor de fondo entrena ensimismado, como cada día pasa haciendo su ruta un dos un dos, los brazos al compás de las piernas, rítmico, sereno, imperturbable, un dos, un dos se pierde calle abajo.

El director del banco de la esquina llega religiosamente como cada mañana el primero y en mangas de camisa, haga frío o calor llueva o truene es su atuendo habitual, a continuación, escoge entre las distintas llaves la que introducir primero para, paso a paso, abrir la gran puerta que le da acceso al pequeño despacho donde esperará la hora oficial de apertura tomándose quizás un café de máquina mientras hojea los últimos apuntes que dejó ayer pendientes.

El cielo va aclarando, por el Este aparece una voluta rosada que se deshilacha sobre el gris plomizo del amanecer. Los escasos coches que transitan transportan de uno en uno rostros vacíos atados a unas manos que conducen mecánicamente, un bostezo, una mirada lánguida, los ojos fijos en el semáforo ¡verde! y arrancan en un gesto reflejo mirando hacia la nada.

El autobús ofrece a la vista por unos momentos su panza iluminada, dentro, sentado en el mismo lugar el mismo perfil barbudo, la misma chica que da un último retoque a los labios, el muchacho que llega corriendo con el periódico gratuito acabado de coger del montón recién abierto que ofrecen en la parada del metro un par de chavales con gorras naranjas de ojos enrojecidos por el sueño.

El hombre parado en la esquina mira el reloj impaciente y vuelve a escrutar una y otra vez la  arteria vacía, consulta el reloj y hace un gesto de impaciencia, -Todavía no llegan, será que hoy no le recogen……..En ese momento aparece como una exhalación el gran autocar que frena estrepitosamente en la parada, es el vehículo salvador, del frío, de la espera, de la duda, nunca sabe a ciencia cierta si ha llegado a tiempo o habrá pasado justo un  minuto antes de que ella alcanzara el punto de encuentro. Sube y se adentra en el confortable calorcito, en la oscuridad acogedora todos duermen reteniendo el sueño justo hasta el momento de llegar al trabajo.

Lucía se arrebuja en su sitio favorito contemplando a través de los cristales las estampas diarias que se desarrollan ante su vista: la escolar adolescente que pasea al cachorrillo blanco casi de algodón; el ejecutivo que desayuna solitario en la cafetería del hotel; el cartel de Detectives Privados (Nos enteramos de todo y se lo contamos) que siempre llama su atención. ¿Qué tipo de persona, se pregunta, se sentará frente al detective para contarle vete tú a saber qué asunto escabroso por desentrañar?

 Un poco más abajo el gran surtidor, dormida ahora su catarata de agua, les introduce en el paseo del parque. Sus ojos se detienen en los grandes árboles, gigantes del bosque atrapados en la ciudad. En los primorosos jardines dibujados con flores de invierno y verdes setos que se pierden en laberintos inconclusos. En la tropa de jardineros que comienzan su cometido diseminándose por las estrechas sendas cargando rastrillos, empujando carretillas, tirando de las gomas de riego que se desenroscan cual serpientes, ejército eficaz y  desconocido para los que aún deslían a salvo en sus casas el ovillo de los sueños.

Pasan después por la glorieta del Maestro. Otra vez le han tirado pintura sobre la capa, parece que alguien está empeñado en que este pequeño homenaje a los buenos maestros cuente en esa mancha de pintura, que los malos maestros también existen.

La luz va ganando poco a poco terreno a la oscuridad, al llegar al río la temperatura baja de golpe seis grados, es la humedad de la umbría del puente que guarda bajo su sombra el “no pasarán” del tiempo sórdido en el que los madrileños de ambos bandos desangraban sus corazones en la lucha fratricida. Se pierde el recuerdo empujado por la voz que le cuenta - “De pequeño yo venía con mis amigos, nos tirábamos agarrados de una cuerda al agua, el estanque era profundo y no sabíamos nadar, luego soltábamos las manos y braceábamos desesperados hasta agarrarnos, muertos de risa, a los aros de hierro empotrados en la piedra ¡qué bien lo pasábamos!”.

La voz se diluye entre los pinos y las retamas, la alta tapia oculta parte del bosque que de vez en cuando se deja ver a través de las grietas que el paso del tiempo ha arrancado a dentelladas, un gazapillo atraviesa como una exhalación y el autocar sigue impasible su marcha por la gran avenida que conduce a la carretera moteada por los faros de los coches.

 La claridad es ahora dueña del paisaje, no se distinguen las estrellas, la luna cede el paso ocultándose con pereza, el final del viaje se acerca y a lo lejos comienzan a distinguirse los edificios blancos con grandes letras sobre la fachada y las puertas flanqueadas por barreras. La gente se despereza se oye algún que otro bostezo alguna palabra suelta y el rumor de la actividad que comienza. Al bajar del autobús el sol calienta con su tibia lengua al reguero de personas que entrecruzan experiencias, se cuentan cómo les fue el día, hablan de las próximas vacaciones, comparten alguna que otra risa y avanzando se orientan cada uno hacia su puesto.

Un fulgor dorado baña los edificios salpicando de reflejos multicolores los tejados, la humedad de la noche levanta olor a tierra mojada en los prados verdes salpicados de flores de invierno, el cervatillo de bronce da los buenos días, los patos se lanzan en una carrera loca por el césped persiguiendo el amor en una pobre pata que huye despavorida llenando de graznidos el silencio de la mañana y el gatito negro de piel brillante y ojos verdes sale a su encuentro buscando su ración diaria de caricias.


2 comentarios:

  1. Qué bonito Maica. El despertar de una ciudad :-)

    Besos!

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  2. Gracias Fani, me gusta saberte cerca ;) creo que dentro de muy poco podremos compartir algún que otro buen rato... tu me dices cuando puedes a ver si coincidimos. Besitos

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